A fuego lento y sin mácula que ensombrezca la acción, el salvaje oeste demuestra su entidad en un film irreprochable de imágenes bellísimas, dirección certera y una interpretación que induce al orgullo de quien ama el cine.
Las tramas paralelas, el claroscuro de la descripción psicológica, la profundidad de intención que engrandece y delimita, la cámara cómplice, la seducción de la pausa y una sempiterna señal de alerta sentencian que no existe lugar donde esconderse.

Son años en lo que se produce el mejor cine de todos los tiempos y A. Mann lo sabe.
Hay que incluirle en nómina.

La película funciona a la perfección desde el comienzo tanto en la línea de crítica social, como en la faceta emotiva y en la trama argumental propiamente dicha.
Como una llaga abierta la historia es cruda y descarnada, inmisericorde con los hechos, implacable, feroz y certera.

Posee una gran capacidad de fabulación y por eso nadie duda de que es cierto todo lo que M. Robson está contando, se acepta que los actores son los personajes verdaderos y que todo ha sucedido como en la pantalla se denuncia.

El cuadrilátero es despiadado..
La vida es despiadada.

En general posee intensidad narrativa, dinamismo, y dramatismo de buen thriller.
También presenta detalles de sutileza, solidez discursiva y golpes de efecto cuando la ocasión lo requiere.
Morricone se luce en la banda sonora.

Pero su metraje adolece de irregularidades importantes.
Con cierta frecuencia la pantalla delata cierta incoherencia interna en el guión y como consecuencia, hipérboles innecesarias, salidas del tono general de la película y falta de rotundidad.

Se deja ver pero el espectador no se la cree del todo.

En el contexto de nuestra visión occidental resulta difícil penetrar en el espíritu medieval japonés.
Pero todavía más en su cine de mediados del siglo pasado.

Nos hallamos ante una muy poderosa historia que se cuenta de un modo algo fofo y esquemático a causa de la disposición de director y guionistas al trasladarla a la pantalla.
Desde el punto de vista de la narración cinematográfica, la fuerza del argumento desfallece, por desgracia, en una puesta en escena premiosa, moralista y de capacidad de fabulación escasa.

Pero hay que reconocer que la película posee una fuerza intrínseca evidente y un profundo sentido dramático.
También que es generosa en la belleza de su fotografía, en su beligerancia contra la injusticia, en su capacidad de denuncia y en su talento para mantener un alto grado de interés durante todo el metraje.

Desalentador reportaje teñido de misera.
Su tesis se explicita en el afortunado título de la película y su argumento se desarrolla con fluidez y mano ágil de director (H. Sauper).
Sabe influir en el espectador presentando en cada momento la imagen que conviene, intercalando el texto que mejor define los distintos matices de su idea y ofreciendo encuadres descarnados cuando la palabra no basta.
Utiliza sus recursos con precisión y con ingenio.
También con soltura, con habilidad y con una gran dosis de sentido del ritmo.
Para que nada pase desapercibido.