Después de la alabadísima "Ida", que arrasó en el circuito de festivales internacionales de hace dos o tres años, vuelvo a no entender cuáles son exactamente las virtudes del cine de Pawel Pawlikowski en su última película, más allá de su esteticismo visual y su austeridad narrativa.

A partir de lo leído, no veo por ningún lado ese romanticismo dramático en personajes que sabemos que están viviendo una historia de amor sólo porque de vez en cuando se besan o retozan con pasión y se resumen en palabras (pocas) el estado de su situación.

Es como si el extremado clasicismo de que hace gala el director en sus dos últimas y aclamadas obras no dejase a sus personajes la suficiente vida como para decirse con naturalidad algunas cosas necesarias para que podamos entenderlos, empatizar con ellos y, así, emocionarnos. Se supone dramático todo lo contado, pero yo sólo veo humanismo de diseño, glacial en su resultado.

No me extraña que en el año de su estreno, pese al prestigio del cine de autor con el que le endilgaron los críticos, pasara sin pena ni gloria (entonces y hasta ahora). Película con la textura de las cintas comtemplativas pero sin su fondo. Las escasas relaciones de sus personajes, por lo demás tan vulgares como en una cinta convencional, son confusas cuando no directamente absurdas o vacías, a partir de que se nos imponen desde un principio sin ninguna explicación o con sobreentendidos excesivos. Sus diálogos son malos hasta considerados aisladamente.

O ha envejecido mal o un servidor ha evolucionado para bien en su gusto cinematográfico. Después de haberla visto en la década de su estreno en salas (años 90), en que me gustó muchísimo, ahora me ha parecido excesivamente directa, sin matices, en la narración de una historia muy atractiva pero contada con trazo muy grueso y, sobre todo, con una caracterización de los personajes simple y maniquea : un hermano que de tan ingenuo y familiar es inverosímil (Hipólito); y uno tan desastroso que lleva grabada la etiqueta maldito en su frente (Puigcorbé). Así, resulta increíble el comportamiento final de la esposa del hermano bueno (Lidia Bosch) y ridículas y no angustiosas (como se pretende) las piruetas del guión en el largo desenlace.

Si consigue uno pasar de puntillas por las habituales ambiciones casi místicas de las que Wenders quiere rodear sus historias de amor, la de los protagonistas de esta película consigue que merezca la pena su visionado: por la sensibilidad y altura con que está tratada y por la química entre los actores, más que por sus diálogos, no muy afortunados y a ratos inexplicables. En cuanto al desenlace, que venga el psicoanalista de guardia, por favor.

Última pelicula del cine de autor de Saura (y de su colaboración con Elías Querejeta), cuando ya había rodado su primera cinta convencionalmente narrativa (Deprisa, Deprisa) y estaba preparando su primer musical. Aunque no llega al nivel de sus mejores obras, es injustamente una de las menos recordadas, quizá porque ya habían pasado los años políticamente difíciles en los que su cine metafórico se prestaba aún más si cabe a todo tipo de interpretaciones y triunfaban las películas festivas y modernillas de la comedia madrileña. En realidad, Saura no vive de las rentas y en algunos aspectos narrativos da una nueva vuelta de tuerca a sus complejas estructuras temporales, y en otros mejora los relacionados con la producción. Muy interesante.