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España España · Pamplona
Críticas de Asier Gil
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Críticas 85
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
14 de enero de 2020
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Es la historia más triste que habrá visto en mucho tiempo. En la esquina de una habitación, cuatro ancianos con guantes de látex para no dejar huellas observan en silencio cómo una mujer graba ante una cámara un mensaje de despedida. A su lado, sentado en la cama que desde hace años se convirtió en su mundo, su marido llora por dentro y la besa por última vez. Él la ayudó a cumplir su deseo de no permitir que la vida le robara la muerte. Y los cuatro ancianos le abrieron las puertas de ese trayecto. En un maletín, dos frascos, un pulsador y un sistema de engranajes para que, al apretar el botón, un minuto separe al enfermo del sueño que pondrá fin a su sufrimiento. Una máquina con la que apagar la luz sin dejar manos ejecutoras en un país sin libertad para morir dignamente. Pero 'La fiesta de despedida' no es un alegato, no trata de abrir debates sobre la eutanasia ni sentar cátedra sobre el derecho de cada cual a elegir su camino... Tampoco es una película sentimentaloide ni recurre al melodrama para buscar la lágrima fácil. Es filmar cómo un viejo agotado pasa la noche sentado en un banco frente a la casa de los que pueden ayudar a su mujer a abandonar el infierno. Una historia triste.
La trama se centra en un grupo de amigos que viven juntos en un complejo de pisos para personas de la tercera edad. Uno de ellos, cansado de las cadenas de una cama de hospital y de romper la noche con alaridos de dolor, les implora que lo dejen partir. Para escamotear la máscara del verdugo, construyen un pequeño aparato con el que el propio moribundo se inyecte el suero y cierre los ojos. Pero su secreto corre como la pólvora en la residencia y más enfermos terminales les reclaman que les asistan de igual forma, despertando en ellos el dilema moral de convertirse en dioses con el poder de decidir quién vive y quién muere.
Con un pasado común de cortometrajes, los realizadores Tal Granit y Sharon Maymon escriben y dirigen un filme sencillo, sin alardes estilísticos ni ínfulas de adoctrinar en un tema tan escabroso como la eutanasia. Permitiendo que el guion sea el que lleve el peso de la cinta, recurren a pinceladas de humor negro -a veces, un tanto simple- para edulcorar en los primeros compases el trago de una píldora tan amarga. Sin embargo, a medida que avanza el metraje, se dejan llevar por la profunda emotividad de las escenas, firmando además un breve episodio musical que contagia al espectador de la misma pesadumbre que sufren los protagonistas. Cuando se camina al borde de un precipicio, existe el riesgo de caer en la tentación de alentar los sentimientos de desolación y desamparo, con el objetivo de incomodar al público y apresar su empatía, pero los dos cineastas tejen una urdimbre sólida y estanca, fundamentada en unos personajes de gran realismo y provistos de unas actitudes altamente comprensibles. De hecho, el reparto coral cumple con las exigencias de trasladar esa imagen de experiencia acumulada, alma juvenil y cuerpos maltrechos que comparte el grupo de amigos.
Pese al calado emocional de las secuencias, la película llega al final con dos deficiencias: el desarrollo impreciso y acelerado de uno de los protagonistas clave, y la invitación a criticar su apuesta argumental con un desenlace que dinamita la hasta entonces imparcial puesta en escena. Aun así, las bondades del filme merecen una oportunidad para salir del cine doliente de tristeza.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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6
14 de enero de 2020
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Cuando la ambición y el dinero nublan la mente, la muerte de un ciclista solo supone un obstáculo más que superar. La codicia de empresarios y especuladores arribistas no se detiene por un accidente de tráfico. Con sangre en la carretera, dos familias unidas por el noviazgo de sus retoños miden sus escrúpulos por hallar la manera más sencilla de no ensuciarse las manos. Esta es la historia que presenta Paolo Virzì, que italianiza una novela de Stephen Amidon para afear la avaricia de aquellos que apostaron por el derrumbe de la economía y ganaron. Aunque eso conllevara que todos los demás perdiéramos.
La trama gira en torno a un clan de burgueses multimillonarios -con una casa en la colina, chófer y un vástago malcriado- y un aprovechado agente inmobiliario de clase media al que le brillan los ojos cuando huele opulencia. Gracias al romance de su hija con el futuro pez gordo, este último se introduce en ese ambiente de abundancia y derrocha los ahorros que no tiene en un fondo del que espera sacar unos beneficios que le abran las puertas de la élite. Y llega la noche en la que el todoterreno del joven, del que no se sabe quién lo conduce, atropella a un ciclista y sale huyendo.
El cineasta italiano construye la película a través de tres capítulos y un epílogo, en los que explora los puntos de vista de los personajes principales: el avaro promotor, la vacía mujer florero y la hija descarriada y confusa. La narrativa convierte la trama en un 'thriller' y sustenta con determinación el interés del espectador, que poco a poco va recopilando información sobre lo sucedido, a medida que el foco se posa en las diferentes vivencias de los protagonistas. Dos grandes aciertos bendicen el estilo y la puesta en escena del director de 'La prima cosa bella' o 'Todo el santo día': el ritmo, que acelera conforme avanzan los episodios y se van descubriendo aspectos sugestivos en las vidas de los miembros de ambas familias; y el trabajado desarrollo de los personajes, avalado además por una dirección de actores que logra que todos acierten al enfatizar sus respectivas caricaturas. Porque nadie se libra de recibir sonoros tortazos, pero el guion obliga a la cámara a colocar sobre ellos un halo de comprensión y afecto. Por esa razón chirría tanto el desenlace y la deriva romántica que contamina el tramo final del filme, un desvío que oscurece el carácter de la hija inmadura y que, en cualquier caso, no se merecía el resto de la cinta.
El reparto lo lidera claramente Valeria Bruni Tedeschi, que interpreta a la esposa ingenua que no sabe nada de los negocios del marido y que ocupa los días comprando bolsos, antigüedades y hasta un teatro para colmar sus sueños de juventud, en los que aspiraba a la fama como actriz. Pese a encarnar el personaje menos crucial -por ser el más ajeno al accidente-, los matices que aporta Bruni, desde su candidez hasta el desamparo de sentirse incomprendida y la rabia por ser un peón insignificante dentro de la estructura familiar, convierten su episodio en uno de los más estimulantes.
La crítica social del filme degüella incluso a la tercera pata del taburete sobre el que se asienta el argumento, un joven marginado que vive a espaldas del mundo y a la espera de un cambio que no llegará nunca. Un personaje usado como detonante para explicar el término que valora la muerte de una persona según su esperanza de vida y las relaciones con sus seres queridos. El capital humano.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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6
14 de enero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una habitación estrecha, de paredes blancas, sin decoración y con cortinas que no dejan ver el exterior encarcela a Viviane Amsalem. Durante cinco años, esta mujer israelí luchó por que un tribunal rabínico le concediera el divorcio de su marido, al que ya no quiere y al que abandonó en el hogar familiar. En casi dos horas de metraje, el espectador nunca va a escapar de esa sala -o la contigua de espera-, para sentir en sus propias carnes el agobio claustrofóbico de una sociedad moderna en la que el papel de la mujer aún se encuentra supeditado al del hombre. Si no existen motivos como el maltrato o el adulterio, la aceptación del divorcio recae en el marido. Y en este caso, él no está dispuesto a darle la libertad.
Los hermanos Shlomi y Ronit Elkabetz cierran con esta película una trilogía sobre la familia, el matrimonio y el rol que desempeñan las mujeres en Israel. Para mostrar su situación, introducen al público en un juicio y descartan cualquier aderezo que contamine su mensaje. No hay acompañamiento musical ni movimientos de cámara, y los planos fijos siempre representan la mirada de alguno de los protagonistas. No por ello los encuadres dejan de estar trabajados, pero el mayor esfuerzo se centró en la confección del guion y en dirigir a un pequeño reparto que sabe muy bien cuál es el objetivo: plasmar la realidad en una certera y dura crítica al modo de vida israelí. Sin posibilidad de matrimonios civiles, la mujer tiene que amoldarse a las decisiones del marido, quien, además, dicta cómo debe comportarse, con qué amistades se relaciona o la manera en la que cría a los hijos.
La trama antepone la desesperanza de Viviane, incapaz de entender que los jueces no valoren la incompatibilidad que sufre su matrimonio, con la testarudez de su esposo, que todavía la quiere y que desea que vuelva a casa. Sin embargo, los períodos de prueba que el tribunal aconseja a la mujer no surten efectos beneficiosos, y ella siempre acaba regresando a esa habitación para implorar los papeles del divorcio. Los testigos -vecinos y familiares- citados para exponer la vida conyugal describen al marido como un hombre recto, noble y temeroso de Dios, que otorgó a su mujer todo lo que necesitó, además de darle independencia y no obligarla a seguir la estricta senda religiosa por la que él transita. Pero Viviane busca afecto y comprensión, cualidades que no encuentra en su marido y por las que clama que su matrimonio es inviable.
Los dos directores caminan seguros cuando el drama empatiza con la tristeza de Viviane, pero zozobran al introducir reacciones absurdas que, por otro lado, potencian la denuncia contra un sistema que menosprecia a las mujeres. La austeridad estilística queda compensada por una narrativa que pormenoriza el interior de los personajes, sobre todo el de la protagonista, aunque corre el riesgo de acabar siendo repetitiva. No obstante, ahí es cuando gana enteros la crítica, ya que resulta inconcebible que tanto el marido como los jueces demuestren un grado de incomprensión tan exacerbado.
La propia Ronit se encarga asimismo de encarnar a Viviane y logra trasladar al público sus sentimientos de desamparo y angustia, sin forzar el carácter de su personaje. El único que le planta cara en ese escenario teatral que supone la sala del juzgado es Sasson Gabai, rabino y hermano del marido, al que trata de ayudar para que su matrimonio salga con vida del tribunal.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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8
14 de enero de 2020
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A mil kilómetros de distancia, en el norte desarrollado, dos hermanos de un clan de pastores cuentan billetes procedentes del narcotráfico. Dejaron atrás su pueblo en la región italiana de Calabria para afianzar su posición de capos y huir de la vergüenza de un tercer hermano, el primogénito, que reniega de los negocios turbios y que solo desea vivir entre sus cabras, falto del arrojo necesario para vengar la muerte de su padre asesinado. 'Almas negras' -el titulo original de la película y de la novela en la que se inspira- se introduce de lleno en las relaciones de una familia y en los códigos de honor de la ‘Ndrangheta. Pero no se sirve de los recursos con los que el cine abordó tradicionalmente el mundo de la mafia; la violencia, en este caso, no sacude la pantalla, no hay inspiradas sentencias ni diálogos brillantes, no aparecen personajes carismáticos... Todo es real, rudo, frío. Y ahí es donde reside la grandeza del filme, en conseguir con una ambientación precisa y una trama fuera de lo esperado atrapar la mirada del espectador, al que hiere sin piedad en un tercer acto demoledor.
Luciano, el hijo mayor, se muestra férreo en sus convicciones y en la creencia de que la familia rival lo dejará vivir en paz si repudia cualquier ánimo de venganza y se centra en sus quehaceres. Sin embargo, su hijo veinteañero ve en él a un ser cobarde y débil, y prefiere mirarse en el espejo de sus tíos, que representan el futuro al que aspira, una vida llena de riquezas y progreso en el norte, fuera del ambiente anquilosado de una aldea en ruinas. Será él quien desate la catástrofe en una acción irreflexiva y colmada de ira. A partir de ese momento, los hermanos se reunirán para defender el honor de los suyos y reclamar su verdadero puesto en esa comunidad de valores inquebrantables.
El tercer largometraje de Francesco Munzi destaca sobre todo en dos aspectos. Por un lado, recrea con un halo de documental las entrañas de una sociedad anclada varios siglos atrás, en la que las mujeres lloran a los muertos mientras los hombres se preparan para la guerra, en la que el intercambio de favores conlleva sangre y en la que el orgullo por mover los hilos e imponer el respeto entre sus congéneres lidera la lista de principios morales. Pero el mayor hallazgo se encuentra en el guion, ya que la película no cae en la deriva de contar las tan manidas luchas externas, sino que nunca escapa del ámbito familiar, en el que la tensión se mide con reproches lacerantes y actos instintivos. El director italiano encierra todo esto en una atmósfera oscura y claustrofóbica, dejando la violencia fuera de campo y subrayando las reacciones de los personajes. Le cuesta adoptar un ritmo estimulante, mas a cambio logra trasladar al público a ese pueblo perdido en las montañas e involucrarlo en las disputas familiares. Lo mete tan adentro que el impacto final duele como una puñalada seca en el estómago.
El reparto, formado tanto por actores profesionales como por aficionados, funciona notablemente para dejar en la boca ese regusto de realismo. Y, además, depara sorpresas prometedoras. Las discusiones y peleas entre Fabrizio Ferracane (Luciano) y Giuseppe Fumo (su hijo) siembran el metraje de angustia y desasosiego con una altísima fuerza interpretativa, que acrecienta el deseo de no perderles la pista y de que Munzi los vuelva a reunir en otro proyecto que deje al espectador tan tocado como este.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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7
14 de enero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Abel Morales está sentado en su escritorio. Inmigrante llegado a Nueva York, dirige una empresa de transporte de combustible que crece a pasos agigantados debido a su poderosa ambición. Brota la sangre en 1981, el año más violento en la historia de la ciudad de los rascacielos. Tiempo de gánsteres, de asesinatos, de robos, de tiroteos... de no poder levantar un imperio sin ensuciarse las manos. Abel Morales, sentado en su escritorio, había intentado no salirse del camino correcto, hacer todo conforme a las leyes y nunca caer en la tentación de avanzar casillas en el tablero dejando un reguero de pólvora. Recibe una llamada, otro camión robado. Su abogado le informa de que lo van a llevar a juicio, acusado de prácticas fraudulentas. El banco lo ha dejado colgado en mitad de un negocio crucial. Su mujer, hija de un capo, le insiste en que actúe ante la inseguridad que vive la familia, amenazada por los matones de las empresas competidoras. Abel Morales, sin levantarse de su mesa, le lanza una mirada fría y dura, y con la fuerza que desprendía Michael Corleone le dice: “Yo me ocupo”. El espectador reza entonces por que coja el teléfono y, después de haberlo visto zancadilleado y ninguneado por no aprovechar los atajos, demuestre a sus rivales lo efectiva que puede ser en los negocios la cabeza de un caballo entre las sábanas.
Pero en esta historia no hay ningún Luca Brasi. El director y guionista J.C. Chandor confiere a su personaje una moralidad inquebrantable que pone a prueba la construcción del sueño americano, tal y como en su primera película, 'Margin Call', asaltó las entrañas del egoísmo y la avidez en el origen de la crisis financiera. Y al igual que en 'Cuando todo está perdido', su protagonista demuestra que nada ni nadie conseguirá derribarlo. El tercer filme de la carrera del cineasta estadounidense deja patente que, pese a no contar con una narrativa demasiado seductora, la magnífica descripción de sus personajes resulta incontestable. De Abel Morales descubriremos su faceta empresarial a través de los discursos a sus trabajadores; su bondad, al arropar a uno de sus camioneros heridos; y su fuerza, en los enfrentamientos con todo aquel que por su actitud reclamaría una respuesta violenta.
La falta de ritmo es la única pega que se le puede achacar. De manera deliberada, J.C. Chandor despliega la trama con un pulso pausado y evitando las secuencias de acción para no ensañarse con muertes y persecuciones. Y lo filma con una belleza aplastante. Tapar un agujero de bala en un tanque de combustible con un pañuelo doblado resume el cariz que atesora la cinta, envuelta en una fotografía sombría de tonos ocres y grisáceos, y elevada por unas interpretaciones arrolladoras. Estos dos aspectos atrapan el interés del público, que debería haber caído prisionero del desarrollo del argumento si se hubiera potenciado la fluidez narrativa.
Por suerte, el realizador contaba con dos de los mejores actores del momento. Jessica Chastain aprovecha sus escasas escenas para desplegar el hastío ante su situación, que le hiere el orgullo por ser hija de quien es. Pero es comprensible que la cámara no se separe de Oscar Isaac. Con una presencia que recuerda al Al Pacino de 'Tarde de perros' o 'Serpico', sus miradas llevan implícita la carga dramática que Michael Corleone aportó al cine. Aunque en este caso, el personaje opte por no traicionar sus principios. ¿Recuerdan? “Yo no soy así, Kay”.

Diario de Navarra / La séptima mirada
Asier Gil
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