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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
4
8 de mayo de 2010
65 de 78 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dos años, dos largos años he resistido sin ver esta peli. Como un jabato, con dos cojones. Ya había tenido bastante con la patética y vergonzosa ristra de genuflexiones y besamanos de alcaldes, consellers, artistoides autóctonos y chupones varios, que trataban a Allen como al mismísimo Jesucristo en pleno trance de multiplicación, y no precisamente de pececitos: la pela és la pela, chavales (¿pues qué os habíais creído?); con tráileres y resúmenes en los que uno podía intuir que esta peli olía a desastre como el napalm huele a victoria; con comentarios y críticas de amigos y gente con solvente criterio que le inducían a uno a mantenerse alejado de ella como si su sola visión transmitiera la lepra. Pero, ¿qué puede uno hacer cuando su adorada costillita le susurra sensualmente al oído que le apetece ver cierta peli que aún no ha visto? Soy un hombre, soy de carne y hueso, soy débil. Me pilló por sorpresa y con la guardia baja, no supe qué decir. Mi resistencia se derrumbó. La vimos.

Dios mío.

A los veinte minutos ya quería que acabara, a la media hora lamenté no poder emular a Elvis y reventar la tele a tiros, cuando apareció Lady Pe supe que mi vida y la de mi costilla corrían serio peligro. Como el pobre capitán Willard a bordo de su barcaza, íbamos derechitos al corazón de las tinieblas. A ambas orillas del río no estaba Charlie, por desgracia, sino un hatajo de idiotas como pocas veces recuerdo haber visto reunidos antes, disparándonos sin descanso ráfagas de tedio e incompetencia mortales de necesidad: una pija redicha, desnutrida y estrecha que pone los ojos en blanco cada vez que oye una guitarra española, una rubia despendolada y más burra que un arado, un cenutrio hortera y peludo que dice ser pintor pero que actúa como Alfredo Landa, yendo de mesa en mesa en busca de chatis cachondas y lerdas, una maggiorata gangosa y desgreñada que parece un aterrador cruce entre Gina Lollobrigida y Leonardo da Vinci: pinta, berrea, chilla, da masajes, gesticula como un urbano, monta en bici, toma fotos cojonudas y da sonatas de Scarlatti. Lo único que le sale mal, y ya es mala suerte, es suicidarse. Nadie es perfecto, maldita sea.

No era la selva lo que atravesábamos, sino una luminosa Barcelona de lujosas villas, monumentos limpios de turistas y aseadísimas calles en que las putas se peinan en Llongueras y adoran a Picasso y Gaudí, y donde todo, hasta las meadas y vomitonas del Raval, es digno de foto y respira arte por los cuatro costados. No es extraño que los pintores malditos se paseen en descapotable “vintage” y vayan a Asturias a por tabaco en avioneta privada. Los catalanes, como todo el mundo sabe, podemos pasar sin lentejas, pero no sin nuestra ración diaria de Miró. O eso cree al menos el hombre que nos esperaba al final del suplicio, el mismo tipo que durante años ha sido un padre para mí y a quien al terminar la peli hubiera querido estrangular con mis propias manos. Así no se hace sufrir a un hijo, Woody, por calzonazos que sea.
Normelvis Bates
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The Song Remains the Same
Concierto
Reino Unido1976
7,9
1.134
Documental, Intervenciones de: John Bonham, John Paul Jones, Jimmy Page, Robert Plant ...
8
3 de marzo de 2010
58 de 65 usuarios han encontrado esta crítica útil
...podían hacer lo que les saliera del pito: vivir en una bacanal perpetua de sexo, drogas y alcohol, grabar algunos de los mejores y más influyentes discos de la historia del rock y negarse, sin embargo, a editar singles, realizar vídeos promocionales o aparecer en televisión, mantener inquietantes vínculos con chalados nigromantes y mansiones encantadas, sembrar el caos y el terror en aviones y hoteles, tratar al resto de los mortales, en suma, como si fueran (y lo eran) sus simples vasallos. Quién les iba a decir a los arrogantes e invulnerables amos del mundo que una gran helada acabaría un día con su reinado y que todos los miembros de su especie serían borrados de un plumazo y para siempre de la faz de la Tierra.

Ahora que la gran mayoría de las así llamadas estrellas del rock no pasan de ser niñatos tontines adictos al muesli y el Photoshop, cuya mayor aportación a la cultura popular consiste en remedar con más o menos gracia las poses de algunos de esos dinosaurios de antaño y facturar algún que otro éxito destinado a durar lo que un trayecto en ascensor al entresuelo, no está de más regresar a la época en que monstruos como Led Zeppelin reinventaban el lenguaje musical que habían recibido y trazaban un camino que miles de artistas posteriores han imitado y tratado en vano de igualar desde entonces.

“The song remains the same”, pese a su lujosa reedición con material extra de hace un par de años, no hace justicia, en cualquier caso, a la experiencia que debía suponer ver a Led Zeppelin en directo. No se trata de un concierto íntegro, sino de fragmentos extraídos de tres conciertos que la banda dio en el Madison Square Garden las noches del 27, 28 y 29 de julio de 1973. Algunas de las interpretaciones no son de las mejores que les he oído y la selección de temas, por otro lado, no es a mi juicio la idónea ni permite hacerse una idea de la riqueza de su música, un desbordante abanico de propuestas situado más allá de cualquier etiqueta. Los fragmentos de ficción encastados entre tema y tema pueden resultar más o menos pintorescos, simpáticos o inspirados, pero suelen entorpecer el ritmo y acaban atando sin remedio a la película a la época en que fue rodada.

Y sin embargo, nadie que afirme amar la música debería perderse esto. Durante un período nada desdeñable de tiempo, Led Zeppelin fueron La Banda Más Grande Del Universo, este sigue siendo el único documento oficial que, ni que sea pálidamente, da fe de ello y sus defectos empequeñecen ante la apabullante avalancha de talento que contiene. No hay nada en la música actual ni remotamente comparable a lo que hacían Page, Plant, Bonham y Jones. Nada. Pensad, por si aún no estáis convencidos, que fue grabado en 1973 y que es un hecho científicamente demostrado que el Rock’n’Roll alcanzó la perfección en 1974. Sí, esto no es mío, es de Homer Simpson. ¿Qué más se podría añadir?
Normelvis Bates
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10
8 de abril de 2010
51 de 53 usuarios han encontrado esta crítica útil
El 16 de mayo de 1955, en el asiento trasero de un taxi neoyorkino, el corazón de James Agee decidió dejar de latir. Al morir, Agee tan sólo tenía 45 años, pero había sido capaz, en tan breve espacio de tiempo, de convertirse en uno de los críticos de cine más agudos y exigentes de su época, de firmar los guiones de “La Reina de África” y “La noche del cazador” y de escribir dos novelas, una de las cuales, al menos, es una auténtica obra maestra. Sin embargo, si por algo se recuerda a James Agee es por un artículo que nunca llegó a publicarse. En 1936, la revista “Fortune” encargó a Agee un reportaje acerca de las duras condiciones de vida de los campesinos durante la Gran Depresión. Acompañado del gran fotógrafo Walker Evans, Agee viajó a Alabama, donde pasaron ocho semanas conviviendo con tres familias algodoneras. Tanto el artículo que Agee escribió acerca de aquella experiencia como las fotos tomadas por Evans fueron rechazados por la revista, que entendió que era un material demasiado crudo para ser editado. Agee, sin embargo, revisó y amplió sus textos hasta convertirlos en un libro, y en 1941 él y Evans lograron que una editorial publicara su trabajo, que se ha convertido en uno de los documentos más hermosos y terribles que vieron la luz en el siglo XX. El libro se tituló “Elogiemos ahora a hombres famosos” y John Huston, tras leerlo, dijo de Agee que era un “Poeta de la Verdad”.

Poeta de la Verdad. ¿Hay mejor manera de referirse a John Ford? El bronco Ford, el misógino Ford, el racista Ford, el fascista Ford. Cuántas idioteces ha habido que tolerar asociadas a su nombre. Mucho antes de que docenas de marisabidillos descubrieran el significado del verbo “sobrevalorar” y se pasaran el día conjugándolo como monitos, Ford ya era uno de los artistas más sutiles y delicados de la historia. Nadie ha llegado al fondo del corazón humano de modo más limpio, honesto y sencillo, sin afectación ni aspavientos ni vacuas coartadas intelectualoides. Lo único que nos exige Ford es que prestemos atención a los detalles, que leamos entre líneas, que entendamos que el hombre es la suma de mil pequeños momentos, minúsculos e insignificantes: gestos, silencios, miradas, tal vez palabras. Recuerdos que arderán con nosotros cuando dejemos para siempre nuestra casa, abandonada al polvo y el viento, y busquemos con las manos la tierra que nos vio nacer.

“Todo lo que existe es sagrado”. Lo dice Casy, el predicador sin fe encarnado por John Carradine. No es extraño que James Agee cierre con esas mismas palabras una de las últimas secciones de su libro. Tanto Ford como Agee cantan la invencible entereza humana, intentan restituir la dignidad perdida de unos seres que no comprenden por qué han sido condenados a vivir y morir como perros. “Las uvas de la ira”, como el libro de Agee, es a la vez hermosa y terrible: hay muerte, desolación y miseria, y también risas y baile, alegría y esperanza. Hermosa y terrible como la música de la vida, así es esta película.
Normelvis Bates
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9
4 de octubre de 2010
52 de 56 usuarios han encontrado esta crítica útil
Son una rareza, es cierto, pero hay algunas películas que acaban siendo memorables, curiosamente, no tanto por lo que tienen como por aquello de que carecen, como si sus autores se hubieran empeñado, a la hora de realizarlas, no sólo en despojarlas de todo artificio innecesario sino en ir directamente en contra de la larga lista de normas y convenciones no escritas que, al menos en teoría, vertebran y configuran el lenguaje cinematográfico como código estético orientado hacia la función de espectáculo público. Un cine que renuncia y elude, que calla y pasa página sin dar explicaciones. Un cine seco y austero, que muestra más que narra, sin énfasis ni efusiones, y se retira cuando acaba sin hacer ningún ruido. Un cine que, como un intransigente eremita, le arroja al mundo una desafiante mirada de menosprecio mientras se encierra en sí mismo en busca de una revelación.

La primera vez que uno ve “Pickpocket” siente que le están escamoteando algo, que conoce las piezas que hay esparcidas sobre la mesa pero que, por algún extraño motivo, no es capaz de encajarlas: una peli de carteristas que transcurre en los escenarios habituales del género (metro, hipódromos, estaciones de tren) pero sin apenas intriga o tensión, en la que los polis se sientan con los ladrones a tomarse unas copas y a charlar de filosofía existencial; una peli rodada en escenarios reales y con actores no profesionales que apenas traslucen emoción alguna y que dan la impresión de no estar actuando, pero que contiene escenas tan extraordinariamente ejecutadas que hacen que no pueda, sin embargo, ser considerada un simple documental. No es extraño que desconcierte, que incluso llegue a defraudar. Nuestros hábitos de espectador se sienten violentados y reaccionan con desazón. Acostumbrados, como niños malcriados, a los manteles de hilo, las copas y los cubiertos, la espartana comida que el asceta Bresson nos ofrece en su caverna nos parece pobre, fría y desaliñada. Hay que verla varias veces para comprender que caverna, comida y eremita son la misma cosa, que forma, fondo e incluso autor se explican coherentemente entre ellos.

Si hay una palabra de la que desconfío cuando la veo escrita es “poesía”. Se ha usado tantas veces que ha acabado por no significar nada, o significando tantas cosas a la vez que ha quedado desvirtuada, por no decir directamente inservible. Pero en esta historia de extrañamiento e inadaptación, que resigue el doloroso camino de un alma en pena en busca de redención para su incapacidad de establecer vínculos emocionales con nadie, creo percibir, cada vez que la veo, la belleza misteriosa, hermética y opaca de cierta clase de poesía, desnuda y radical, que se basta para justificarse a sí misma, sin necesidad de análisis o explicaciones que entorpecen más que facilitan su comprensión. Lo que queda cuando ya no queda nada, así definía la poesía uno de sus más devotos creyentes. Y sospecho que Bresson no cambiaría una coma. O callaría, quién sabe.
Normelvis Bates
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9
22 de setiembre de 2009
46 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
Antes de que las pelis de atracos perfectos fueran poco menos que elegantes y asépticos desfiles de modelos de exquisitos modales y cuya idea de drama parece ser quedarse sin muesli para desayunar, había quien intentaba recordarnos que tras aquellos hombres que trataban de reventar joyerías, hipódromos o bancos había, tal vez, alguna cosa que los asemejaba al resto de los mortales, una historia personal que permitía entender sus motivaciones, un código de honor, un atisbo de humanidad entre la podredumbre, moral y social, que les rodeaba: sentimientos que no nos eran extraños, deseos sencillos y entendibles, una familia tal vez. Vale, de acuerdo, aceptemos que “Heat” intentaba algo parecido y que no pocas pelis han intentado mostrar a los ladrones profesionales como algo más que simples canallas incapaces de sentir afecto por nada o nadie, pero no nos engañemos, la Santísima Trinidad la siguen conformando “Atraco perfecto”, “La jungla de asfalto” y “Rififí”.
Se hace difícil hablar de esta peli sin recurrir al spoiler, porque todo en ella parece pensado desde su desenlace, que supera la concepción fatalista de la vida criminal propia del “thriller” americano y que, tras una catarata de muertes a cual más dramática e imaginativa (alguna de ellas explícita y brutal, otras elípticas e incluso ribeteadas de poesía) llega, finalmente, bordeando el puro nihilismo vital, un nihilismo que se adivina ya, desde los primeros minutos del metraje, en el rostro adusto y desesperanzado de Jean Servais, tan inseparable de esta película como ese París bellamente fotografiado en un áspero y desabrido blanco y negro en que tiene lugar el grueso de la acción.
Intentaré no reventarle nada a nadie que no la haya visto, pero tampoco voy a ser nada original: las escenas de las idas y venidas de la casa de campo y del regreso final a París me parecen extraordinarias, el modo que tiene Dassin de modular de manera creciente la tensión, de dar vueltas y vueltas de tuerca hasta crear un clima cada vez más angustioso y casi irrespirable es propio solo de los grandes maestros del género. Y qué decir de la antológica escena del robo, un prodigio de concisión narrativa y de pureza cinematográfica, esa media hora en completo silencio en la que Dassin logra convertirnos en atracadores y consigue que sudemos y suframos con ellos como si nos fuera la vida en que no hubiera ruido alguno.
Esta escena, además, no es solo ejemplar desde el punto de vista cinematográfico, sino que funciona, en mi opinión, como metáfora o ilustración de la idea que subyace en el fondo de la peli. Tras toda la meticulosa preparación que exige el robo, tras la angustia y el padecimiento y los sudores de su ejecución, un simple gesto, humano y, por tanto, gratuito, inútil e inevitable, echa abajo la frágil arquitectura teórica del plan y pone en marcha la maquinaria del destino que, como llevábamos rato sospechando, les espera ineluctiblemente a los protagonistas. Y es que no somos nada, amigos.
Normelvis Bates
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