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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
7
29 de octubre de 2022
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Proveniente de documentales en el mundo de los deportes, cosechado algún que otro premio, y con dos cortometrajes de poca monta («Unrivaled: Michael Chandler», de 2014, y «Blood Letter»), Drew Gabrewski hizo el salto a la gran pantalla con su primer largometraje «Be afraid», una pieza que sigue la línea tópica de las historias de terror en las que, en una familia que tiene la mala pata de mudarse a una casa o aldea embrujada, maldita, o en la que sucede cualquier tipo de fenómeno sobrenatural, uno de sus miembros sufre el acoso de uno o varios funestos entes: almas en pena, extraterrestres, demonios o cualquier otro tipo de criatura del inframundo.

Con una exigua recaudación de poco más de 100.000 dólares desde su lanzamiento en 2017 y sin demasiada repercusión mediática, ha sido un producto comercial que ha pasado bastante de puntillas entre un escaso público y una crítica profesional que, en general, no han dado muy buenas referencias.

Cualquiera podría pensar, pues, que al realizador no le valió demasiado la pena el esfuerzo de recrear una de las pocas historias en las que se hace referencia al síndrome de la parálisis del sueño (fenómeno del que podemos encontrar diversas explicaciones científicas, tanto desde la psiquiatría, la psicología o la neurología), en clave de quimera paranormal, como puerta de entrada de espíritus, duendes, monstruos y demás especies.

Un episodio de nuestra faceta del sueño que el director y su guionista (Gerald Nott) no saben aprovechar para reforzar el contenido de una trama muy simple, en la que unos bichos que los respectivos responsables de los departamentos de arte (Aaron Bautista) y de maquillaje (Ron Karkoska) nos hacen recordar a los que veíamos aparecer en el «Doctor Who», interpretado por Tom Baker (1974-1981), se dedican a atosigar a los más pequeños.

De cariz muy similar a las adaptaciones cinematográficas de las novelas de Stephen King, el escenario nos sitúa en un ambiente rural, separado de las grandes ciudades (lo que los taxonomistas de películas etiquetarían como «farm horror»), al que una parentela nuclear formada por el Dr.Chambers (Brian Krause), su esposa Heather (Jaimi Paige), su hijo de apenas 10 años Nathan (Michael Leone), acuden a instalarse, lejos del agobio urbanita.

A los que no tardará en unirse el hijo mayor, Ben (interpretado por el joven y guapo Jared Abrahamson), quien será componente necesario para la poco trascendente subtrama de amor entre él y Nikki (Noell Coet), la hija del Sheriff local, Martin Collins (Louis Herthum). Romance que el libreto introduce para completar el relleno de los 99 minutos de duración del filme.

En general, el «script» articula un argumento inconsistente y ensamblado con tiritas y pegotes de cinta adhesiva. No acaba de cuajar el elemento central del misterio de las desapariciones de infantes, con el «leitmotiv» de los terrores nocturnos de Nathan, que en su experiencia delirante ve aparecer la sombra de un ser ataviado con un sombrero y unas disformes extremidades, que harto nos recuerda el personaje de Freddie Kruegger, en una clara referencia o guiño a la saga de «Nightmare On Elm Street» (1984-1991).

En «Be Afraid» parece que asistimos a una especie de refrito de serie inacabada o abortada, de ritmo narrativo con constantes altibajos. Realmente, el asunto de este relato daría para una sucesión de varios capítulos, que permitiese contextualizar y elaborar mejor su urdimbre.

Pero a pesar del aparente endeble encaje de piezas narrativas de un conjunto que tiene no pocas lagunas y partes no explicadas, o a medio explicar, el manejo que Gabrewski hace de la diégesis, consigue mantener en tensión al espectador: con la intriga referente al origen de los monstruos que se apoderan de la prole de aquél vecindario rural, y la investigación que al respecto lleva a cabo el Dr. Chambers, con el objetivo último de proteger, y, si es preciso, hasta sacrificarse por su família (valor que envuelve toda la aventura).

El escalofriante prólogo, con una atmósfera delirante, representa un eficaz gancho que ya inmediatamente nos pone en ascuas ante la expectativa de sucesión de acontecimientos: armado con una escopeta, el breve, pero quizá el mejor interpretado personaje de Dean Booth (soberbiamente caracterizado y actuado por Kevin Grevioux), se adentra en un campo de maíz para enfrentarse a la misteriosa presencia que amenaza a su familia, en particular a su hija de cinco años, Emma. Para su desesperación y la de su mujer Christine (la ya veterana Michelle Hurd), la chiquilla ha desaparecido cuando el hombre vuelve a entrar en su casa.

Esta estremecedora introducción, con la que Gabrewski nos echa directo a su piscina, figura ser el obligado prolegómeno de lo que después acontecerá a la familia Chambers; allí donde fracasará Dean, el Doctor tendrá que ingeniárselas en una sucesión de pesquisas sobre el oscuro pasado de la población donde han ido a vivir, para salvar a los suyos del mismo destino.

En su camino, se cruzará con la arquetípica personalidad del representante de la Ley, que lejos de constituir un apoyo para el éxito de la misión del protagonista, acabará manifestándose como el poseedor del terrible secreto que encierra el misterio cuyo desvelo es la zanahoria con la que se pretende que marchemos al compás del guion. Aunque a veces, éste se torne parsimonioso y carente de inspiración. Incluso la esforzada tarea del elenco se diluye en este decaimiento, y parece mantenerse en línea plana en la parte central. Y es que Gabrewski focaliza mucho en el tema familiar y, aunque de modo edulcorado e idealizado, se entretriene a describir y a pasar algo más allá de la superficie en las relaciones entre los personajes.

De todos modos, se mantiene el suficiente grado de tensión por la dialéctica entre los personajes escépticos (incluida Heather, la mujer del doctor, al principio), ya sea porque no cabe en sus esquemas mentales cualquier relación de lo que ocurre con lo sobrenatural,
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Jordirozsa
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7
20 de octubre de 2022
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La hora y media larga de rollo para proyección en salas, venta y distribución de «Down a Dark Hall» (2018), o «Blackwood», sea cual fuere el título que se prefiera para bautizar esta pieza de Rodrigo Cortés, tuvo que esperar desde diciembre de 2016, cuando se terminó el rodaje, en una estantería, hasta que «Lionsgate» se decidiera a lanzar la película en España e Italia en verano de 2018, y casi al mismo tiempo la «Summit Entertaintment» en los USA, en modo VOD («video-on-demand), (en octubre del mimo año sería distribuida la edición en Blu-Ray y DCD por la «Lionsgate Home Entertaintment»). Más de dos millones y medio de dólares se consiguieron de recaudación, para una producción hispano-norteamericana que contó con una inversión de cuatro millones. Con lo que la cosa, por el momento, se ha quedado lejos de obtener pingües beneficios del producto.

Basada en la homónima novela de Lois Duncan (1934–2016), de 1974, cuarenta años después de ver esta obra la luz, fue adquirida por la ya antes mencionada mega distribuidora, para ser versionada para el audiovisual. Cortés fue elegido para pilotar el barco, cuyos constructores Mike Goldbach y Chris Sparling, autores del libreto, dejaron no pocos agujeros en el casco de la nave y un diseño poco aerodinámico y funcional de la misma. El director español tuvo que aprovisionarse de un buen equipo de calafateadores para mantenerla a flote, y de expertos remeros para hacerla navegar, no sin cierta pena, en una travesía que se puede hacer larga para los espectadores amantes de experiencias terroríficas «hardcore», incluyendo en ello sustos, hemoglobina y varios chillidos de pubescentes «slasheados».

Aunque presuntamente el «público diana» fuesen literalmente «jóvenes adultos» (no recomendada para menores de 16 años en nuestro país), es una historia perfecta para que ya la empiecen a ver chavales y chavalas más jóvenes, y tampoco es nada despreciable para los que ya tenemos alguna que otra granada. De hecho, si en «International Movie Database» nos fijamos en los «rankeos» por edades, son las personas de 30 tacos para arriba los que más votaciones emiten, y las mujeres de más de 45 las que mejor puntuación le dan, dentro del relativo descalabro que recibió la película entre críticas de profesionales, y comentarios u opiniones de aficionados.

Los tópicos de la adolescencia, y sus expresiones artísticas (en este caso la cinematográfica), no deben percibirse, pues, sólo para los propios adolescentes. Los de más edad, por consiguiente, también podemos llegar a vivir el argumento de la historia que se nos cuenta con harta identificación, ya sea por ser padres y/o profesionales que trabajan con «teens», o por el simple hecho de evocar una etapa de la vida repleta, tanto de los más nobles o elevados acicates del futuro, como de las más dolorosas pesadillas. Los vericuetos de esta parte del desarrollo humano, el epicentro de la temática que Cortés encarna en las cinco chicas jóvenes que, por sus conductas manifiestamente desadaptativas ante las exigencias de un mundo y un sistema que suele pasar olímpicamente de las aspiraciones, preocupaciones y miedos de quienes se hallan entre la infancia y la adultez, se ven «institucionalizadas» en un centro educativo (supuestamente de élite), para enderezar lo que se considera son sus descarriadas existencias.

Las manos de orfebre de Cortés nos invitan a, con él, contemplar, fundir, moldear, raspar y pulir una pieza que, de entrada, rechaza de plano el molde mercantil del cuchillazo, la menudería y los sobresaltos (alguno pone para que no digan los «adrenalinómanos»), para optar por un estilo más descriptivo y lo que llamaríamos «preciosístico», dentro del gótico que nos retrotrae a las versiones cinematográficas de los sets de Edgar Allan Poe. Tampoco cae en las ñoñerías caprichosas y estúpidas de producciones del estilo de la saga «Crepúsculo» (2008-2012), que puso de moda entre los imberbes (y las imberbas) la moda de ir con el rostro emblanquecido, y vestidos(as) y pintarrajeados todo de negro (¡por Dios, qué mal gusto!).

Cortés, con buen arte y oficio, echa mano del terror sólo como barniz envolvente de un valor que trabaja en este film, que es el de la complicada y difícil gestión de la primavera fisiológica, psíquica y espiritual de las personas. Tanto de sí mismas, como de quienes las acompañan en el proceso.

Jarin Blaschke, director de fotografía, cuida un trabajo en el que destaca su gran acierto en las texturas y las desaturadas tonalidades de las imágenes, consiguiendo gran eficacia en los juegos de luces y sombras; de hecho, si la película hubiese sido rodada en blanco y negro, bien se podría haber reflejado, en este aspecto, en clásicas piezas de horror de precedentes décadas. Por otro lado, los encuadres en el interior de la siniestra mansión, (el gran Hall de entrada; el ronco pasillo con débiles y titilantes luces; alguna habitación de las chicas; el salón donde Kit recibe sus clases de piano; el comedor; los recónditos, secretos y prohibidos recovecos de la casa…), a medida que van desfilando por la línea de las sucesivas escenas, no nos permiten demasiado hacernos una idea de conjunto del «mapa visual» del caserón. Esta falta de continuidad, sumada a que la cosa se pasa de oscuro en algunas secuencias, en las que nos harían falta correctores oculares de visión nocturna (entonces peor, porque se vería todo de color verde), provoca cierta incómoda sensación en el espectador, tanto en lo que se refiere a ubicación, como incluso a seguimiento del relato.

Sin embargo, ello no quita efectividad a un «set» primorosamente confeccionado, al detalle, en el que planos como el de la puerta que marca la linde hacia lo insondable, lo numénico que se revelará en la conclusión, cuya llave se reserva Cortés para el tercer acto, es digno de referentes de culto como «Secret Beyond the Door» (1947), de Fritz Lang, en el efecto de crear misterio en la tenue pero bien sostenida atmósfera.
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Jordirozsa
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6
15 de octubre de 2022
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John Lee, quien antes de ocuparse como director y guionista, ejerció un tiempo de abogado, ha probado su valía en ambas tareas de la cinematografía, desde hace ya más de veinticinco años, con todo tipo de películas: animación, «thrilers», policíacas… de entre sus títulos más conocidos cabe destacar «El Álamo: La Leyenda» (2004), con Dennis Quaid; «The Blind Side» (2009), con Sandra Bullock; y, más recientes, «Emboscada Final» (2019), con Kevin Costner; la serie «Paradise Lost» (2020), con Josh Harnet; y, la última, «El Teléfono del Sr.Harrigan» (2022), con un deslumbrante Donald Shutherland.

No se puede negar el trillado bagaje de un cineasta que en «False Positive» («Oscura Verdad»; manda huevos con las dichosas traducciones al castellano, quizás para sugerir más siniestralidad por puro márquetin), se alía en la confección del libreto con la protagonista de la cinta, Iliana Glazer, para construir una agria crítica de la época en la que vivimos, usando el lenguaje de la ironía, la sátira, el sarcasmo, con toques oníricos, surrealistas, en los que no falta algo de «gore».

Sobre esta pieza abundan, tanto las comparaciones con «Rosemary’s Baby” (1968), como las ya cansinas interpretaciones, tan social y políticamente instrumentalizadas sobre los roles de género. A mi modo de ver, más allá de la temática de la maternidad, para lo que Glazer fue de inestimable ayuda a Lee, sobre todo en lo que a la experiencia de este maravilloso proceso del ciclo vital se refiere, la simbología de la película (tanto la más explícita, como la que queda en el sustrato de su semiótica) tiene unas connotaciones que pueden implicar, de manera universal, la vivencia de cualquier ser humano.

Los valores (mejor dicho, contravalores: abuso, violencia encubierta, traición, infidelidad, engaño…) que salen a relucir en esta historia, configuran un cruel retrato de la colectividad humana actual, su contexto, y los poderes que la manejan.

Del mismo modo en el que, bajo el vestido de lo «diabólico» o «satánico» del filme de Polanski, subyace un severo alegato contra la estructura y la dinámica sociales de aquella época, en «False Positive», bajo esta misma clara reprobación, adaptada a nuestros tiempos («en el fondo, nada cambia»), se esconde lo que en una óptica espiritual simbolizaríamos como «el Reino del Mal». Magistralmente caracterizado como su mismísima encarnación con el Dr.Hindle. Interpretado por Pierce Brosnan, siempre tan brillante en sus roles más dramáticos, como en los que, en este caso, hace gala de este humor ácido y perverso, de personajes fríos, egocéntricos, faltos casi de toda empatía y que tratan al prójimo como mera fuente de placer, o como objeto para el que se tiene «licencia para violentar» o, incluso… «para matar» (¿007?). El perfil de James Bond, vamos. Y no sé por qué, se me antoja que el ya fallecido actor Roger Moore, en sus buenos tiempos, habría encajado también perfectamente en este rol.

Brosnan, es pues, el contrafuerte antagónico que representa todo aquello que los «valores democráticos» censuran, aunque para él, sus medios son igualmente legítimos para conseguir lo que dichos valores pretenden, tal y como desvela en su alocución a Lucy (Glazer), en la última escena.

No es la primera vez que encontramos a un actor o actriz del mundo de la comedia metido en películas de misterio, terror o suspense. En su haber, Glazer se ha dedicado casi en exclusiva a este estilo interpretativo, pero demuestra su gran versatilidad, dando vida a un personaje que está a las antípodas de lo cómico, aunque el contexto del relato en el que se desarrolle tenga más de un toque (muy sutiles, eso sí) de comedia.

Soporta el centro de gravedad del peso actoral, y es capaz de ponernos en su perspectiva con la complicidad absoluta de la cámara de Pawwel Pogorzelski, quien, con los efectos lumínicos, de textura y de color (el sangriento rojo que inunda los momentos de más intensidad onírica), figura muy eficazmente el debate en el que se tiene la protagonista, entre una asfixiante realidad y el delirio surrealista que la aboca a una especie de mundo psicótico.

El «set» en su conjunto, compartimentado en los espacios de la clínica del Dr.Hindle, donde en apariencia todo parece bien puesto, ordenado, limpio, e iluminado y decorado para infundir la tranquilidad de que el erudito facultativo salva a desoladas parejas de la terrible angustia de no poder tener hijos; el tan falsamente confortable y moderno hogar donde moran Adrian y Lucy, cuyo estándar de vida se nos describe como lo que llamaríamos de «clase media-alta» (él también es médico); la sobria y resplandeciente (a la luz natural del día) oficina donde ella trabaja… y donde también quedará patente que sólo la quieren para aprovecharse de su trabajo; los tan desenfadados como artificiosos encuentros con las amigas, en los que se percibe una cruel frivolidad ante el sufrimiento de Lucy… todo ello, con los encuadres que apenas salen de primeros o medios planos, nos ubica en una jaula de oro, de la que poco a poco vamos tomando conciencia.

A parte de la terapeuta a la que acude, en quién ella ve en su estado de enajenación a la mística Grace Singleton (un escueto pero firme rol actuado por Zainab Jah), representación de esa voz interna del inconsciente que acaba por hacerle abrir los ojos a la objetividad tangible, el resto de personajes, incluido su marido, acabarán descubriéndose «cómplices» de Hindle, y por lo tanto de no fiar en la desesperada andanza de Lucy para demostrar que sus intuiciones eran ciertas.

Si exceptuamos a la enfermera Dawn (bella emulación de la sádica Srta.Ratched de «One Flew over the Cuckoo’s Nest», 1975), a cargo de la rubiales Gretchen Mol, que en el postizo entorno de la impoluta clínica, con uniformes sanitarios rosa y sonrisas «profidén» ya genera malas vibras desde el inicio, el espectador va acompañando a nuestra principal en el gradual proceso de pérdida de confianza, sospecha y decepción última que le acarrean,
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Jordirozsa
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7
12 de octubre de 2022
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Jim Mickle, director de productos más personales en los que él coescribió el guion («Mulberry Street», 2006; «Stake Land», 2010; «We are What We are», 2013), empezando con el género del terror, y marcándose su mejor tanto con el thriller dramático «Cold in July» (2014), fichó para Netflix en el rodaje de «In the Shadow of the Moon» (2019), cuya (para variar) chapucera traducción al castellano me abstengo de escribir.

Desde que en 1960 George Pal llevara a la gran pantalla, con Rod Taylor a la cabeza del reparto, la novela de H.G. Wells con «Time Machine» (después vendrían, la serie de 1976 «The Time Machine» protagonizada por John Beck, y la de 2003, dirigida por John Wells y protagonizada por Guy Pearce y Jeremy Irons), en la literatura cinematográfica se han lanzado infinidad de películas en las que la fantasía de viajar a otros tiempos o épocas ha sido el tema escogido, en algunas con asesino incluido en el pasaje. Mi favorita, la de Nicholas Meyer, «Time After Time» (1979), con Malcom Mc.Dowell y David Warner, y una de las más maravillosas partituras de Miklós Rózsa. Con ésta, y después la saga de «Terminator» (1984-2019), que contribuyó a la consolidación de la carrera de Arnold Schwarzenegger, la masa madre de los saltos temporales fue siendo complementada de la ciencia ficción y las aventuras, a la acción, lo policíaco y el misterio.

«In the Shadow of the Moon», para regocijo de los «freaks» de la etiqueta, es igualmente una especie de parrillada de lo que algunos llaman géneros, pero así como en otras producciones como las ya citadas, que saben burlar hábilmente la categorización, por ser una amalgama personal, muy bién ensamblada, de sus autores (y en ello siempre me gusta incluir a todo el equipo y reparto), en el caso de Mickle la mezcla no acaba de fraguar.

En este sentido nos queda un potaje con grumos, que podría ser de difícil digestión si no fuera porque el realizador demuestra cierto arte en los condimentos, y el ingrediente estrella, Boyd Holbrook, ombligo indiscutible de la historia, les salva el culo a todos. El personaje de Locke, no sólo es el hilo conductor de Ariadna en una laberíntica trama de saltos en el tiempo, sino que es el epicentro de la misma, así como el punto de identificación en el que la audiencia focalizará su atención.

Su evolución como personaje a través de los diferentes actos de la película, claramente diferenciados por los segmentos episódicos que marcan los períodos de nueve años (36 en total, con lo que asistimos a una buena parte de la evolución de su ciclo vital, desde su juventud adulta, prácticamente hasta su senectud), se centra en la persecución obsesiva de la misteriosa asesina, que va reapareciendo para dejar tras de sí una serie de cadáveres, cada vez que hace su puesta en escena. El proceso de degradación bio psico social que hace Lock en casi siete lustros, durante alrededor de cien minutos de metraje, me recuerda mucho al proceso que, en una cinta mucho más larga, que figura un período más corto de tiempo, interpreta Jack Nicholson en el film «The Pledge» (2001), dirigida por Sean Penn, y basada en la novela homónima de Friedrich Dürrenmatt (1958), «Das Versprechen» (encarecida recomendación de leer el libro antes de ver la película), en donde un policía a las puertas de la jubilación, ve transformada su investigación en una enfermiza obsesión.

Como en las fases lunares, del cuarto creciente a la luna nueva, las cuatro secciones de la película reflejan la luz o esplendor de la vida y carrera de Locke (su ascenso en el cuerpo), en contraste con sus sombras (la muerte de su mujer en el parto, la dejadez en el cuidado de Amy…). Al amparo de estas partes más oscuras se desarrolla la «carrera» antagónica del personaje de Cleopatra Coleman (Rya), que precisamente queda (metafórica y redundantemente), a la «sombra» de Boyd Holbrook, quien tiene la capacidad de absorber al espectador como esponja al agua, tanto por la presencia que le exige el guion, como por su buen hacer dramático ante la cámara (ya no tanto por los cutres apaños en su caracterización, basados simplemente en el pobre trabajo de los «hair stylists»).

Ambos sostienen el transcurso de la historia, con el apoyo de los secundarios: Michael C. Hall (Holt, superior en el cuerpo de policía y cuñado de Locke), Bokeem Woodbine (Maddox, compañero de Locke), Rudi Dharmalingam (Naveen Rao, físico y artífice de los saltos en el tiempo, que se nos antojará más villano que Rya) y las jóvenes Quincy Kirkwood y Sarah Dugdale (en el papel de Amy, la hija de Lock, en diferentes épocas). Todos ellos desempeñan sus roles muy decentemente, en la configuración del entorno social más proximo del principal.

Sobre un argumento cuya clave se nos irá desvelando poco a poco, casi a la par que Locke va encajando las piezas de su rompecabezas (aunque por momentos se escapa un margen de previsibilidad que nos anticipa al personaje), el libreto de Gregory Weidman y Geoffrey se estructura sobre las dos subtramas: la principal, la investigación de Locke, por un lado, y la de los saltos al pasado que realiza Rya, más en segundo plano. Ambas confluyen en sentido opuesto, en términos diegéticamente cronológicos, creando un efecto que refuerza la tensión narrativa en el ritmo y contribuye a que éste no decaiga, a medida que avanzamos acompañando a Locke en sus indagaciones, al paso de los años. Lo cierto, es que en contraste con el primer acto, en el que Mickle se prodiga en las escenas de acción (muy bien rodadas y montadas, todo sea dicho de paso), en los posteriores episodios (salvo el último), se prioriza en los aspectos más dramáticos de los personajes, y si bién el monto de misterio y/o suspense mantiene las constantes de la cadencia del compás, la ralentización es ostensible, y el efecto en el espectador, indeseado, pues habrá quien lo resalte como uno de los peores defectos de la cinta.

A pesar de todo, los saltos en el tiempo en intervalos de nueve años, justificados narrativamente
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Jordirozsa
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5
4 de enero de 2023
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La propuesta que Dan Bush nos pone sobre la mesa, diez años después del debut con su más conocida «The Signal» (2007), presentada en Sitges y con dos nominaciones, marca su vuelta a un cine de terror que ya en su primicia mezcló con otros subgéneros, y aquí claramente apuesta por una insólita hibridación del tópico de los gánsteres y asaltos a bancos, a mano armada, con el terror.

Por un lado, un tan arriesgado como innovador cruce que, en esencia, implica un plus de atractivo en las curiosas expectativas de un público no demasiado avezado a tal combinación (pero que ya hemos visto en «Don’t Breathe» (2016), o en la surafricana «From a House on Willow Street» (2016), y que podría sonar, de buenas a primeras, a lo que análogamente en cocina serían unos espaguetis con mermelada.

Sólo por lo atrevida (y, si me apuran, hasta insolente) que se antoja tal aleación ya merece la pena meter el hocico en el pase de la propuesta, aunque sea para catar el tan estrambótico como desconocido sabor de la receta. Especialmente, en unos tiempos en los que, a pesar de que todo ya está inventado en el cine, a pesar de que algunos sectores frikis hayan «inventado» (valga la redundancia) y adoctrinado al populacho sobre esta manida entelequia de la creatividad en un oficio en los que muchos repiten más que el ajo (como loros amaestrados muchos de ellos o ellas), que la industria del cine está falta de ideas; un mantra tan sobado por el que si no vemos a un equipo de dirección haciendo piruetas funámbulas en la cuerda floja en la que tenemos puesto al Séptimo Arte, ya no hallamos motivos para otorgar a su proyecto una buena reseña y/o calificación.

Dan Bush sigue la consigna de un trazado lineal del guion que coescribe con Conal Byrne; una estructura sobre la que intentará ejecutar sus equilibrios con majadera chapucería, siendo el producto final un ensamblaje carente de una estructura narrativa unida, coherente y de conjunto entre los dos tópicos básicos sobre los que se levanta. Obteniéndose una rara emulsión, de desigual y desequilibrada eficacia, que divide la película en dos hemisferios que andan al paso, cada uno a su bola, como dos subtramas independientes. Entre ellas, como tiritas de cinta adhesiva para juntarlas, se añade el drama de las relaciones socioafectivas entre los personajes protagonistas, cuyo entramado es como endeble puente de cuerdas que se tiende entre el «heist» y el «slasher».

El alegato de bajo presupuesto en muchos comentarios de los que he leído, así como la pretendida etiqueta de serie B que le acuñan no pocos, no son excusa para la falta de arte y pericia de Bush en intentar coser las dos claramente diferenciadas fracciones del metraje (temáticamente hablando), y dar consistencia a un «script» que pretende salvar los muebles como quien aparca un coche, abollando el de delante y el de atrás a base de golpes y empujones.

Por lo tanto, ni el mal removido brebaje en su coctelera, ni el pretendidamente sorpresivo giro final con el que se busca justificar el casi cameo de James Franco (cuyas efímeras apariciones en escena no van más allá de una etérea presencia sazonada de un monoexpresivo y fruncido rostro que recuerda a aquél, desencajado por el dolor de la úlcera estomacal, de Gary Cooper en sus últimas cintas), logran conducir el navío de Bush por encima del mero entretenimiento.

James Franco parece más una momia o una planta de la oficina bancaria, que no el subgerente de un banco. De él apenas recordaremos un mostacho bajo el cual se esconde su impasibilidad cual burladero en la plaza de toros, al estilo del expresidente José María Aznar.

Donde acierta más el cineasta, es en la introducción, y en la primera parte o acto, al que la primera desemboca directa al grano, con el grupo de atracadores tomando la sucursal bancaria después de una brevísima e intensa presentación del contexto; interpretados por Scott Haze, Francesca Eastwood (lo único bueno que vemos exhibir es el nombre del mítico padre de la actriz, caracterizada al estilo gamberro de Uma Thurman a lo «Kill Bill», y feorra de cojones) y Taring Manning (los hermanos Dillon, con los que poca diferencia guardan los hermanos Dalton de las animadas de «Lucky Luke»), y sus dos comparsas, encarnados por el ya fallecido Keith Loneker (Cyrus) y Michael Milford (Kramer).

Los motivos de este clan de delincuentes, que se tiran a dar el palo para echar una mano a Michael, el hermano que representa que tiene problemas financieros con prestamistas de los bajos fondos, aspiran a que una parte de la audiencia desarrolle sus procesos de identificación con los ladrones: a ello puede contribuir el que la consigna entre los malhechores sea la de que nadie de los posibles rehenes salga herido o muerto durante la perpetración del robo.

Aunque no se profundiza demasiado más sobre el qué y/o el cómo se ha juntado el hatajo de criminales, se hace patente que su desesperación por el dinero, también puede justificar la laguna narrativa del libreto, de que no se hayan tomado demasiadas molestias en investigar el historial de la oficina bancaria a la que deciden saltear; algo que confiere cierta inverosimilitud, pues se plantea, o por lo menos así se nos pinta, que el plan de los bandidos no carece de planificación, preparación y coordinación entre ellos. Lo cual resta coherencia y hace contradictorio el que unos asaltantes relativamente experimentados, o que como mínimo saben lo que tienen que hacer en esta situación para la que parece que se han ensayado un poco, no tengan ni idea de lo que les espera en el edificio.

El ritmo lento de la primera parte no ayuda a esclarecer la confusión que sigue el sustrato de la historia o los antecedentes de los atracadores (ni el de los empleados del banco), ni el desarrollo de los acontecimientos, una vez adentrados en la segunda sección, en la que éstos entrarán en contacto con lo sobrenatural. Hasta entonces, todo sigue el perfil de las antiguas películas de cine negro de los años 50,
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Jordirozsa
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