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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
4
5 de noviembre de 2009
18 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hubo una época, allá por los años 70 y 80, en que la sola visión del agua podía causarnos, a los más tiernos aficionados al cine, un terror insuperable: tiburones, orcas, tintoreras, barracudas, pulpos, pirañas y demás bichos que pueblan ríos, mares, lagos, embalses, pantanos y acequias se apropiaron de la pantalla y desde allí se dedicaron a conspirar, los muy cabritos, contra los torpes e indefensos seres humanos. Fue entonces cuando aprendimos que meter un pie en el charco equivocado podía pagarse muy caro.
Sólo faltaba que a alguien se le ocurriera añadir a la larga lista de criaturas acuáticas con instinto asesino a la nueva especie animal que protagoniza esta peli, surgida de una mutación debida al consumo de salmón manipulado genéticamente en una fábrica de conservas (!!!) para acabar de acojonarnos definitivamente. Cualquiera se va de vacaciones a Salou con estos humanoides anfibios cubiertos de algas, líquenes y mocos rondando por la playa y dispuestos a arrancarte de cuajo el careto con sus enormes zarpas y su afilada dentadura . Eso si eres un tío, claro, porque se ve que estos machotes se aburren tanto, tan solitos en el fondo del mar, que en cuanto huelen a una rubia macizorra tratan, los muy marranos, de perpetuar su especie con ella, dando pie a sugerentes escenas de amor sobre la arena que levantarían las iras de la picajosa Ministra de Igualdad. Feos, cachondos y repudiados: unos incomprendidos. No es extraño que los cafres marinos les cojan tirria a los humanos y les dé por sabotear las fiestas del pueblo de la manera más bestia posible.
Como en todas las pelis de este estilo, la cosa empieza con una serie de acontecimientos extraños a los que nadie, salvo algún lúcido lugareño, presta atención, hasta que se desata el desastre, que el señor “Ya-os-lo-avisé” será el encargado de atajar. Un Doug McClure más tripón de lo habitual será el pescador juicioso que, con la ayuda de un indio ecologista y de una doctora que ejerce, según sus propias palabras, de “científica profesional”, trate de acabar con estos libidinosos bicharracos. Mucha cámara subjetiva, mucha toma subacuática, bastantes disparos y explosiones y sustos y golpes de efecto, casquería a discreción, una pizca de mensaje políticamente correcto (paz entre razas, el respeto a la naturaleza frente al progreso), los adolescentes en celo de turno y muchas, muchas rubias (en salto de cama, en bikini o a dominga limpia), en una peli que, pese a sus evidentes limitaciones de todo tipo, no deja de tener su gracia, más que nada porque es más bruta y lerda de lo que suele ser habitual en este tipo de productos. Tal vez se deba a que fue producida por el mismísimo Roger Corman, que ideó, al parecer, una de las escenas más sanguinolentas de la peli, a medio camino entre “Alien” y “V”.
No dejéis, en cualquier caso, que la vean los niños. No por el sexo, ni por la sangre. A ver quién es el guapo, después de ver esta peli, que les convence de que hay que comerse el pescado.
Normelvis Bates
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8
29 de octubre de 2009
18 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si a uno le dijeran, sin más, que “Cenizas y diamantes” es una reflexión acerca de las expectativas de la sociedad polaca y del posible destino histórico de aquel país inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, lo más probable es que prefiriera pasar la tarde dándose de ladrillazos en la cabeza antes que sentarse a ver esta peli, cometiendo así un tremendo error.
Por fortuna, Andrzej Wajda es un acérrimo enemigo de intelectualismos, que, dice, alejan a los espectadores de lo que ocurre en la pantalla (“Mi divisa: presentar héroes románticos en situaciones dramáticas”), de modo que renuncia a soltar aburridas peroratas o a pintar solemnes frescos históricos y se ciñe a las reglas del “thriller” clásico para contar la historia de Maciel Chelmicki, un joven nacionalista que, justo tras la victoria sobre los nazis, recibe el encargo de eliminar a Szczuka, un alto cargo comunista que acaba de volver a su país natal. La aparición de una guapa camarera perturbará el plan inicial, sumiendo al joven en un mar de dudas y obligándole a elegir entre unos ideales políticos que le obligan a matar y a vivir huyendo siempre y el deseo de aprovechar la vida al máximo junto a su chica, sin atarse a credo alguno.
Wajda sitúa en primer plano el drama humano de los protagonistas, atrapados en unas circunstancias de las que no pueden evadirse y que condicionan cada uno de sus actos. Las celebraciones del 8 de mayo de 1945 traspasan de este modo la condición de simple fondo en que se encuadran los hechos narrados para convertirse en un elemento determinante del devenir de la acción. El espectador concentra su atención en la historia de Chelmicki y la camarera, pero se ve forzado, de vez en cuando, a lanzar miradas a otras acciones colaterales, como la larga y enfebrecida cena de celebración o los diálogos que mantiene Szczuka acerca de su pasado inmediato o del futuro polaco, porque el hábil Wajda consigue hacerle intuir que son también relevantes para comprender cabalmente la historia de los protagonistas. A ello contribuye también la aparición recurrente de una serie de símbolos (el caballo blanco, los vasos de licor flameante, las sábanas...) que clarifican la significación final de la película.
La resolución formal de “Cenizas y diamantes” es realmente espléndida. Combina elementos procedentes del cine negro clásico con sugerentes recursos plásticos de clara raigambre expresionista (luces y sombras, humo, neblina, planos angulados, contrapicados, personajes y situaciones absurdas u oníricas...), que cristalizan en escenas de gran fuerza expresiva, que perduran en la memoria del espectador, como ese abrazo mortal bajo los fuegos artificiales, ese final de hiriente lirismo o, por supuesto, la escena cenital de la película, esa conversación en la iglesia en ruinas, presidida por un Cristo invertido. Sonará a tópico, lo sé, pero esta peli conviene revisarla de vez en cuando, porque gana con cada nuevo visionado. Mira, tal vez hoy mismo lo haga.
Normelvis Bates
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5
4 de marzo de 2011
42 de 67 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una mañana, al despertarse, lo primero que hizo Darren Aronofsky fue, como siempre, mirarse al espejo. “Espejito, espejito, ¿de quién es el ombliguito más bonito?”. “Tuyo, por supuesto”, dijo Darren impostando la voz. “¿Qué clase de broma es ésta? ¿De quién coño iba a ser, si no?”. Una sonrisa aviesa iluminó su rostro: una mañana más, había triunfado. Pensó en el cuchillo del cazador, en un tajo abierto en el pecho y en el corazón chorreante de sangre de Blancanieves y se sintió aliviado, aunque sus hombros se combaron bajo el terrible peso de la perfección: qué vida más dura y sacrificada la de los genios, dios mío. Darren volvió a mirarse en el espejo. Qué hermoso espectáculo. Se puso de perfil y se palpó el abdomen. Era tan terso y duro, qué poderosos se intuían los músculos bajo la piel, qué suave e incitante era el vello que coronaba aquel pequeño orificio, cuya voz le convocaba, como cada mañana, a una cita secreta consigo mismo: déjate llevar, Darren, déjate llevar. Hazme tuyo una vez más. Darren cerró los ojos y, muy lentamente, paseó sus manos por su cuerpo, disfrutando del tacto incomparable de su piel perlada de sudor nocturno, de aquellos delicados pelillos erizados de placer. Cuando las yemas de sus dedos acariciaron los bordes de aquel oscuro y cautivador abismo, Darren sintió una sacudida eléctrica que a punto estuvo de hacerle perder el sentido. Qué maldición la mía, pensó. Ser un elegido entre la multitud, un bello e incomprendido cisne entre miles de patitos feos. Súbitamente, Darren abríó los ojos y los dirigió de nuevo hacia el espejo. Un cisne, un cisne, un cisne. Corrió hacia el escritorio, buscó febrilmente un papel y un bolígrafo y tomó nota a toda prisa: cisne, espejo, cuchillo, tajo, sangre, Blancanieves, madre, vida dura y sacrificada, perfección, caída, abismo, dejarse llevar. Exhausto tras tan supremo acto de creación, se dejó caer pesadamente sobre la cama. Su mano se deslizó de nuevo hacia su abdomen, dejó atrás su ombligo y se introdujo blandamente bajo los pantalones del pijama. Con la mano que le quedaba libre, Darren apuntó una última palabra en el papel. Ahora lo tenía todo. Sonrió y cerró los ojos. Era feliz.

Como toda historia apócrifa, esta narración no pretende ser verídica ni está sujeta, por tanto, a la comprobación. Es una simple conjetura, una hipótesis acerca de por qué alguien con indudable talento para la dirección, la imaginería visual y la escenografía acaba siempre en manos del narcisismo y la gratuidad, de las analogías burdas, de los cargantes subrayados musicales, de los golpes de efecto de tres al cuarto, del sensacionalismo sanguinolento y sexual, de los tramos finales desaforados, ridículos, cursis y grandilocuentes, de las aspiraciones operísticas ahogadas en el caldo de pollo en mal estado que debió de tragarse la pobre Natalie Portman para acabar como una chota, criando plumas y, como diría Cruyff, con la gallina de piel. A no ser que vosotros tengáis una explicación mejor.
Normelvis Bates
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6
8 de julio de 2010
24 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque siempre quedarán candorosos pipiolos dispuestos desde su púlpito a intentar convencernos de lo contrario, las mejores intenciones, en arte, no siempre se corresponden con unos resultados formales a la altura de su bondad ética o ideológica. Juzgar negativamente las colosales películas de Griffith o Riefenstahl sólo porque (legítimamente, faltaría más) nos repugnan el ideario político que defienden o su función propagandística de valores que, con todo el derecho del mundo, nos pueden parecer inmundos y despreciables, no sólo es injusto y poco respetuoso con el gran talento de sus autores, sino tramposo y abiertamente hipócrita.

Dando por sentado que nuestras creencias son una vara de medir legítima a la hora de enjuiciar una película y loándola o aborreciéndola sólo (ojo con el sólo) en función de su fidelidad a la rectitud moral o ideológica que predicamos, no hacemos sino abrir la puerta a que cualquiera pueda, a su vez, hacer lo mismo desde su propio sistema ético, por discutible o directamente repugnante que éste sea. No hay, en el fondo, demasiada diferencia entre el racista extasiado ante “El nacimiento de una nación” sólo (de nuevo el sólo) por su angelical visión del KKK o el nazi que aplaude con lágrimas en los ojos “El triunfo de la voluntad” por su exhibición del poderío ario, y quienes excomulgan a Ford, Fuller o Peckinpah bajo la peregrina acusación de fascistas mientras ensalzan, a la vez, auténticos truños, únicamente porque masajean su recta e incontrovertible (o eso creen ellos) concepción del mundo.

Nada más fácil que sentir admiración por ese puñado de artistas e intelectuales que desafiaron el silencio de las pusilánimes democracias occidentales y se posicionaron abiertamente a favor de la legítima República española. No sólo eso: financiaron de su bolsillo proyectos como éste, que denunciaban la situación de indefensión de la población civil ante las salvajes tácticas militares empleadas por el bando franquista y las tropas del Eje. Qué más noble que luchar contra el código Hays, contra organizaciones tan siniestras como la Legión de la Decencia o los Caballeros de Colón, que montaron piquetes ante los cines, o la misma Iglesia católica, que instó a los feligreses a que la boicotearan. Qué intenciones encontraríamos mejores y más dignas de encomio.

Y sin embargo, los resultados son más bien pobres. Apresurada, confusa, maniquea y panfletaria, “Bloqueo” contiene tópicos y dislates a mansalva y es, a pesar de sus aciertos parciales, una peli mediocremente construida y realizada, que nada a la deriva entre la denuncia, la intriga y el romance. Algunos de sus males son perfectamente explicables por las circunstancias en que fue rodada (*), pero lo cierto es que su escaso interés es hoy puramente testimonial: es un estupendo y descorazonador documento de la inutilidad de los buenos sentimientos, del arte como arma cargada de futuro. Aviones, no películas, eso necesitaba la República: el celuloide no mata fascistas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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10
4 de agosto de 2010
21 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si alguna vez vais a Italia, ni se os ocurra alquilar un coche. Por poco que apreciéis vuestro pellejo os mantendréis alejados de ese asfalto terrorista y atestado de vehículos, construido en gran medida con cemento empobrecido, gentilmente suministrado (a un precio muy razonable) por cualquier clan mafioso; de esos conductores fantasma que salen de ninguna parte para adelantarte en plena curva y con un camión de cara y desvanecerse en el horizonte, acto seguido, sin dejar rastro alguno; de esa señalización indescifrable o directamente inexistente, destinada, sospecho, a llevar a quienes tratan de averiguar su significado a la desesperación y la locura.

A veces, sin embargo, no nos queda más remedio que sentarnos al volante y aguantar lo que nos echen, sea lo que sea. Es entonces cuando se agradece tener un buen compañero de viaje, alguien que sostenga el mapa (por inútil que éste resulte) y nos indique (generalmente tarde) dónde había que girar o pararse, que nos dé conversación o bebida queramos o no, que ponga música aunque no nos apetezca, que exalte y aplaque, alternativamente, nuestros nervios y estados de ánimo. Una persona que ponga de tal modo a prueba nuestra paciencia que ésta sea incapaz de prescindir ya de ella.

El matrimonio, supongo, es una experiencia muy parecida a conducir por Italia. Uno nunca sabe a dónde le conducirá exactamente esa carretera desmigajada y repleta de parches, qué o quién puede estar acechando tras la siguiente curva o más allá de cualquiera de sus inverosímiles rotondas, cuándo se cruzará en nuestra ruta algún triciclo criminal, una vespa lunática, algún desquiciado autobús escolar. Me imagino que eso es, precisamente, lo que da sentido al camino. Saber que el mundo gira sin motivo, que los caminos se borran y que no hay señales que valgan, porque nada nos conduce a un destino que no existe. Compartir la perplejidad, celebrar el caos, saberse acompañado en la absurdidad de la vida.

“Dos en la carretera” no transcurre en Italia, sino en Francia, pero sigue siendo, 43 años después y pese a su falso aire de comedia ligera, la disección más mordaz, lúcida y descarnada de la institución matrimonial que recuerdo haber visto. Es cierto que el tiempo, en algunos aspectos, no ha pasado en balde para ella (ay, esos momentos cinexín), pero no hay aprendiz de montador o guionista que pueda permitirse el lujo de prescindir de su visión, contiene la mejor interpretación de Audrey Hepburn y una de las mejores de Albert Finney y cuenta con un hermosísimo tema central de Henry Mancini, tal vez la más delicada y conmovedora de sus composiciones. Hay risa y hay amargura, hay ingenuidad y cinismo, bromas y broncas, amor y aborrecimiento. Porque los kilómetros pesan y es inevitable cansarse al volante, y es muy probable que sólo quien conozca el cansancio y el desaliento del camino compartido entienda que ésta sea una de mis (nuestras) películas favoritas, más que nada porque está a tu altura, amiga, compañera de viaje.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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