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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 154
Críticas ordenadas por utilidad
9
6 de noviembre de 2015
17 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando uno está en el otro extremo del mundo, no exactamente en nuestras antípodas, pero sí bastante lejos (“En el Japón, miá questá lejoh el Japón”, como decían los de No me pises, que llevo chanclas), es el mes de diciembre y hace un frío que pela, vosotros me vais a disculpar, queridos hermanos, pero lo que más se agradece es una sonrisa de oreja a oreja multiplicada por el número de camareros que tenga la cafetería o el restaurante, una sonrisa coral, por lo tanto, y estas palabras: “Arigato gozaimashita”. Acto seguido, como por arte de birlibirloque aparecerá delante de tu entumecido rostro un té, pidas algo o no pidas nada. Simplemente por el hecho de haber entrado en esa cafetería (salvo que sea un Starbucks) o restaurante (salvo que sea un McDonald’s). Luego pides algo, pues claro que pides algo, si lo que tú quieres es que esa amabilidad no se acabe nunca.

Y puede que sí, que vale, que no se trata de una sonrisa sincera, y que probablemente detrás de ella se ocultan estrategias comerciales. Probablemente, no: seguro. Pero cuando, insisto, estás en la condiciones supradicta, lo que más se agradece es un gesto de cordialidad. Porque en Japón ocurren esas cosas, que la más rabiosa modernidad cohabita con las modalidades más tradicionales de vida. Muy ostensible en Kioto, pero también en Tokio, donde una misma zona, el barrio de Harajuku, donde el barroquismo cospley comparte espacio con un parque donde se celebran las bodas de siempre, con sus kimonos y trajes de toda la vida. Tan ricamente.

Bajo esas premisas, acaba de llegar a las pantallas españolas Una pastelería en Tokio (2015), de Naomi Kawase, que abrió el Festival de Cannes, dentro de la sección “Una cierta mirada”, y ha formado parte del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF), así como de la Semana Internacional de Cine de Valladolid (SEMINCI), donde fue galardonada con la Espiga de plata a la Mejor dirección, un dato que, por la proximidad en el tiempo, no ha sido posible trasladar aún a la cartelera del filme.

Sin embargo, no ha sido en Valladolid donde pude verla, sino ya en las pantallas una vez que ha iniciado su andadura en la exhibición en nuestro país.

Varias son las maneras de aproximarse a esta película, que además serían válidas, como un análisis de tres generaciones diferentes personificadas por la anciana Tokue, Sentaro, el encargado de una microtienda de dorayakis, que debe andar por la treintena, y una adolescente escolar, con su uniforme académico incluido. Nos hallaríamos así ante un entramado que conjuga pasado, presente y futuro, respectivamente, totalmente aceptable, como digo, lo cual además nos permite una estructura alrededor de los tres ejes cartesianos esenciales. Pero prefiero abordar mi análisis desde otro punto de vista.

Y es que, efectivamente, ¿qué cabe espera de una película que se inicia con el esplendor de los cerezos en flor en un barrio de Tokio? Belleza, belleza y belleza, es decir, belleza, que no sé si he mencionado ya. Porque el argumento se puede resumir en muy pocas palabras: una anciana de 76 años que padeció una terrible enfermedad en su adolescencia (no voy a desvelar cuál) empieza a trabajar en un minicafetería de dorayakis, cuyo encargado es el treintañero al que hemos aludido más arriba, y una de sus más fieles clientes es la escolar, de la que también hemos dicho ya algo. Y ya está: a pesar de que el filme está basado en una novela de Durian Sukegawa, el guion básicamente no tiene más acciones que las anteriores.

Ahora bien, si Kawase ha sido galardonada con la Espiga de plata de Valladolid es por algo, y ese algo es, por ejemplo, el rodaje en primerísimos planos, más próximos a los actores que los de Yasujiro Ozu, quien, como es de sobra conocido rodaba mediante un objetivo exclusivo de 50 milímetros, que es lo que más acerca la óptica fotográfica al ojo humano. Algo hay de esto en Una pastelería en Tokio, pero los planos son mucho más cercanos y se graban en no pocas ocasiones de abajo arriba, puesto que la cámara tiene que buscar su ángulo en un espacio mínimo, como es el establecimiento donde Sentaro hace sus dorayakis.

La película se sostiene sobre la poderosa presencia del repostero, que no prodiga precisamente en palabras, sino que su elocuencia se transmite en la mirada, los gestos, su actitud, en general. El texto más largo que le recuerdo es el de una carta que escribe a Tokue, que no es un diálogo, evidentemente.

Muchos planos, así mismo de hojas de árboles que van cambiando de aspecto según transcurren los meses, porque esta es la lectura con la que me quiero quedar: “Estamos aquí para ver y para escuchar”, manifiesta Tokue en un momento dado, y de la plasticidad del filme se infiere fácilmente que se refiere a ver y escuchar la naturaleza.

Porque este largometraje podría ser muy plañidero, dado que nada más plañidero que una historia plañidera. Sin embargo, no es ésa la intención de Kawase. Nada más lejos de la realidad: la directora japonesa recoge una historia tristísima para sublimarla en un poema de amor a la vida, fusión telúrica, pequeños placeres naturales, incluso en una de las ciudades más tecnificadas del planeta, si no la que más.

Confieso que he vivido se titulan las memorias de Pablo Neruda y ése es el objetivo final que al que nos dirigen los textos de autoayuda (confieso que he leído uno) (sólo uno) (no voy a decir cuál). Con otras palabras, que la conciencia de la muerte nos anime a vivir mientras esto dure, que al final de nuestros días podamos mirar hacia atrás y comprender que hemos vivido, la vida que nos ha tocado vivir, pero vivido.

Eso es, en definitiva, lo que quiere transmitirnos Kawase en Una pastelería en Tokio: el sentimiento hermoso de la vida.

¿Polvo somos y en polvo nos convertiremos? Ja, ja, qué risa, tía Felisa. Perdona, pero no: naturaleza somos y en naturaleza nos convertiremos.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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9
4 de enero de 2015
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que sí, de verdad, que a mí me lo podéis decir tranquilamente, que de mi blog no sale: ¿Cuántas películas rusas conocemos? Venga, venga, frikazos del cine, que no se diga ¿Cuántas, cuántas? Porque Bye, bye, Lenin (2003) no es soviética, ni siquiera su acción transcurre en la Unión soviética. Ni tampoco es soviética Doctor Zhivago (1965). No veo yo a Omar Sharif desfilando en la Plaza Roja, la verdad. De Taras Bulba (1962), ¿para qué hablar? Y así podríamos seguir con un largo etcétera de filmes originarios en leyendas o novelas del gran hermano del este. Tampoco es rusa una película aparentemente tan moscovita como El concierto (2009), sino oficialmente francesa, en realidad una coproducción franco-rumano-italo-belga. Su director, al menos, Radu Mihaleanu, rumano, sí pertenece a la Europa del Este. Por decir algo, vaya.

Realmente más allá de Sergei Eisenstein son muy pocos los largometrajes rus-soviéticos conocidos: Moscú no cree en las lágrimas (1979), que obtuvo el Oscar a la mejor película en habla no inglesa o Quemado por el sol, que obtuvo el mismo galardón en 1994. Mucho ruso en Rusia, pero este país es un inmenso desconocido en el nuestro.

Y ahora, así de golpe y porrazo, resulta que llega a nuestros cines una grandiosa producción: Leviatán (2014), cuya acción se sitúa en una diminuta aldea junto al mar de Barents, es decir, en un rinconcito del Océano Glacial Ártico, o con otras palabras, en los confines septentrionales del planeta Tierra. Así que por ello, y porque ya he admitido mi ignorancia sobre el cine ruso, me voy a permitir compararla no con otros filmes de su país, sino con la argentina Historias mínimas (2002), de Carlos Sorin, como es de sobra conocido, puesto que se ambienta en los confines meridionales de la Tierra, concretamente en la Patagonia. El cine argentino sí que lo conozco un poco mejor.

Pues bien, en su película, Sorin, entrecruza una serie de experiencias vitales, que son de todo, menos gozosas. Se trata de dramas personales, que rayan en el patetismo: Don Justo, un anciano de ochenta años, que es el dueño de un bar de carretera que regenta su hijo, se ha escapado de casa para buscar a su perro desaparecido desde hace tiempo; Roberto, un viajante de comercio de cuarenta años, lleva en su viejo coche una tarta de crema para el cumpleaños del hijo de la joven viuda de uno de sus clientes; y María Flores, una joven de 25 años, que viaja con su hija en autobús, y acaba de saber que ha resultado ganadora en un sorteo de un programa de TV, cuyo premio mayor es un robot de cocina. Pero la mirada del director sobre todos estos personajes es tierna. Es un enfoque muy amable, que no resta dimensión al fracaso personal de cada personaje, puede ser incluso que lo acentúe, pero el enfoque es muy humano y hasta cierto punto esperanzador. De hecho, oficialmente esta película ha sido calificada como “comedia” y toques cómicos hay, pero dentro de un dramatismo implícito.

El enfoque de Andrey Zvyagintsev, director de Leviatán, sin embargo nos presenta con toda su crudeza la realidad de unas existencias terminales.

Empecemos por recordar que la palabra "Leviatán" se refiere a un monstruo marino, cuya existencia ya se da entender en el Génesis y desde ese mismísimo inicio se asocia con Satanás. Y no me parece casual que Zvyagintsev haya elegido tan diabólica referencia para bautizar su película, pues todo sucede en la proximidad de uno de los mares más remotos del mundo y todas las atrocidades a las asistimos durante la proyección cuentan con las bendiciones eclesiásticas de la iglesia, concretamente de la iglesia ortodoxa, imperante en Rusia.

Zvyagintsev nos traslada, pues a una región terminal del planeta, donde el contexto político es lo suficientemente terminal: los retratos de los anteriores Jefes del Estado hasta Gorbachov, inclusive se utilizan como blancos para demostrar la puntería de los hombres, y si no se usa el de Yeltsin es porque ni siquiera eso merece. Una sociedad terminal, donde la máxima autoridad, es decir, el alcalde, ejerce como gánster oficial, al que se subordinan todos los demás poderes: la policía, el fiscal, los jueces. Las referencias a la Justicia tan sólo sirven para que el espectador comprenda el clima de abusos y podredumbre moral de las fuerzas vivas.

Y en ese campo de cultivo terminal, germinan las vidas terminales de los personajes, como Pasha, un Policía de Tráfico que complementa sus ingresos con las mordidas a los conductores; o Roma, un adolescente, cuyo único aliciente vital consiste en reunirse con sus amigos en una iglesia en ruinas para beber cerveza; pero sobre todo el trío protagonista: Kolya, padre de Roma, el hombre que ve cómo sus bienes son confiscados por una limosna con total impunidad; Dimitri, el abogado moscovita, amigo personal de Kolya, que se traslada al mar de Barents para representar a su amigo, a quien llama hermano; y Lylia, segunda mujer de Kolya, totalmente rechazada por Roma, de quien no es madre biológica, y que forma parte de una cadena de envasado de pescado. Todo ello con el denominador común del vodka, omnipresente en toda la película: aquí no hay nada de la mirada analógica de la madre que se supone que preside la caída del carrito de bebé por las escalinatas en El acorazado Potenkim.

Y particularmente interesante me parece el personaje de Lylia, magníficamente interpretado por Elena Lyadova, a quien el guion no asignó mucho texto, pero su drama interno, su carencia de horizontes, se comprende perfectamente con su expresión corporal, especialmente sus miradas. “¿Te vienes conmigo a Moscú?”, le pregunta Dimitri, una vez que su adulterio ha sido descubierto y castigado físicamente. “¿No entiendo a qué te refieres?” (cito de memoria de los subtítulos).

No hay un más allá. No existe un PLUS ULTRA para los personajes de este largometraje: su vida empieza y termina en la proximidad de Leviatán.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
15 de octubre de 2017
16 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puesto que ése es el subtítulo de esta excelente comedia: C’est la vie: disparatada, absurda, inexplicable, sorprendente. Todo eso se da en esta magnífica comedia que rompe moldes y forma parte del 23 Festival de Cine Francés en Málaga, un certamen que viene celebrándose con asistencia masiva de espectadores.

Dirigida por Olivier Nathache y Eric Toledano, el mismo tándem que lo hizo con Intocable (2011) y Samba (2014,) Le sens de la fête (2017) corría el riesgo de ser deudora de esos dos grandes éxitos, sus hermanas mayores, o bien reinventarse a sí misma, que es lo que acometen esta pareja de realizadores para conformar una comedia diferente.

Y es caso es que el cine francés acumula sus señas de identidad en tres grandes ces: comidas, conversaciones y cuernos. Y comidas, conversaciones y cuernos hay en Le sense de la fête: vaya que si hay comidas, como que la historia consiste en un majestuoso banquete de boda en un castillo del siglo XVII con todas sus conversaciones que tal situación implica. Y el factor adulterio no es el eje esencial del filme, pero también está ahí.
De manera que las principales señas de identidad del cine francés se dan esta película, que se mueve dentro de uno de los grandes temas del cine en general, dado que tampoco es novedoso el ambiente de la hostelería o la fiesta que ha producido inolvidables cintas como El guateque (1968), de Blake Edwards, con un descomunal Peter Sellers; algo menos hilarante la deliciosa El festín de Babette (1987), de Gabriel Axel, Oscar a la Mejor película en habla no inglesa.

El propio cine francés se ha movido con comodidad en ese ambiente segun vemos en Muslo o pechuga (1976), de Claude Zidi, con un inefable Louis de Funnes; y mucho más reciente Comme un chef (2012), de Daniel Cohen, que obtuvo el Premio del público precisamente en el Festival de Cine Francés de Málaga.

Pero si bien Le sense de la fête, como hemos enumerado someramente, goza de grandes antecedentes, creo que son dos las características esenciales que le individualizan:

a) Mantiene la intensidad cómica desde la escena inicial hasta la última sin que decaiga el ritmo hilarante, pues desde el primer diálogo, donde se sugiere por parte de los novios que se quite el borde blanco de las fotos para abaratar el precio del banquete hasta el fotograma final, el espectador no cesa de convulsionarse por las carcajadas. Digamos que el elenco es larguísimo y cada personaje es, por utilizar un símil culinario, como una especia diferente que salpimienta los ingredientes de esta comedia. De ahí que no se permita ni un momento de descanso al público, pues cada frase, cada situación ha sido aderezada con humor.

b) Hemos sugerido el contexto ideal para las conversaciones que un banquete de boda, permite. De hecho, no es raro que entre los asistentes surjan relaciones de mayor o menor duración. Pero lo novedoso, desde mi punto de vista, o desde luego muy poco habitual (de hecho, no soy capaz de recordar ningún ejemplo ahora mismo) es que los comensales son figurantes. El novio y su madre soportan con dignidad sendos papeles de actores de reparto y la novia es una referencia remota, cuyas intervenciones están más en relación con el amor que siente por ella uno de los camareros, antiguo profesor de gramática, que por su interacción con el novio. Por ello, con ser muy numerosos los invitados, toda la comedia se construye sobre los empleados de la empresa que organiza la fiesta: camareros, cocineros, fotógrafos, músicos constituyen un ejército de desajustes entre las funciones de cada cual. El humor, por lo tanto, se da fundamentalmente entre bastidores. Y el caso es que todos ellos pretenden desarrollar su trabajo con profesionalidad, pero de la mutua interferencia de actitudes desorientadas surgen las chispas cómicas, que ya he comentado que son muy abundantes. En realidad, si uno recuerda el filme, no hay chistes como tales: es la construcción disparatada de los personajes y las propias situaciones de la preparación del banquete las que generan las carcajadas de los espectadores. De hecho, la plantilla de empleados de la empresa organizadora de la fiesta, es denominada la brigada.

Y funciona todo ello como un chorro inagotable de hilaridad, que contraviene los cánones clásicos de dejar enfriar el humor y derivar hacia el romanticismo epidérmico. Hay sí un determinado momento de melancolía en Le sense de la fête, pero es tan breve, que el espectador se lo toma como un reposo en sus risas.
De ahí que, no en cuanto a la parte gastronómica, desde luego, aunque un plato de sardinas cumple una función esencial, pero sí en lo que significa de catarata de humor coral entre bastidores, me permitiría una comparación de la película que nos ocupa con ¡Que ruina de función! (1992), de Peter Bogdanovich.

Dentro de ese inmenso casting, destaca la figura del jefe de la “brigada”, magníficamente interpretado por Jean-Pierre Bacri, uno de cuyos papeles más importantes, a mi entender, es el de padre narcisista en Como una imagen (2004), de Agnès Jaoui, un filme que representa lo mejor del cine francés de la primera década del siglo actual, junto a De latir mi corazón se ha parado (2005), de Jacques Audiard, y Hace mucho que te quiero (2008), de Philippe Claudel.

En lo que a Le sense de la fête se refiere, Max, el personaje interpretado por Bacri, intenta mantener como puede la dignidad entre tanto despropósito protagonizado por sus empleados, lo que me parece un acierto técnico, porque este papel simboliza la seriedad burlada que se despliega en el filme. Es como un juego de plano-contrapalano: las dos caras de una misma moneda, el contrapeso y el sustento de tanto gag. Y además eso se une a otro acierto técnico dado que este largometraje no se despeña por la senda del histrionismo. Ni siquiera se acerca a él.

Habrá que aceptar, pues, que la vida es una sucesión de incoherencias y mucho mejor será que nos desternillemos de ellas.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
7 de julio de 2017
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde luego que Gérard Depaurdie, Robert de Niro y Donald Sutherland interpretan papeles alegóricos en la descomunal Novecento (1976), de Bernardo Bertolucci. Más en concreto, el proletariado, la aristocracia y el fascismo, respectivamente. Por supuesto que Nicole Kidman desarrolla un rol alegórico en su papel de Grace, dentro de Dogville (2003), de Lars von Trier: para más exactitud, el de la virtud escarnecida en los Nueve Círculos del Infierno, de Dante. Ni que decir tiene que la literatura está llena de ejemplos de personajes alegóricos y quiero recordar ahora a Alejandra, que es la personificación de Argentina en la novela Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, y mira que no soy yo demasiado ernestosabatiano, pero quiero barrer hacia el terreno de las alegorías nacionales. Y así podríamos seguir prácticamente ad eternum.
Muy curiosa se me antoja la alegoría que señala el profesor Bermejo Marcos en relación con Divinas palabras, de Valle-Inclán, donde la alternancia en los amores de la Mari-Gaila sugiere la equiparación del sacristán con Cánovas y la del farandul con Sagasta, en clave esperpéntica, por supuesto: pues no era nadie don Ramón.
Lo que ya no es tan frecuente es que una misma alegoría se desarrolle en varios personajes de una trama, al menos en los personajes principales de un argumento, como sucede en Estados Unidos del Amor (2016), de Tomasz Wasilewski.
Ambientada en Polonia, en unos barrios que rezuman soledad y tristeza, y rodada en tonos espectacularmente apagados, algo así como desgastados, y sin banda sonora, la acción se sitúa en 1990, recién caído el muro de Berlín, cuando los países satélite de la Unión Soviética se abrían a otras opciones, podríamos pensar que esta película es una crónica de aquellos años inciertos y sería una interpretación sin duda válida, pero considero que insuficiente.
También podríamos pensar que se trata de una sucesión de relaciones desamorosas, a saber: la adúltera de Agata con un cura; la de Iza con un recién enviudado doctor, un romance que ya venía de mucho antes de que el galeno perdiera a su mujer; y la de la jubilada y poco agraciada físicamente Renata por la joven Marzena, que ha ganado un concurso de belleza.
Podríamos pensar, como digo, que todo esto es como la antítesis de los dos Manuali d’amore (2006 y 2007), ambos de Giovanni Veronesi, y no estaríamos marrando la opinión, pero sin duda nos estaríamos quedando cortos, porque Estados unidos del amor va mucho más allá.
Y a partir de ahora, no tengo más remedio que bucear parcialmente en el argumento para sostener mis apreciaciones. Espero no estropear a nadie con ello el disfrute de esta soberbia cinta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
1 de agosto de 2015
14 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
No, no, no, no. No me estoy refiriendo a la conocida novela de Truman Capote, llevada luego al cine en 1967 por Richard Brooks, y más recientemente, incluyendo al novelista en la génesis de la novela por Douglas McGrath en Historia de un crimen (2006), sino a la frialdad de la sangre palpitada por un corazón muy frío, que es lo que Win Wenderss nos transmite en su, hasta ahora, última película Todo saldrá bien (2015), con un soberbio James Franco en el papel de Tomas Eldan, un escritor sin pasión. Lo fácil en ese papel era la monotonía abúlica, o en el extremo opuesto, el histrionismo patético, pero no es así: James Franco sostiene magníficamente al personaje sin exageraciones, dentro de unas coordenadas creíbles.

Sí que nos sirve en cambio para este análisis el artificio del narrador narrado a que aludíamos en el párrafo anterior con respecto a la película de McGrath, puesto que en eso consiste en esencia el filme de Wenderss que nos proponemos analizar en las siguientes líneas. A tal fin, no creo desvelar el argumento si comento que la película se gesta sobre las dos grandes actividades de la literatura: la lectura y la escritura. Una madre una novela, que luego sabremos que es de Faulkner, mientras que un escritor huérfano de inspiración conduce su coche por los helados paisajes de Canadá en invierno. Y ése es otro de los ejes desde los que puede abordarse Todo saldrá bien: la pluralidad de países que participan en la producción: Alemania, Canadá, Francia, Suecia y Noruega. Cine y literatura, pues, coinciden en esta película que hace un guiño a Faulkner, quien también ejerció de guionista cinematográfico, por lo que la simbiosis de esas dos posibilidades creativas se observa desde casi todos los ángulos.

La literatura ha estado presente en el cine, casi desde los mismos orígenes de éste. Basten dos ejemplos: el género negro no hubiera sido tal sin la fusión armónica de novelas y películas; y el Oscar al Mejor guion adaptado se concedió por primera vez en 1928, concretamente a Benjamin Glazer por El séptimo cielo, que se basa en la obra de teatro de Austin Stong.

De manera que, cine y literatura del bracete, pero quiero ceñirme a aquellos casos en que no se trata de un guion adaptado, sino de un filme que retrata la actividad literaria en sí, o sus consecuencias en la vida real (la vida real que llevan los personajes en la película, obviamente). Eso es lo que sucede con Misery (1990), de Rob Reiner, donde un novelista se ve sometido a las obsesiones de su lectora más voraz, El resplandor (1980), donde un narrador busca el aislamiento absoluto para mejor escribir, o La ventana secreta (2004), de David Koepp, que aborda el tema del plagio, todas ellas basadas en novelas de Stephen King, que ya se ve que se pirra por la metaliteratura.

Grandiosa es la película francesa En la casa (2012), de François Ozon, donde la vida anima la creación literaria, que a su vez altera completamente la vida de los personajes. Se trata de un interesantísimo juego de interferencias mutuas, que se basa también en un espectáculo teatral de Juan Mayorga.

Pues bien, en lo que a Todo saldrá bien se refiere, asistimos a un juego perverso: el editor de Eldan le sugiere que las tragedias directamente vividas por él pueden significar libros de éxito, y acierta. De lo que se trata es de comparar la evolución de las personas que rodean a Eldan, con la malsana acedia que atenaza a escritor. Podríamos recordar así Un corazón en invierno (1992), de Claude Sautet, ambientada en el mundo de la música, como un buen ejemplo de lo que la frialdad afectiva implica en las personas que tienen la inmensa desgracia de enamorarse de quien menos les conviene.

La película de Wenderss transcurre en cuatro momentos: el inicial de arranque del filme, dos años después, cuatro años después y otros cuatro. Diez años, por lo tanto, transcurren desde que empieza la acción, y no es casual que se elijan cuatro momentos, puesto que ése es el número de veces que el protagonista se relaciona con cuatro personas diferentes: su primera novia, la madre que lee a Faulkner, su actual pareja y el hijo de la madre que leía a Faulkner. Todos ellos bajo un mismo denominador: la vida que reclama su sitio frente a la apatía del novelista. El éxito vibrante de sus libros, frente a la indolencia del narrador. Inepcia afectiva frente a talento creativo.

Por lo tanto, Todo saldrá bien se erige como una portentosa muestra de la vida real frente a ese componente evasivo que puede tener la creación literaria. No es necesaria que sean así las cosas. No es imprescindible que el artista acorche sus emociones ante las diferentes existencias que se despliegan delante de sus narices, pero tampoco es imposible.

De lo que Eldan escribe, la verdad es que no llegamos a saber nada. Nada se muestra de ello al espectador, porque lo que de verdad interesa a Wenders es la actitud del creador, o de los creadores, en general, pequeños dioses en torres de marfil, desinteresados de la vida de los mortales, incluso cuando recibe una carta desesperada de alguien que implora una palabra con él, construido todo ello sobre una banda sonora tremendamente inquietante.

Así pues, asistimos en esta película al Wenders menos simbólico, menos hermético, más accesible, más lineal, que todavía se permite un inequívoco rasgo de soberbia: la grabación en 3-D para una película cuya historia no necesita de ese virtuosismo técnico, dado que podría seguirse perfectamente en dos dimensiones. Pero todo ello forma parte de la apuesta de Wenders por la vida: desde el primer al último fotograma, créditos incluidos, todo está rodado en tres dimensiones, porque de ese modo, las escenas que se desarrollan ante nuestros ojos son mucho más tangibles. Los seres humanos que interactúan en Todo saldrá bien son casi tan reales como los propios cuerpos de los espectadores. Encarnadura humana. Personajes de carne y hueso. Real como la vida misma.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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