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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 155
Críticas ordenadas por utilidad
8
3 de setiembre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando uno visita Il Cenaculo, es decir, La última cena, de Leonardo da Vinci (gracias al cual hemos podido disfrutar de la novela El código da Vinci, pero eso es otra cuestión) en la iglesia de Santa María de Gracia en Milán, descubre que no se pueden hacer fotos del mural en sí, ni siquiera sin flash, pero las autoridades culturales italianas han previsto una reproducción ad hoc del que sí se pueden captar imágenes y no parece que a nadie moleste la componenda. De hecho, he leído en algún lugar que aquí en la piel de toro se quería hacer una copia de la cueva de Altamira para preservar la auténtica de los perjuicios causados por las visitas. En Segovia existe una reproducción fiel la loba capitolina alimentando a Rómulo y Remo y es bastante probable que haya sido vista más veces que su original, puesto que se halla en plena vía pública.

Casualmente, hace pocos días he visto por primera vez una película de 2010, Copia certificada, de Abbas Kiarostami, con una inconmensurable Juliette Binoche, donde la tesis esencial es que con menos c*** también se c***, dado que la diferencia entre el David de Miguel Ángel situado en una plaza de Florencia y el original situado en la Academia de la misma ciudad es imperceptible, solo que utilizando argumentos bastante menos escatológicos que los míos. De hecho, el título ya de entrada es un oxímoron, puesto que lo que se certifica normalmente es la autenticidad de los originales.

Al principio de la cinta se cuenta este chiste, cuya idea central articula toda la proyección: un náufrago pena su soledad en una isla abrasada por el sol y acierta a descubrir una lámpara, que además es maravillosa, con su genio incorporado como equipación de serie. Requiere el gigante azul al azaroso náufrago tres deseos y el primero es una Coca-cola bien fría. Dicho y hecho. Pero hasta tal punto se está relamiendo el solitario navegante de su refresco refrigerado, valga la redundancia, que el genio, quien ya se ve que no practicaba la virtud de la paciencia, le apremia para que pida los otros dos deseos, ante lo cual el hombre no tiene la menor duda en solicitar otras dos Coca-colas. Porque las cosas muchas veces son así: los pequeños placeres fisiológicos se imponen sobre las cuestiones de mayor calado, si bien dudo mucho que para nuestro náufrago calmar la sed fuera pecata minuta.

No son pocos los autores que han optado por una apreciación menos trascendental del arte. Así, en Balas sobre Broadway (1994) aboga Woody Allen por la transpiración de la vida sobre la inspiración de lo excelso. Con mayor claridad, quizá, el mismo director estadounidense en la inmediata posterior Poderosa Afrodita (1995), defiende sin tapujos la liberación del lastre conceptual como paso previo a la felicidad. Nacimiento norteamericano conoció también el arte pop, donde objetos cotidianos como latas de tomate, rollos de pepel higiénico e incluso urinarios, pero no urinarios art decó, sino urinarios de bares de carretera alcanzaron el beatífico estadio de la inspiración artística.

Nos hallamos así con Copia certificada, donde Kiarostami, un director iraní sitúa la acción en Italia con dos protagonistas: francesa ella, inglés él; de donde parece inferirse la voluntad universalizante que guía las intenciones de este filme: también se habla de viajes a España de vacaciones: para todos hay. Pues bien, con una puesta en escena ligera, pero sólo ligeramente más compleja que la de otras películas anteriores del mismo director, como A través de los olivos o El sabor de las cerezas, se sitúa al espectador ante la primera de las grandes cuestiones esenciales: ¿Quién soy? Casi nada, ¿verdad? Construido todo ello sobre simples conversaciones.

¿Simples conversaciones ha escrito este crítico cinematográfico que resulto ser yo también, y ya es casualidad? Quizá no tan simples si tenemos en cuenta que de ellas hemos de inferir implícitamente lo más profundo del existir: si utilizamos la famosa dicotomía aristotélica: ¿somos necesarios o contingentes? No voy a ser yo (el crítico cinematográfico y yo, para que nos entendamos), desde luego, quien cometa la torpeza de responder a esa cuestión, ni quiero desvelar la trama de la película que nos ocupa, pero voy a proponer un enigma sincrónico referido a un solo día: ¿es idéntica nuestra percepción del mundo a las ocho de la mañana, a las tres de la tarde y a las diez de la noche? Y otro diacrónico referido a un período más largo: ¿es idéntica nuestra percepción del mundo con veinte años, con cuarenta y con sesenta? Quizá nuestros valores no son tan absolutos. Pudiera ser. ¿Hasta qué punto un cambio en la percepción del entorno no implica un cambio esencial en la persona?

Señalemos también que sobre diálogos, precisamente, es como articula Platón lo más granado de su filosofía, de clara filiación mayéutica socrática, así que, caramba, en apenas dos párrafos hemos mencionado (por orden de aparición) a Aristóteles, Platón y Sócrates, los tres grandes pilares del pensamiento occidental, hilvanados por un director oriental: pues igual es que esta película es mucho más trascendental de lo que su sencillo argumento pudiera hacernos pensar.

Por ello, Copia certificada se ofrece al espectador como una portentosa creación donde la vida de las personas dura lo que permite una frase para cambiar luego el tema de la charla y, por lo tanto, la existencia a la que se refiere.

¿Estamos viviendo realmente la vida que creemos vivir o somos la copia de otra? El certificador que lo certificare, buen vitalcertificador será.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
30 de julio de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La historia reconstruye hechos reales ocurridos en 1987 en el poblado Tanna, en la república polinésica de Vanuatu, que goza de indeseable privilegio de ser considerado el primer país en desaparecer del planeta si el calentamiento global provoca una subida del nivel del mar.

Pues bien, a pesar de su relativa contemporaneidad, al menos a finales de la década de los ochenta del siglo pasado, los Tanna habían conseguido eludir el contacto con el hombre rubio, que se les ofrecía en dos poderosos frentes: la colonización política y la cristianización. En otras palabras, vivían en esa época y no sé si todavía lo hacen con arreglo a las tradiciones ancestrales, lo cual no es un hecho aislado en la Polinesia, pues se estima que lo mismo sucede en Papúa Nueva Guinea. Ya sabemos que sucede aún así en la Amazonia y hace casi cuatro años, cuando estuve por ahí, también se daba en el sur de Etiopía.

Unos ritos milenarios que pueden englobarse dentro de la cultura del Kastom, una entrada que, lamentablemente, no viene en Wikipedia. Y dentro del Kastom la paz entre los pueblos exige en ocasiones el matrimonio entre jóvenes de diferentes tribus rivales: ya se ve que no todo es utopía en las islas del paraíso. Y pudiera parecer una solución acertada, al menos si nos limitamos a observar la cuestión desde un ángulo conceptual, pero todo se complica y mucho si el amor busca su resquicio propio.

Es así que Wawa está enamorada de Dain, el nieto del jefe de su tribu, quien para propiciar la paz ofrece la mano de la chica a uno de los jóvenes imanas, enemigos habituales de la tribu de Wawa y Dain.

Lo que se persigue es que los caminos separados del Kastom converjan en uno solo, pero ya hemos mencionado que Wawa y Dain están enamorados y no están dispuestos a que nada ni nadie les separa. En eso consiste en esencia la imposibilidad de su amor: una negativa a aceptar las decisiones del jefe de la tribu que implica el incumplimiento del pacto con los imanas.

Centrados así los hechos, cumple ahora dirigir nuestro análisis hacia las cuestiones propias del cine. Así pues, dirigida por Bentley Dean y Martin Butler en 2015, Tanna es una película oficialmente australiana, pero que ha huido del inglés colonizante para acercarse a la lengua polinésica real de los miembros de ese poblado. De hecho, esta película fue una de las cinco candidatas al Oscar a la Mejor película en habla no inglesa, un galardón que finalmente obtuvo El viajante, de Asghar Farhadi. Muy digno de mención me parece el hecho de respetar la lengua original pues aporta respeto y verosimilitud a este filme, que se sitúa muy lejos de los tópicos almibarados hollywoodienses cuando se han ambientado en los Mares del Sur. No, no voy a dar nombres: yo estoy aquí sólo para hablar de lo que me gusta.

Construida, por lo tanto, la historia con maestría, la fotografía y la banda sonora son dos de sus grandes aliados, pues sobre unas imágenes deliciosas a cargo del propio Bentley Dean, se dispone la música de Antony Partos, donde se combinan los ritmos propios de Vanuatu y composiciones más actuales que recuerdan al neozelandés David Anthony Clark, que también se ha ocupado en sus trabajos de los lugares sagrados o las voces ancestrales. Soberbias son, desde luego las escenas de los volcanes, cuya dramática grandeza se acentúa con la banda sonora creada por Partos. Sí, definitivamente, la música de Tanna se aproxima a David Anthony Clark más que a la de Enya.

Por fin, dentro del afán de credibilidad y de reconstrucción fiel de las personas y el contexto en que se desarrolla la acción, los directores de este largometraje buscaron actores entre los miembros de la tribu, un largo elenco, por cierto. Señalemos por ello, sin ir más lejos que ésta ha sido la primera película de los dos protagonistas, es decir, Mungau Dain en el papel de Dain, y Maria Wawa en el rol de Wawa, lo que nos permite apreciar una cierta complicidad entre la realidad y la ficción.

Naturaleza y hombres fundidos en un solo impulso donde se ha buscado ante todo que los espectadores también formaran parte de ese mundo a punto de desaparecer, si es que no lo ha hecho ya.

Y bueno, ya sabemos todos cómo acaban los amores imposibles, pero no voy a decir ni una sola palabra del entorno socio-afectivo en que se llega al final de este largometraje, puesto que eso es algo que el espectador debe descubrir por sí mismo.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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9
2 de mayo de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El título original es Akher Ayam el Madina, que puede traducirse por ‘Últimos días en la ciudad’, que ha participado ya en la Sección Oficial de la última Berlinale y tiene prevista su inclusión en la misma Sección de la próxima Viennale, lo que nos permite comprender la calidad del filme, cuya narración empieza en diciembre de 2009, es decir, durante los últimos meses de Hosni Mubarack en el poder, y se desarrolla a los largo de los meses que desembocarían en la primavera egipcia de 2011. De ahí que este largometraje esté lleno de simbologías y metáforas desplegadas ante el espectador, como son las constantes noticias sobre la agenda pública de Mubarack que difunde la radio, lo que permite un paralelismo obvio entre los últimos días en la ciudad de El Cairo del protagonista, Khalid, y los epígonos de la dictadura militar.

No menos valor metafórico tiene la constante e insatisfecha búsqueda de un apartamento por Khalid, que quiere mudarse de manera inmediata, pero no halla nada a su gusto, entre otras cosas, porque los ascensores de los diferentes edificios que visita están llenos de publicidad religiosa. En uno de ellos, la mujer no abre la puerta, porque está rezando y porque es mujer y en ese momento está sola en casa.

La ciudad, por lo tanto, es la gran protagonista de esta película, y en las constantes escenas del deterioro urbano, hemos de ver una correspondencia con las vidas sin horizontes de los pobladores de El Cairo, en general, y Khalid, en particular.

Podemos señalar también, que Khalid es un cineasta que intenta rodar una película con los recursos mínimos: una cámara y un portátil para seleccionar las imágenes, pero realmente no sabe qué película filmar, de ahí que el único técnico de que dispone, ante tanta indecisión, se rebele y eche en cara al director que no sé el rumbo del filme y que están dando vueltas en círculo a una misma idea o, mejor dicho, a una no idea.

Por otro lado, los amigos de Khalid son también cineastas, que intentan reproducir las imágenes de sus respectivos ecosistemas urbanos: uno en Beirut, otro en Bagdad y otro también bagdadí, pero refugiado en Berlín: la ciudad, por lo tanto, como fuente de inspiración, pero sobre todo como aislamiento vital.

Otro de los enfrentamientos que tiene Khalid es con Laila, su exnovia, que le achaca su pasividad, a lo que el joven responde: “Miro, luego existo”; porque es eso lo que hace exactamente el cineasta: observar con actitud de completo desvalimiento todo aquello que sucede a su alrededor. Sin duda por este motivo, en Akher Ayam el Madina la cámara se demora en detalles aparentemente mínimos, como pueden ser las burbujas de una pastilla efervescente o las caídas de una gota de agua y fragmentos de papel.

Miro, luego existo, pero podemos entender ahí que se trata de una existencia en sentido estricto, sin impulso vital: poco más que respirar y grabar imágenes en actitud de incompetencia.

Ante esta situación, ante un presente inexistente y un futuro exageradamente incierto, la mente de Khalid se dirige hacia un pasado donde intenta recordar a su padre fallecido o unos años de dicha transcurridos en Alejandría. Por supuesto también, la nostalgia de la novia perdida, y perdida definitivamente, además, porque de la inacción del chico pocas esperanzas cabe concebir.

Desde el punto de vista técnico, cabe mencionar cómo se lleva a la cámara al extremo de sus posibilidades, pues se la obliga a recoger imágenes distorsionadas, borrosas o primerísimos planos de los personajes, muchas veces ni siquiera de la cabeza completa, concentrándose en los ojos en la mirada inane de que venimos hablando.

De manera que, nos hallamos ante una película que trasciende su circunstancia, es decir, la caída del régimen de Mubarack, puesto que el cine se convierte en metáfora de la vida y la ciudad se erige en símbolo de la existencia.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
4 de marzo de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Y, bueno, si a El viajante (2016), de Asghar Fahhadi le concedieron el premio al Mejor guion en el festival de Cannes es porque la historia se construye sobre un argumento sólido. Si además ha sido galardonada con el Oscar a la Mejor película en habla no inglesa, hay que celebrarlo por todo lo alto, puesto que, en mi modesta opinión, este año la Academia, la todopoderosa Academia, en muy pocas palabras, ha premiado la forma de Moonlight y el fondo de El viajante, lo cual no sucede todos los años, ciertamente.

Desbrocemos, pues, ese guion sin llegar a destriparlo totalmente, que ese trabajo le corresponde a los espectadores. Y lo primero que uno, acomodado en su butaca, se encuentra en la pantalla es un escenario con algo tan inequívocamente americano como el cartel “Bowling” en luces de neón. Primera sorpresa, pues, del filme, pues el desconocimiento de la realidad iraní y los prejuicios occidentales animan al acomodado espectador en una desapacible tarde de inicios del mes de marzo a conjeturar que pocas cosas tan distantes de la vida en Teherán como un montaje de una obra estadounidense.

Por otro lado, tampoco hace falta ser Isaac Newton para inferir que si la película de Farhadi se titula El viajante y la narración se inicia con un escenario marcadamente norteamericano, la obra de referencia es Muerte de un viajante (1949), de Arthur Miller, llevada al cine en 1951 por László Benenedek, además de numerosas versiones para televisión dentro y fuera de Estados Unidos. De la misma manera que Un tranvía llamado deseo (1948), de Tennessee Williams, adaptada para el cine también en 1951, en esta ocasión por Elia Kazan lo fue para Almodóvar en Todo sobre mi madre (1999) con idéntico resultado a la hora de recibir el Oscar a la Mejor película en habla no inglesa, pero con una diferencia esencial y es que Pedro quería un correlato teatral para su película, pero realmente igual le hubiera dado referirse a El sí de las niñas, de Moratín, o Los duendes de Sevilla, de los hermanos Quintero, porque no hay luego un traslado de lo que se da en las tablas a lo que se ve en la acción del largometraje.

Pero, Pedro quería una referencia de inequívoco sabor estadounidense y, para que no hubiera ninguna duda, en un momento de la cinta se ve una imagen de la televisión con los créditos de Eva al desnudo (1950), de Joseph L. Mankiewicz, otro de los iconos culturales en el país de los grandes sueños, cuyo título original es All about Eve, es decir, ‘Todo sobre Eva’. Todo sobre mi madre, Todo sobre Eva: vamos que Almodóvar buscó el Oscar sin ningún rubor y la cosa le salió bien. Mejor para Pedro, ¿o no?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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9
2 de marzo de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Contra todo pronóstico, Spotlight (2015), de Thomas McCarthy, ha sido galardonada con el Oscar a la Mejor película en la edición de 2016 en una gala donde González Iñárritu ha obtenido el galardón al mejor director por segundo año consecutivo, porque uno pensaba que la nominación de Spotlight era algo así como una candidatura de relleno para llegar al cupo mínimo exigido en la ceremonia. Pero, claro, uno pensaba eso antes de ver la película, puesto que, una vez cumplido este requisito básico para opinar, opino que se trata de un filme excelente y un digno merecedor de la estatuilla.

Contra todo pronóstico, Spotlight toca un tema que prácticamente ha pasado desapercibido durante toda la historia del cine, al menos en Hollywood. Y es curioso que sea precisamente en la católica Italia donde directores como Fellini o Bertolucci hayan sido los principales azotes de la crueldad clerical o las connivencias con los fascismos de la curia vaticana. Pero dentro del mundo anglosajón, que yo recuerde, tenemos Confesiones verdaderas (1981), de Ulu Grosbard, que aborda la cuestión de las relaciones de la Iglesia con la mafia, y Las hermans de la Magdalena (2002), de Peter Mullan, producción irlandesa, y La duda (2004), de John Patrick Shanley, que si bien se inspiran en la realidad, reproducen historias de ficción. En la filmografía latinoamericana, también dentro de las coordenadas de la ficción sobre realidades, tenemos la chilena El club (2014), de Pablo Larraín, que trata de pederastia, tráfico de bebés y apoyo a la dictadura de los sacerdotes. Seguro que hay más, pero muy pocas, en todo caso.

Contra todo pronóstico, sin embargo, Spotlight reconstruye hechos reales, como fueron la serie de artículos que The Boston Globe inició el Día de la Epifania de 2002 para denunciar los casos de pederastia cometidos por los sacerdotes bostonianos durante varias décadas. Sin duda por ello, esta película tiene una textura muy documental, donde los actores son caras que no forman parte del mundo del famoseo habitual, puesto que lo que esta cinta pretende es que los posibles protagonismos individuales se disuelvan en la gravedad de los hechos narrados. Stanley Tucci es un actor con el que los espectadores españoles están medianamente familiarizados, pero cuando estamos acostumbrados a verle con una estética de calvo cool, como en comedias ligeras como El diablo viste de Prada (2006), de David Frankel, o en Burlesque (2010), de Steve Antin, en Spotlight aparece bajo una óptica de abogado desgreñado. Bueno, sí, Michael Keaton también forma parte del reparto de Spotlight, pero es que hasta Birdman (2014), de Iñárritu, tan sólo le habíamos visto detrás de la máscara de Batman. Mark Ruffalo, protagonista asimismo en Spotlight, tampoco forma parte del elenco habitual de celebrities.

Contra todo pronóstico, Spotlight no se ceba en escenas escabrosas. Digo más: es que no hay ni una sólo plano con imágenes de violaciones, que hubieran sido perfectamente lícitas, por otro lado, pero fiel a esa textura documental de que hablaba más arriba, este filme se construye sobre las diferentes entrevistas que los periodistas realizaron a las diferentes víctimas, así como a los abogados de los sacerdotes, así como los debates que tuvieron lugar en la redacción de The Boston Globe. Todo ello intensifica, a mi modo de ver, el efecto de realidad que se persigue: no hace falta ver lo que todos sabemos, tan sólo es necesario exponerlo.

Contra todo pronóstico, los héroes de este largometraje, es decir, los periodistas, no son héroes irreales, inmaculados, omnipotentes, sino que son héroes con encarnadura humana, que dudan, que tienen debilidades en ocasiones, e incluso un pasado poco glorioso. Un filme correcto, sobrio, una peli sin postureo.

Contra todo pronóstico, la sociedad bostoniana sabía y callaba, incluso se buscaban compensaciones económicas para las víctimas, que procuraban pingües beneficios a los abogados de los sacerdotes: un tercio de las compensaciones iba a parar a los bolsillos de los letrados. El tema de los abusos a niños fue enterrado durante más de veinte años por el propio The Boston Globe hasta que apareció un nuevo editor que, contra todo pronóstico, era de Miami y además judío: era necesario el contraste con una mirada nueva y una religión diferente para que se pusiera en marcha la investigación periodística.

Contra todo pronóstico, en Spotlight no necesitamos saber el final. Si es que ya lo sabemos desde el principio. Todo lo que se cuenta en esta película apareció en la prensa a partir del 6 de enero de 2002, como ya hemos señalado, que además fue domingo, y para quienes no estamos muy acostumbrados a leer la prensa de Boston, el propio cartel de la película ya anuncia de qué va y remite a unos hechos concretos. No cabe hablar de spoiler cuando desde el primer momento se sabe el final. Por eso, Spotlight se disfruta por lo que se ve en cada fotograma, sin que nos agobie la angustia de saber quién es el asesino. Se trata de una película en que cada escena se disfruta por sí misma.

Contra todo pronóstico, la Iglesia Católica que se supone que nació por el mandamiento nuevo del amor, ha degenerado hasta cobijar la mayor atrocidad que puede cometer el ser humano: destruir la infancia. En Spotlight se cuenta que muchos de los niños que tuvieron que pasar por esas prácticas repugnantes se suicidaron y los que no lo hicieron, no lo superaron jamás. Pero la Iglesia Católica consiguió ocultar una verdad sangrante con total frialdad. Una actitud propia de mentes muy crueles. Se calcula que un 6% de los sacerdotes de Boston cometieron dichos abusos y lo que Spotlight denuncia no son los casos de manzanas prohibidas, sino todo un sistema que ha destruido la vida de muchos miles de niños con total impunidad. Una Iglesia que cosifica la vida, que ignora el dolor humano.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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