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España España · Madrid
Críticas de Juanma
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Críticas 111
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
6 de noviembre de 2013
8 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
El fin del mundo como tema que de origen a una película no es algo, a estas alturas, nada original. Lo original en el planteamiento de Al final todos mueren es que esta idea de base sirve de pretexto para edificar cuatro historias (cinco si contamos el prólogo y el epílogo) sobre algo nada manido en el cine con tremenda temática: cómo seres del todo anónimos, gente como ustedes o como yo, se enfrentan a sus consabidas últimas horas de vida, a la más que evidente extinción de la raza humana. Desde aquí, la propuesta colectiva de Al final todos mueren se erige en un atractivo mosaico de sensaciones, dependientes cada una de los distintos puntos de vista de sus creadores y, claro está, de los tonos y géneros empleados por cada uno de ellos para contarnos su particular "historia anónima del fin del mundo". Como podrán suponer todos aquellos iniciados, la cohesión entre los diferentes episodios es mínima, a nivel ya no sólo narrativo (salvo algún que otro nexo o punto de unión que no desvelaremos aquí), sino también de puesta en escena y alcance final.

¿Supone esto acaso un obstáculo insalvable para el disfrute del espectador de Al final todos mueren? Desde luego que no, pero la disparidad de resultados entre los cuatro episodios (cinco, si me apuráis) hace palidecer la percepción del conjunto como obra total, que, como toda cinta formada por sketches o cortometrajes independientes, se resiente de los altibajos de ritmo y forma a la que la someten sus cuatro (o cinco) manos creadoras y responsables. Es obligado referirse, por tanto, a cada uno de ellos por separado, debido a la ausencia de uniformidad. El habitualmente actor Javier Botet firma el primero de ellos, proponiéndonos un oscuro y tremendista cuento de terror sobre un asesino dispuesto a terminar su obra (asesinar a 100 chicas) antes de que el inoportuno meteorito impacte contra La Tierra. Logra, con muy pocos elementos, generar tensión e intriga en el respetable, aunque le cueste arrancar precisamente por el equivocado uso de un narrador en off que confiere al episodio un tono casi lírico que juega en contra de la creación de ese clima insano. Al final, se produce el milagro y las imágenes logran infundar algo parecido al miedo, pero el director opta por cerrar la historia en su punto álgido, llevando su corto de lo efectivo a lo efectista.

Con el mal rollo en el cuerpo da comienzo el segundo episodio, dirigido por Roberto Pérez Toledo, que en un tono agridulce nos cuenta cómo una serie de jóvenes, en un espacio reducido, aprovechan los últimos días de vida que les quedan para encontrar el amor (y algo más que eso). Sin llegar a ser nunca una comedia romántica al uso, esta pieza desborda ternura y tristeza a partes iguales, soliviantadas ambas por un finísimo humor y un tenue romanticismo, que invitan ambos a congratularse ante su visionado. Y, aunque se halla en exceso dialogado, es éste el episodio quizás más sensible (que no sensiblero) de todos, gracias a la cariñosa mirada con la que su director filma a sus criaturas, capaz de escrutar desde una óptica no exenta de mimo los interiores atormentados y dolorosos de sus personajes, algo que ya evidenciaba (y muy bien) en la mágica joya que fue su ópera prima en el largometraje: Seis puntos sobre Emma (2011). El resultado final no llega a brillar a la altura deseada, sobre todo, por la desigualdad en la dirección de actores, de entre los que es obligado mencionar la credibilidad y entereza aportadas por Andrea Duro, el encanto exhibido por Laura Díaz y la fragilidad expuesta por Alejandro Albarracín.

El thriller es el género escogido por Pablo Vara para el tercer episodio, donde durante una reunión de unos amigos aparece una joven desconocida herida de muerte, portando cinco salvoconductos para la supervivencia ante el cada vez más próximo meteorito. El dilema moral entre si deshacerse o no de la desconocida hubiera sido un excelente punto de partida para un conflicto cargado de no poca tensión e incertidumbre, pero Vara no aprovecha esta vertiente y tira por otro lado, lo que dota a su capítulo de una incómoda monotonía e indefinición en su inicio, a lo que ayudan los desafortunados golpes de efecto de la banda sonora y la desentonada interpretación de su elenco, del que es justo salvar a Manuela Vellés, que mantiene al personaje en sintonía siempre con los giros argumentales que pueblan la trama, que se viene arriba casi al final y gana la adhesión del respetable por su manifiesta toma de partida por la vía salvaje y menos complaciente.

Para terminar, es de alabar el que toda la función se cierre con el capítulo firmado por David Galán Galindo, divertidísima y tronchante pieza sobre un freak que decide pasar sus últimas horas de vida rodeado de sus amados cómics en la tienda de su propiedad y en la que se ha colado una joven embarazada a punto de dar a luz. Diálogos inteligentes y referenciales se dan la mano en este particular duelo cargado de no poca ironía y hasta de un componente algo naif, que por su disparatado desarrollo da en la diana del respetable. Eso y las brillantes composiciones de sus dos protagonistas: una socarrona Elisa Mouliaá y un adorable, literalmente espléndido Ismael Fritschi. Al final, el humor y el optimismo terminan siendo la mejor arma ante el anunciado fin del mundo, como también demuestran las breves pero magníficas piezas de apertura y cierre firmadas por Javier Fesser, cargadas del mejor de los absurdos. Lejos de toda duda, Al final todos mueren termina por dejarnos un agradable sabor en la boca y un confortable recuerdo en la memoria, auspiciado por las virtudes de cada una de sus historias (unas más que otras, claro está) que por unos defectos aislados que, por lo menos, hablan de un esperanzador talento en la nueva hornada de directores que nos está por llegar.

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Juanma
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1
5 de noviembre de 2013
13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras un primer paso en la dirección de largometrajes tan fallido y poco consistente como fue Tú eliges (2009), se esperaba que en su segunda intentona Antonia San Juan hubiera aprendido algo del error y Del lado del verano supusiera, de algún modo, una evolución en su faceta de realizadora. Nada más lejos de la realidad. Al menos en la primera, la San Juan supo brindarle un merecido lucimiento a una actriz altamente desaprovechada por nuestra industria, Neus Asensi, que salvaba como podía (o como la dejaban) la parte que le tocaba de la función. En Del lado del verano, ni eso. Porque este pretendido reflejo de la idiosincrasia y del espíritu vital inherente a los habitantes de las islas, se nos antoja más un chapucero cóctel de elementos trágicos y dramáticos que, por acumulación, se torna pronto en una caricatura de los mismos, erigida por su propia creadora casi más como un juguete de su personal vanagloria, que en un homenaje a sus paisanos, que poco orgullosos debería sentirse de serlo tras ver Del lado del verano.

Drogas, alcoholismo, cáncer, homosexualidad, SIDA, homofobia, machismo, esquizofrenia, infidelidad y tantos otros elementos catalizadores de mil y un dramas se entremezclan en la trama de esta película, que pone sus miras en las relaciones disfuncionales de una familia de clase media canaria, donde cada uno de sus miembros posee una tara social concreta. La verosimilitud brilla por su ausencia no sólo por tremendo planteamiento, sino también por la forma exagerada e impúdica con la que tales deficiencias se pasean incólumes por la pantalla. De este modo, el más que rebuscado drama surge en la cinta de San Juan de manera extravagante y del todo inconexa, pues no hay atisbo alguno por parte del texto por justificar mínimamente, con algo cercano a la sensibilidad o a la lógica, tremendo mejunje de tragedias personales, más influida la directora por la estrambótica y exacerbada concepción del melodrama del peor Pedro Almodóvar, que por la armonía y la calidez tonal de los clásicos de Douglas Sirk. O, en otras palabras, la célebre telenovela venezolana Topacio (1984) resulta el colmo de la originalidad melodramática y la mesura narrativa, comparada con este segundo largometraje de Antonia San Juan.

El ridículo alcance y resultado final de la parte trágica se ve reforzado por la comicidad extravagante con la que la directora entremezcla todo el cotarro, basada en un cansino ejercicio de contrastes entre lo que se ve y lo que se oye, pues todo el fatídico humor que desprende Del lado del verano surge por la acumulación en los diálogos de un sin fin de tacos y barbaridades mil o, ya llegados casi al final, por la entusiasta intención de la directora y guionista por rizar el rizo de lo dramático, hundiéndose en la parodia y rozando lo escatológico. No hay, ni siquiera, un trabajo de puesta en escena que merezca tal denominación, pues toda la farsa se desarrolla a través de un lenguaje acartonado, funcional de puro aséptico, que bebe terriblemente de parámetros televisivos, lo que denota que el fiasco producido por su ópera prima no debe ser achacable a la impericia de una debutante, sino a la, ahora sí, constatada incompetencia de Antonia San Juan para construir como es debido una obra cinematográfica. Siendo Del lado del verano la gran favorita a obtener el título, de dudoso honor, de ser la peor película española del año.

Ni tan siquiera en la dirección de actores es capaz la habitualmente actriz de sacar algo que justifique el precio de la entrada. A Macarena Gómez le confiere altas dosis de lucimiento, pero al mismo tiempo la hace lidiar con unos parlamentos con molesto tufillo a libro de filosofía barata, algo que, unido al artificioso acento canario que luce, terminan poniendo en evidencia la poca credibilidad de la actriz en un registro que se aleje de los roles alocados que la han hecho famosa. Eduardo Casanova está forzado y antinatural, terrible de puro desentonado, por lo ampuloso de cada una de sus apariciones. Luis Miguel Seguí jamás intenta sacar a su personaje del plano bidimensional, consiguiendo con su caricatura de ese tartamudo que echemos verdaderamente en falta el cine de Mariano Ozores. El abanico de actrices secundarias actúan cada una de ellas en registros bien distintos, redundando así en la insostenible disparidad del conjunto y, muchas de ellas, mereciendo la cárcel por sus nada trabajados personajes, incorporados desde un espontaneísmo sucio y chabacano. Sólo Secun de la Rosa puede salvarse de la quema, aunque más por simpatías subjetivas de este servidor que por llevar a cabo un trabajo verdaderamente digno. Para terminar, como no podía ser de otro modo, la directora se reserva para sí misma las más cuantiosas dosis de lucimiento, de su verborreica y deslenguada vis cómica por un lado, y, el colmo del despropósito, de su histriónico y crispado registro trágico, tan inservible como todo lo demás para conferir emoción a una película incongruente y desatinada. Solo para incondicionales (que ya es mucho).

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Juanma
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3
3 de noviembre de 2013
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una secuencia de apertura del todo desequilibrada en su concepción y montaje, también en sus resultados, se abre esta ópera prima del catalán Joan Cutrina, experimentado productor de, principalmente, documentales, que inicia su andadura en el cine de ficción proponiendo un relato basado en una historia real y utilizando los estilemas característicos del cine policiaco, para contarnos la historia de tres amigos, antaño miembros de una misma banda criminal de barrio, que tras ochos años han tomado caminos diferentes: uno acaba de salir de prisión tras todo ese tiempo y quiere rehacer su vida sin meterse en líos, el segundo es el capo de una banda de criminales que colabora con la policía local y el último se ha hecho policía y trabaja para el departamento de crimen organizado. La idea de explorar el cambio en las relaciones de tres personajes tan antitéticos, pero de pasado compartido, no deja de resultar interesante, como lo es también (por muy manido que esté) el clásico argumento de hombre salido de prisión que buscar empezar de cero, aunque siente la tentación de volver a las andadas pululando a su alrededor. Alpha habría ganado muchos puntos si su director y guionista (Antoni Solé) hubieran apostado porque su película profundizara y desarrollara ambos conflictos. Probablemente, no hablaríamos ahora de una ópera prima malograda. Porque en un evidente caso de error de perspectiva, los responsables de Alpha confieren toda la importancia a las tramas criminal y policial, en detrimento de las, digamos, más sociales, tratando de construir un thriller de carácter urbano al que se le notan demasiado las costuras. Por no hablar de los patrones.

Con un estilo visual claramente inspirado en el Heat (1995), de Michael Mann, poco más brinda esta cinta al género que no hayamos visto antes (y mejor) y cuyo principal problema radica en el texto que la sustenta. Clichés (en el dibujo de los personajes, en la sucesión de acontecimientos, en la naturaleza del contexto en el que todo sucede) y situaciones cuyo desarrollo y resolución responden a esquematismos completamente estereotipados se dan la mano en la trama criminal, mientras la inverosimilitud campa a sus anchas por la policial (con líneas de diálogo y réplicas que producen sonrojo por su infantilismo, como si las hubieran escrito niños de primaria jugando a "policías y ladrones"), logrando que toda la puesta en escena orquestada por Cutrina haga aguas y que, incluso, los insertos de la escueta y anecdótica trama social carezcan del empaque emotivo que necesitaban. Esto y unos giros argumentales de manual, que no ofrecen al espectador más que la sempiterna cantinela en su cabeza de "lo veía venir", dan al traste con la función de manera fatídica casi a mitad del metraje, por lo que llegados al impactante y bien rodado "palo" final, con fuego cruzado incluido, a uno le da por pensar en el mal encauzado potencial de su director, digno de empresas mejor hilvanadas que esta.

Este tenso tiroteo cerca del final resulta, no obstante, una gran sorpresa, cuando a lo largo de toda la película Cutrina había evidenciado una falta considerable de tino precisamente en la creación del clima y la atmósfera internas, primero por la cansina utilización de una selección de temas musicales para nada idóneos en lo que a acompañar las imágenes se refieren, que si no aportan un exceso de ruido verdaderamente incómodo, restan alcance tonal a las imágenes, llevando al espectador a sentir la emoción contraria a la deseada. Segundo, por una indefinición alarmante en su concepción visual, donde se conjuga una planificación sobria y con clase, exquisita unas veces, con otra nerviosa e histérica, que aturde y pierde la atención del espectador, mezclados por algunos desmayos, como ralentís metidos con calzador que, aparte de remitirnos a los visibles referentes cinematográficos de los que bebe la película, solo logran producirnos una tensa molestia ante la constatación de la ambiciosa pretensión del director.

En el campo interpretativo, todo el elenco se ve doblemente limitado: por un material de base tan poco sustancioso y por una planificación más pendiente de hacer constar el dominio y el oficio del director detrás de la cámara, que en permitir que se cuele por la pantalla algo de auténtica verdad. Porque, eso sí, aunque todo parezca jugar en su contra, los actores se muestran voluntaristas y, cual niños, se creen a pies juntillas sus superficiales personajes. Miquel Fernández resulta ser el más desaprovechado de todos, al conferirle la historia tan pocas opciones de lucimiento. Sobrio y sereno, el actor pone en evidencia las ignoradas posibilidades que poseía su trama. Juan Carlos Vellido compone con estoicismo y solemnidad su personaje, levantándolo del lugar común y confiriéndole una grata empatía. El trabajo de un esforzado Álex Barahona llega a ser el más llamativo de los tres, pero más por la obcecada intención del intérprete para, primero, convencer en un registro dramático a pesar de su físico y, segundo, dotar de verosimilitud a su parte del pastel, esto último totalmente en vano. Las cortas intervenciones de unas emotivas Irene Montalà y Xenia Tostado no caldea una función en la que, para colmo de despropósitos, Adolfo Fernández desperdicia una magnífica oportunidad para componer un malo de altura, acometiendo su trabajo desde una televisiva complacencia.

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Juanma
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8
31 de octubre de 2013
3 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Reconforta salir del cine y que te invadan las ganas de esbozar una cálida sonrisa, como de chiquillo engatusado por un bocadillo de Nocilla, o de extasiarte en la caricia cálida y acogedora de un ser querido, como preámbulo a un tierno abrazo o a un beso inocente, en la mejilla o en los labios. Vivir es fácil con los ojos cerrados logra eso tan difícil, en el cine de hoy en día, que es apelar al lado sensible del espectador sin caer en una sensiblería de manual, logrando sortear muy hábilmente la torpe y efectista cursilería mainstream en aras de una eficaz ternura en este filme con cimientos bien sujetos a los buenos sentimientos. Superando aquello que ya hiciera en su debut cinematográfico, La buena vida (1996), David Trueba construye un relato amable y bondadoso sobre la capacidad del ser humano para, sobre todas las adversidades, alzar la frente y tirar para adelante tomando como excusa el viaje físico (pero también emocional) que los tres personajes protagonistas emprenden como huida de una existencia gris y constrictiva y que, lejos de conducirles a una meta que implique un punto de ruptura con el pasado, les llevará a indagar en sus propios miedos y miserias.

Todo ello sin cargar nunca las tintas en los traumas o los dramas personales de cada uno, aunque tampoco en la parte cómica del asunto (que la hay y es de órdago). Muy al contrario, la cámara de Trueba mira hacia otro lado y filma con sencillez y desenvoltura la peripecia del trío por carreteras secundarias, ahondando de manera inteligente en el entrañable y delicioso afecto que nace entre ellos mientras la delirante idea de partida (la búsqueda del profesor de su idolatrado John Lennon) se erige en el perfecto telón de fondo para una película que, como en la contemplación de las fotos viejas en color sepia, se disfruta suavemente sin ser del todo conscientes de la honda y conmovedora razón de ser que encierra bajo su liviana y luminosa apariencia. Porque a través de una cuidada y meticulosa puesta en escena, donde brillan con luz propia una planificación ajustada y certera que logra captar cada matiz, cada leve detalle del encuadre, una fotografía resplandeciente de gran belleza plástica en su nostálgico tratamiento de la luz, un diseño de decorados y atrezo altamente pormenorizado, donde no sobra ni falta nada, logrando un fantástico realismo, del que muchas otras ficciones recientes ambientadas en la misma época están exentas, un montaje invisible que confiere a la historia un ritmo cadencioso, pero vitalista gracias a su reposada condición de ser, y una banda sonora debida a los míticos Charlie Haden y Pat Metheny, que logran con sus compases traspasar la función establecida de la música en el cine, adquiriendo ésta la magnífica cualidad de ser el reflejo de las emociones de los personajes; Vivir es fácil con los ojos cerrados encierra un exultante subtexto que eleva el alcance último de sus imágenes.

Nos encontramos ante un guión complejo, repleto de situaciones del todo verosímiles y de soberbios diálogos, de una capacidad de análisis sentimental elogiable, que no siente pudor en demostrar un profundo amor por cada uno de los personajes y que esconde un competente estudio de una España atrasada con respecto al exterior, un país enclaustrado en sí mismo, incapaz siquiera de atisbar, aún menos de comprender, sus propias carencias. Y, como contrapunto, Vivir es fácil con los ojos cerrados también contiene una agridulce perspectiva de los anhelos y esperanzas de una juventud que pugna por desmarcarse de las oscuras y arcaicas normas establecidas, a lo que la película arroja como vía de salvación el camino de la educación, representada en ese gris y acomodado profesor de inglés protagonista, al que da vida con plena convicción Javier Cámara, en un trabajo de enorme aprehensión, que invita a descartar a cualquier otro actor para tal empeño, incapaces todos de abordarlo de forma tan sobresaliente como él lo hace. Cámara parece haber nacido para interpretar a este personaje, pues resulta un intérprete especialmente dotado para reflejar sin coartadas ante las cámaras todo el patetismo de sus criaturas, sin caer nunca en convencionalismos pueriles o en falsas y amaneradas caricaturas, estériles siempre de emoción. El actor está literalmente espléndido a lo largo de todo el filme, sin alardes desorbitados, desde una agradecida y primorosa contención, plasmando con una naturalidad cercana a la espontaneidad todos los claroscuros de un personaje eminentemente ingenuo.

A su lado, brilla muy especialmente la ejecución candorosa que la debutante Natalia de Molina efectúa de su personaje, sonando en cada una de sus réplicas conmovedoramente auténtica, rezumando una belleza templada y delicada que redunda en el exquisito alcance de la vertiente dramática de su intervención. Por el contrario, el tercero en discordia, Francesc Colomer no llega a aguantar el tipo frente a ellos, por culpa de un trabajo de escaso y torpe acabado emocional, que da como resultado una interpretación a veces impostada, otras directamente falta de algo de chispa y convicción, de garra y personalidad. Única pega que achacar a una función en la que, a mitad de la misma, emerge otra de sus grandes virtudes: un Ramón Fontserè que carga con solemne empatía con uno de esos personajes desbordados de magia y humanismo, de tan larga tradición cinematográfica, una especie de viejo lobo de mar anclado a tierra cargado de nobleza y honestidad por obra y gracia del extraordinario dominio del actor. Aunque más anecdóticas, también es preciso mencionar la caricatura efectista y efectiva que lleva a cabo Jorge Sanz de su personaje, sacándolo del esquematismo, y la fugaz intervención de una aplicada Ariadna Gil, reducida a un mero elemento decorador en una película desbordada de un melancólico aliento de optimistas intenciones y felices resultados.

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Juanma
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4
29 de octubre de 2013
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Contar la sinopsis de Grand Piano, tercer largometraje de Eugenio Mira, es contarlo ya todo de su trama, porque lo que viene a ser la premisa de la función termina revelándose como el "todo" de una película que posee en su entramado argumental el gran fallo que acaba por arruinar un idea de base, en verdad, altamente sugestiva. Que el guionista Damien Chazelle pretenda construir una historia de suspense a partir de una situación tan inverosímil como la planteada en Grand Piano no deja de tener su gracia, pero que el desarrollo de esa idea se vea decorado por una colección de acciones y sucesos tan rebuscados, de remota credibilidad, no consigue otra cosa que echar por tierra las posibilidades de la idea matriz, reduciendo todo el conjunto a una sucesión de absurdos giros argumentales, de guión, con el denominador común de menguar la pretensión de sorpresa intrínseca al género thriller.



De este modo, Grand Piano naufraga en su intención primera, la de conferir elementos de intriga a una situación impredecible, logrando que el espectador se desentienda por completo de unos personajes, para más inri, pobremente dibujados, todos ellos estereotipos de un género bien distinto como es el terror; por lo que tanto la presencia en escena del amigo buenazo que es el primero en caer o de la rubia tonta que no sabe donde se ha metido, genera confusión de géneros e resta puntos cruciales a la edificación de la consabida intriga, algo que, además, sucede fatalmente casi al inicio, donde queda inevitablemente suprimido el interés por lo que pueda acontecerle al atribulado protagonista, un pianista de talento mundialmente reconocido (Elijah Wood, ajustado, llevando muy bien el peso de la película), amenazado de muerte durante el concierto de su reaparición cinco años después de haberse retirado tras un fracaso artístico; al humilde espectador no le queda otra que deleitarse con la deslumbrante puesta en escena de Grand Piano.



Y, en esto, se obtiene un gran disfrute. Porque si algo evita que podamos hablar de Grand Piano como de una mala película (en todos los sentidos) es la fascinante factura técnica con la que su director demuestra el oficio que posee, a la par que deja entrever no poca cinefilia, lo que siempre es de agradecer. Tal y como se ha repetido hasta la saciedad desde que inaugurara el pasado Festival de Sitges, Grand Piano transporta ecos del mejor Brian De Palma, incluso de Dario Argento, pero sobre todo huele a Alfred Hitchcock y no sólo porque toda la película se sustente en un consabido macguffin que el genio británico tan bien supo practicar, sino porque, al igual que ocurre en la obra del maestro del suspense, en ésta brillan con luz propia soluciones de puesta en escena realmente prodigiosas, con una inspiradísima planificación, a través de una cámara que, literalmente, vuela a lo largo de prácticamente toda la función. O una bellísima música diegética que acompasa maravillosamente el discurrir de la una trama que, de no ser por la música, pasaría prácticamente inadvertida.



Elegante, evocadora y fascinante, toda la parafernalia empleada por Mira para poner en imágenes este increíble macguffin alargado hasta el paroxismo, sirve para mantener los ojos del espectador bien abiertos, ensimismado en la belleza casi plástica de muchos planos e hipnotizado por un montaje que, como la cámara, siempre está en continuo movimiento. No es algo que sea negativo en sí, pero en el caso que nos ocupa, todo resulta contraproducente a la generación de la tan anhelada intriga, pues distraen al respetable sin que haya nada verdaderamente sustancioso y remarcable aconteciendo bajo tan llamativa envoltura. Al final, terminamos pensando que dentro de Grand Piano existen dos cintas antitéticas condenadas a entenderse: por un lado, la de un guión imperfecto y mal acabado, que hubiera necesitado de una puesta en escena algo más humilde y sencilla para lograr el alcance perturbador deseado; y otra, la de una magnífica y deslumbrante peripecia visual, de un empaque técnico apabullante, que precisaba de un guión realmente redondo y original para no terminar condenada al olvido.

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Juanma
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