Admitamos que la alegoría que está en la base del argumento posee cierto sentido.
Admitamos incluso un punto de originalidad en la voluntad del director.

Pero el desarrollo de la historia resulta vulgar y escasamente creativo, su trama se enreda de forma poco convincente, sus personajes carecen de atractivo no sólo por su estética deliberadamente grotesca e incluso la duración del cortometraje se nos antoja, por redundante, excesiva.

Así las cosas, pasemos página.

Una letanía inquietante y obsesiva nos sumerge paulatinamente en el universo tétrico de la protagonista. Su tenue voz de espíritu atormentado llena la sala de notas vacilantes, de temores inconfesos, de mensajes reiterados que anuncian un final poco edificante.

La labor de la animación le sigue el juego y lo complementa con su grafismo fantasmal.

Entre ambas componen el pastel para la celebración.
They have to die.
Millhaven está servido.

Una magnífica ambientación espacial nos sitúa en un escenario que rápidamente identificamos como propio porque lo hemos vivido mil veces en otras tantas películas y en reportajes de la televisión.

Lo más difícil ya está hecho.
En cuanto comprendemos que los protagonuistas podemos ser nosotros mismos no nos cuesta admitir como verosímiles los derroteros por los que la historia discurre.

De eso se trata.

Escenas cautivadoras trazadas con el pulso de la acuarela, del grafito, de la aguada o de los recursos que la informática sugiere, aparecen ante los ojos del espectador como una suerte de magia en que lo enigmático y lo cotidiano coinciden en el mismo plano.

No te puedes sentir ajeno.
Y por si eso no bastara, una extraordinaria selección musical se apodera de ti y pretende embriagarte y transportarte hasta los confines de un mundo remoto.

No te resistas.
Déjate llevar porque el viaje merece la pena.

A la tercera va la vencida.
O a la cuarta.

Todo resulta sencillo, espontáneo y con un toque de naturalidad nada desdeñable.
La prisa de los ciudadanos, la indiferencia de los extraños, la cotidianeidad de las situaciones, la premura del reloj, la lluvia pertinaz, las miradas distraídas y hasta las pisadas de alguien que pasó por allí prestan su colaboración sin aspavientos.

Los personajes resultan anónimos pero el espectador advierte sin dificultad, desde el primer minuto de proyección, que está sucediendo una historia importante.