La transformación de un cisne; la decoloración de Nina, esa inocente bailarina que, encarnada en Natalie Portman, se desvive por llegar a interpretar el papel que cualquier compañera de profesión querría: la Reina Cisne. Durante la preparación para la gran actuación, vemos como todo lo que originalmente define a la pura Nina va transmutando en aquello que siempre ha evitado: frialdad, manipulación, obsesión y aislamiento.

Aronofsky, mientras ambienta esta particular metamorfosis con una banda sonora que encaja en cada uno de los fotogramas como si de un puzzle se tratara, produce en el espectador todo tipo de sentimientos (entre ellos, por qué no decirlo, excitación en ciertas escenas) y magnifica cada uno de sus apectos.

También brilla con luz propia - al igual que el cisne blanco - la originalidad con que es tratado el tan usual argumento central; el cómo una chica intacta es convertida en un juguete roto repleto de traumas, inseguridades y frustraciones por culpa del intrincado mundo que representa el arte escénico. Un filme lleno de metáforas y submergidas significaciones, pero ante todo, lleno e impregnado de preciosa poesía; un filme en el que la conocida obra de Chaikovski hace de prisma conversor de luz blanca en eterna oscuridad.