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España España · Santander
Críticas de Simsolo
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Críticas 53
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
13 de febrero de 2022
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Al otro lado de la ley” parece escrita contra el Mel Gibson de “Arma letal” y sus secuelas, como si el actor quisiera corregirse a sí mismo en aquellas “buddy movie”. No se le puede negar madurez al australiano en muchas de sus elecciones y esta adensa su carrera. Su carisma sigue ahí, pero cuesta encontrar simpatía y humor en este filme rodado totalmente a contracorriente. Cuando muchos directores sacan brillo a la superficie digital de la narrativa cinematográfica, S. Craig Zahler se sumerge en el pantano del día a día de la delincuencia y la ley (una ley hipócrita y política, escrita en minúsculas) sin idealismo alguno. Delincuentes y policías apenas se diferencian. No hay seña de identidad más clásica y perdurable del cine negro que la ambigüedad. Aquí es su esencia.

Su director rehúye esa efusión espuria de planos y contraplanos que azota a gran parte del policiaco actual, para solventar las cuitas de unos y otros en secuencias de gran calado: se habla, se mata y se ama como si las elecciones que propone la vida fuesen intercambiables. S. Craig Zahler se toma su tiempo en dirimir los asuntos. Un tiempo pausado y neto, poblado de ruidos y silencios, que recuerda al mejor Melville. La película discurre mediante bloques que van presentando a los personajes y se suman formando una sólida amalgama de 159 minutos, que parece remitir a su título. La ilusión apenas aflora. La secuencia inicial de la fallida detención en el apartamento con el interrogatorio de la chica, deja clara la postura de los dos protagonistas y su relación con el microcosmos que habitan; la piedad se roza con las yemas de los dedos, pero es inasible. La negrura expositiva del filme va ahogando poco a poco y la violencia surge colapsada y terrible. Su poso perdura escenas después. Al contrario de lo que otros opinan, no hay mejor radiografía de la inseguridad moderna, de la fragilidad de todo, que el corto papel de Jennifer Carpenter y su actuación en el banco: un atraco que asusta y conmueve a partes iguales y un destino tan absurdo como elegiaco, a cuenta de un calcetín de bebé.

El único reproche sería el momento, dentro de la furgoneta, en el que S. Craig Zahler recuerda que es el firmante de “Bone Tomahawk” y se deja llevar por un gore eficaz pero, tal vez, solo tal vez, deudor de una marca de fábrica. El resto del tiroteo es un ejemplo adulto de cómo el destino se tuerce y la esperanza se agria. “Al otro lado de la ley” carece de concesiones. Su maestría no es pedante, sino tensa. La sensación de que la fractura de la realidad se va a producir en cualquier momento nos ata al asiento. Un salto hacia atrás en el tiempo en pos de un cine, el de los setenta principalmente, en el que se hurgaba en las vísceras de la sociedad sin vacuidades ni adornos. Aquí la muerte duele y el vacío existencial de los contendientes perfora la noche como los faros de los coches en los que huyen.
Simsolo
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10
22 de enero de 2022
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas tan hermosas que duelen. “Duelo en la alta sierra” milita en esta categoría. Más allá del género y sus servidumbres, de las convenciones que forman su gramática, la hondura de su narración trasciende. Sencillamente, conmueve. La dirigió un casi bisoño Peckinpah con un pie en el oeste que fue y otro en el venidero. El indomable director de la cinta en la frente ya estaba llamando a la puerta de lo que sucedería después: la exhibición de las entrañas del western en consonancia con etapas menos diáfanas, la reescritura de sus mitos. “Duelo en la alta sierra” es una epopeya íntima por la edad de sus protagonistas –ineludible lo que para el cine del oeste significaban sendos actores- y por el emotivo tratamiento de su relación con un mundo que ya ha cambiado.

Trata de la dignidad y la amistad, referentes de un cine muy alejado de la sobrecarga tecnológica del cine actual. Pero en esta obra de cámara rodada en exteriores también hay cabida para el amor, lo grotesco y la usura de una nueva época. Para el fanatismo como credo y la violencia como ritual de existencia. Rodándola, Peckinpah ya estaba conformando su propio grupo salvaje de actores y técnicos, sin que eso la convierta en un ensayo. Es un largometraje redondo, clínico en su análisis de la vejez y turbador hasta las lágrimas en su desenlace, cuando los destinos se aprietan hasta dejarnos sin aire. Su conclusión es una conjunción perfecta de ternura y lenguaje cinematográfico: los ángulos y enfoques de la cámara, los travellings, tienen esa carga moral de la que alardeaba el amigo Godard. Un duelo que es una epifanía para el espectador.

Es curioso como el Peckinpah pleno y crepuscular hasta la elegía de “Pat Garrett & Billy the kid” ya estaba en este título. La presencia de L. Q. Jones es un ejemplo. En ambas historias agoniza con perplejidad y pena, lamentando que su corazón deje de latir y su devenir por praderas y montañas concluya. Él, como los hermanos Hammond, también tiene su decoro y su forajida grandeza. El uso de la música, el picoteo de las gallinas, el extrañamiento de los códigos del género en su pureza, la chifladura de Warren Oates, anuncian el vuelco total del western tal como lo habíamos conocido hasta entonces. “Duelo en la alta sierra” se merece el honor de transgredir y homenajear.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Simsolo
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9
15 de enero de 2022
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta curioso cómo el paso del tiempo reubica algunos títulos. “Río Conchos” sería uno de ellos. Un western respetuoso con la tradición del género y a la vez una sacudida de sus cimientos, su reverso desmitificado. El reflejo de un presente crispado y mutante (la Norteamérica de los sesenta), en una epopeya del pasado. A menudo fue considerado un buen filme –incluso excelente-, pero nunca una obra maestra. La política de autores entiende de clases sociales y Gordon Douglas siempre militó en el artesanado.

Revisándola en uno de sus enésimos pases televisivos, sin embargo, la fortaleza de su narración acongoja e intimida, menoscabando logros ajenos más reputados. Es una película tan descreída como sólida, rocosa, que avanza plano a plano hacia una perfección tallada a cuchillo (impagables los gestos de Franciosa con el suyo justo antes del encuentro con los bandidos). Un film isla que anuncia otro acercamiento al western de Douglas igual de memorable, “Chuka” (1967). Ambos se encadenan y anuncian la ruptura definitiva que encarnarían Peckinpah y otros fronterizos. No se puede negar la influencia de muchos de sus episodios en un largometraje tan solvente como “Grupo Salvaje”; los temas básicos del paseo del “wild bunch” por México ya estaban en sus entrañas de polvo y cuero: la descarnada visión de una época, el retrato de unos hombres endurecidos, tan ambiguos como inquebrantables, y el alcance definitivo de la amistad. Douglas se movía a menudo en la serie B y cuando cambiaba de división, su estilo ahorrativo y conciso encontraba una nueva dimensión. En su cine, cada plano, cada gesto filmado cuentan algo y tornan maciza esta travesía en busca, como tanto se ha apuntado en otras críticas, de una locura propia de Conrad. Una mirada sin sentimentalismo al abismo interior.

Sorprende también cómo su discurso político, que lo tiene, entronca con nuestra realidad. Los nostálgicos que tratan de revivir el espíritu del viejo sur en territorio extraño nos hacen pensar -dando un salto de décadas-, en los cowboys reaccionarios que tomaron el Capitolio en enero de 2021, bajo el auspicio de la extravagancia ideológica y las banderas confederadas. Como si la mansión soñada del general Pardee -un trampantojo de un pasado perdido-, fuese el asediado monumento esencia de la democracia reconstruido a su gusto. En la película, esa hecatombe de ideas, esa exhibición de locura, es combatida por un desigual grupo: un cuarteto casual, unido por deudas personales, al que se suma una mujer india. Contra las florituras ideológicas de los arribistas y su alzamiento, no tienen más armas que el arrojo, un código de lealtades privado y las convicciones habituales: venganza, dinero, deber, libertad. Son enemigos entre sí, pero se necesitan y pactan un último sacrificio que arrebate las armas a los apaches insurrectos y destruya la alegoría de Pardee.

El rostro granítico del gran Richard Boone es el film en sí mismo. Un actor que nunca fue una estrella, pero terminó siéndolo en el corazón de los cinéfilos. El modo en que encarna a su personaje y conduje la acción es una lección de naturalidad interpretativa. Encarna por sí solo un mundo violento en el que no hay apenas hueco para la ternura. Cuando esta asoma –la escena con el bebé-, es para perpetrar otra vuelta de tuerca hacia la crueldad. No es un filme tan lúgubre como “Chuka”, porque su paisaje no son las entrañas de un fuerte cercado, sino la grandeza de un paisaje, pero en cada movimiento de sus protagonistas se distingue el pesar que los acompaña. Un título ejemplar, rodado con la valentía de los pioneros y la destreza de un director dotado para hacer de la tosquedad eficiencia, del encuadre una reflexión sin imposturas intelectuales. Cine en su esencia más noble y disfrutable. La realeza de un género que supo contar la vida de un país y hacerlo leyenda para luego, inevitablemente, excavar en sus tumbas. Polvo errante sobre la gran pradera. Otra forma de narrar la historia que no figura en las enciclopedias.
Simsolo
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8
5 de diciembre de 2021
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Bye bye Germany” incomoda: el holocausto judío es un asunto severo que no admite chanzas ni lecturas contradictorias. Aquí se sustituyen la épica y el compromiso por la capacidad de resistencia del individuo en situaciones que lo superan. Durante una guerra y su miserable prolongación -esas posguerras que colmatan de miseria décadas enteras y carecen de espacio en las enciclopedias-, solo queda una opción: sobrevivir. Quizás la capacidad para contar chistes del bufón protagonista sea la misma que le permite lucirse con la oratoria de cualquier vendedor a domicilio. A pesar de los aires liberadores, la ocupada Alemania conserva el hedor de los hornos crematorios y cualquier estratagema es lícita para huir. Explotar la mala conciencia de unos y otros despeja el camino de nuestros timadores. Dejar atrás un país culpable y pernicioso –el dolor que les supone recorrerlo- barre de un plumazo otras consideraciones morales.

El tono adoptado es el de un cuento perverso con dos macabros figurantes en permanente fuera de campo, un Führer y un Duce que rivalizan como payasos. Su realizador no oculta esa impresión literaria, sino que la acrecienta simbólicamente. Todas las escenas en las que interviene el perro tienen esa inflexión naíf de las fábulas que conceden la risa sin evitar el escalofrío. El plano en el que el hombre simula cojear y camina junto al tullido can, ambos alejándose, esconde una poesía que es un homenaje a la amistad. Cine mudo en su expresividad. Incluso la distante militar americana que conduce los interrogatorios y tiene en sus frías manos la llave de la conclusión (estupenda Antje Traue), esconde sus miedos. No es una historia de amor grandiosa, desde luego, sino un apaño en un momento torturado de dos seres desplazados. Los sentimientos hay que rescatarlos de las alcantarillas. No se trata de pasión, sino de refugio. La esperanza de la carne entre mugre y tristeza.

La reaparición del grueso y jocoso oficial alemán traslada la supervivencia al otro bando. El revés de las cosas, o tal vez su verdadera cara. El mismo escenario para todos. El desdichado se alegra del reencuentro con su preso favorito porque piensa que, exculpando a nuestro embaucador, formará parte de una cadena de favores. Como si su maldad hubiese sido una mala ocurrencia. Los que critiquen “Bye bye Germany” por su falta de heroísmo y denuncia, por su contención emocional, leen mal entre líneas. No hay que engañarse. Por debajo de su mansa y costumbrista corriente circula el poso de un totalitarismo que nunca atendió a razones. No las necesitaba porque las creaba. Y si el absolutismo de la intolerancia vuelve, tocará sobrevivir, ser humanos y hacer de las debilidades vida, no heroísmo. Otra clase de arrojo.
Simsolo
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9
31 de octubre de 2021
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
A “La (des)educación de Cameron Post” se le pueden perdonar los titubeos televisivos de algunos encuadres. Su hondura es otra y va más allá de la afortunada concurrencia de planos más o menos vigorosos, que también los hay. Cadencia y contenido se dan la mano con una armonía que no es casual, sino fruto del esmero. En una historia como la que narra, la autonomía de los actores y su credibilidad apuntalan la caligrafía de su directora. La sensibilidad no se construye con excesos dramáticos ni trucos. Trata un dilema moral –“su” moral, el patrimonio de los que mandan- y cómo afrontarlo cuando los sentimientos propios son otros y escuecen a la mayoría. Nuestra Cameron (“tú nombre ya es de por sí demasiado masculino para abreviarlo”, le espetan) ama a otra chica, un ser atrevido y delicado que padece como ella la incomprensión: una vez sorprendidas, la mano ejecutora de la normalidad se dispone a separarlas y, en el caso de Cameron, a su sanación.

A algunos les ha sorprendido la falta de carnaza, el tempo comedido de las escenas y su desarrollo, el pie en el pedal del freno a la hora de afrontar lo peliagudo. La tensión real, no nos engañemos, se desliza por dentro de las imágenes impregnándolo todo. La sustancia de unas vidas cuestionadas por una autoridad moral tan bienintencionada como ridícula. Al final, los intentos del sistema por juzgar y reprimir enternecen tanto como la asumida disparidad de nuestra protagonista. Para lograrlo, los actores se prestan al juego de la existencia con soltura y convencimiento. La intimidad de todos queda al descubierto a través de un guion que aligera sin diluir. Llega un momento incluso en que los censores, los represores, son los sorprendidos por sus propias incongruencias. Qué pensar de esos dos hermanos al cargo de la institución, tan confiados en Dios que se han olvidado de sí mismos, de lo que siente o aman. Ellos tampoco han elegido; su aparente suficiencia es ceguera, como si el cielo hubiese ardido sin borrarles la sonrisa.

Nuestra Cameron se rodea de semejantes de su mismo sexo, del contrario o de otro. No importa cuál. Los puritanos de postín que esconden sus inseguridades detrás de añejos fundamentos se quedan al margen, desvelados, desnudos. Todos llevamos un iceberg dentro y arrastramos su parte sumergida. En “La (des)educación de Cameron Post” la intolerancia se resquebraja; es loza vieja. La comprensión del otro prevalece sobre unas ideas contritas y rancias que el amor convierte en serrín. Cameron lo sabe desde el principio. No necesita encontrarse porque no se ha perdido. Sola o acompañada, conoce sus opciones. Aquellos que le han negado la libertad de elegir no pueden poner límites a su mundo, un futuro que cabe en el remolque abierto y despejado de una camioneta.
Simsolo
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