Voy a ser breve: la película es Elisabeth Moss. Ella tiene miedo, un miedo pavoroso, a su pareja. Lo tiene y lo transmite. Ella es la razón por la que pasas angustia. El motivo por el que no descansas. Es perturbadora. Aterradora. Inquietante. El resto de actores, actrices y personajes pueden estar mejor o peor traídos y ofrecer mejores o peores resultados, pero forman parte de algo gracias a ella, que es el conjunto, la mezcla, la cadencia y la explosión.

Si mis hijos salen del cine cantando y bailando, y yo con una sonrisa en la boca, no puedo decir que sea mala. ¿Simple?: si. ¿Previsible?: si. Nos lo han dado masticado, y -salvo algún giro argumental- cualquier espectador habría podido reescribir de esta manera el genial guión que Disney nos presentó en 1992.

Pero, ... ¡qué bien lo han hecho! Se plagian a sí mismos en los dos principales temas musicales de la película de animación (lo contrario no se lo habríamos permitido), mantienen la esencia del filme y de sus personajes y mejoran lo todo cuanto pueden. Si lo mejor de la anterior (imposible no compararlas, ustedes me perdonarán) era el genio, su homónimo de 2019 lo iguala a su manera. Qué sencillo habría resultado darle el papel a Jim Carrey y matar al personaje, y en cambio y por fortuna, cómo se/nos divierte Will Smith reinterpretándolo.

Muy agradecido.

Sentimientos.

Emociones.

Si pudiéramos etiquetarlos en frascos tendríamos estanterías llenas de ellos. Trataríamos de ordenarlos por tamaño, color, antigüedad, olores, sabor, ... Tomaríamos un poco de rabia, la mezclaríamos con frustración, le añadiríamos alguna contrariedad y luego beberíamos esperanzas a espuertas, tomaríamos ilusión y nos rociaríamos de optimismo mientras abrigamos a un tiempo la nostalgia, la pasión y el desconsuelo.

Pero no, no podemos archivarlos. Ni siquiera sabemos en qué remoto lugar de la mente residen, si están en el cuerpo o forman parte de ese "algo más" insustancial que algunos llamarán alma cuando simplemente es incorpóreo. Esos centenares de estados de ánimo, esos desajustes de nuestra personalidad que nos vuelven vulnerables, irascibles y peligrosos son una amalgama de dolorosa realidad que sin saber cómo ni por qué nos golpea una y otra vez hasta dejarnos abatidos frente a ellos. Imprecisos. Poderosos. Intangibles. Acechándonos tras la esquina, entre el viento, sobre las aceras, al sol, bajo la lluvia o en el dulce reflejo del cristal de una ventana.

Nadie; nadie se enamora de la persona equivocada. Siempre te enamoras de la persona precisa. Cuando te corresponde se encienden las luces en las calles, y las plazas se llenan de risas y sonidos, cuelgan las banderolas y disfrutas del abrazo de la noche, por una vez cómplice del sueño. Y cuando no te corresponde, ... Ay, amigo. Cuando no te corresponde ve a tu estantería, si sabes dónde hallarla, y revuélcate en tus frascos de dolor. Trata de recomponerte entremezclando de una pócima a otra, hasta que el paso del tiempo -que no el brebaje- te otorgue la distancia suficiente para asimilar que nada puedes hacer. La misma persona que te enciende te desinfla. El amor. Cómo es. Qué raro se mueve. Y cómo nos lastima sin querer.

Esta película es sólo una comedia romántica más. Una más. Y por otro lado, ... si no me quiere, ¿por qué me trata así?

No se preocupen, ya verán: al final acabará bien. La película, claro.

Steve Carrel, qué pena damos.

Coherence (James Ward Byrkit, 2013) narra la historia de varias parejas que se reúnen en una de sus viviendas para cenar. Este hecho coincide con la cercanía a la Tierra de un cometa cuyo roce con la atmósfera había provocado décadas atrás diversos sucesos anómalos. El filme cuenta con el atractivo de toda obra de muy escaso presupuesto, que combina con una puesta en escena muy efectiva, grandes diálogos y un guión soberbio. Digamos que la obra cuenta, por tanto, con un buen cuerpo. Pero lo que sobrecoge es su alma.

La trama de Coherence está trufada de pequeños misterios que a un tiempo perturban e inquietan, y obligan a continuar el hilo hasta un desenlace doblemente inesperado e inusual. Antes que ella, sólo El Hombre Menguante (Richard Matheson, 1956) -me refiero ahora a la novela, adaptada luego al cine por su propio autor como El Increíble Hombre Menguante (Jack Arnold, 1957)- presentaba un final tan inquietante como el que vimos luego en Coherence.

La coherencia de la película de Byrkit radica precisamente en su guión, que comparte con Alex Manugian. Para comprenderlo, digamos que el Universo conocido puede interpretarse a través de determinadas leyes físicas. Estas leyes son globales y explican cualquier fenómeno, desde el más pequeño de los que puedan percibirse con el ojo humano hasta la órbita de Mercurio, por poner un ejemplo. Sin embargo, autores contemporáneos a Einstein descubrieron una verdad incómoda: a partir de ciertas escalas -por debajo del átomo- el comportamiento físico se explica fuera de esas leyes. Nace así el concepto de física cuántica, donde un mismo elemento puede encontrarse a la vez en dos lugares diferentes, la distancia más corta entre dos cuerpos no es la línea recta, o en el mismo instante pueden coincidir dos realidades diversas.

Los postulados casi increíbles de la física cuántica son lo más parecido a la ciencia-ficción clásica del cine y la literatura, y son tan aparentemente anárquicos que ponen en duda la arquitectura del Universo sin moverla un ápice de donde se encuentra. Y eso la hace tan apasionante como rompedora.

El guión de Coherence bebe de los cimientos mismos de la física cuántica y lleva sus enunciados a nuestra realidad supra-atomíca; es decir, al Universo que podemos percibir con nuestros sentidos. Y el resultado de esa superposición de reglas -que la naturaleza misma de la física cuántica convierte en verosímil- lleva a esta película, de apariencia tan sencilla, de una premisa desconcertante a una conclusión demoledora.

Perfectos Desconocidos (Álex de la Iglesia, 2017) presenta una escenografía similar a la anterior, y por momentos consigue una atmósfera parecida. Con un suceso cosmológico de fondo, sin embargo, lejos de basarse en la ciencia ofrece un fenómeno “mágico”, carente de base alguna. Digamos que hay un cierto logro en copiar el cuerpo, aunque carece de alma.

El Juego (Fred Cavayé, 2018) es un remake de la anterior y, por tanto -aunque alcanza cierta virtud en su puesta en escena-, presenta sus mismos defectos. Le cabe a su favor un cierto aire de originalidad en sus minutos finales que mejora su reflejo de 2017. Y algunos golpes de humor que ayudan a romper el ritmo habitual de tensión que predomina a lo largo de la cinta. Pero el remake de una obra además de por sí “inspirada en” ha perdido ya mucho por el camino.

Si está dudando entre ver El Juego o alguna otra, hágame caso: Coherence, … Rechace imitaciones.

Para todos los públicos pero no para toda la familia, "El Grinch" está ideado -o eso parece- para los más pequeños de la casa. Con ellos cumple: humor blanco, personajes muy perfilados, trama sin dobleces, una estética sin aristas y un poco de ñoñería propia de las fechas en que transcurre.

Ningún guiño en especial para los adultos -si bien ha caído alguna risa en escenas puntuales- a quienes no llega a entretenernos hasta bien avanzada la película. Nos queda el consuelo de no haber tenido que aguantar en esta ocasión los excesos con los que Jim Carrey tuvo a mal bombardearnos hace dieciocho años (en este sentido y paradójicamente este Grinch es mucho más humano) y, sobre todo, saber que los pequeños se lo pasaron bien, que de eso se trataba.

Si lo viera con ojos de niños le habría puesto más nota, pero no ha sido el caso y bastará reconocerle el mérito con un seis.