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España España · Miranda de Ebro
Críticas de Cocalisa
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Críticas 32
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
6 de enero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sospecho que el responsable de la traducción del título original de esta película -Le nom des gens- sufría un episodio más que agudo de gastroenteritis cuando decidió bautizarla para su distribución exterior como Los nombres del amor, en el caso del mercado hispanoparlante, o The names of love, de cara al anglófono. Tal ocurrencia vendría así a explicarse como una deriva coherente con la sintomatología frecuentemente escatológica de la dolencia.

La elección de rótulos arbitrarios a la hora de distribuir largometrajes extranjeros en nuestro país no es novedosa, desde luego. Pero en este caso vienen a sumarse otras circunstancias agravantes. Me explico: si el anónimo botarate al que estoy insultando se hubiera molestado en ver al menos un fragmento de la cinta, habría captado la intención más que expresa de su director de alertar sobre los condicionantes que nuestro nombre (y, por extensión, nuestra pertenencia a una historia familiar, a un grupo social, a una etnia…) introduce en nuestra existencia individual, en nuestros sentimientos y nuestro comportamiento. Habría comprendido que una traducción literal del título -El nombre de las personas- se adecuaría a la voluntad del realizador y evitaría, de paso, conducir a algún espectador por un sendero erróneo. Si, además de gratuita, la traslación es, como aquí, rotundamente cursi el delito resulta definitivamente imperdonable.

Por fortuna, desde sus primeras secuencias la historia nos atrapa y conduce a los temas que Michel Leclerc pretende exponer. Adoptando una apariencia divertida, a ratos hilarante, pero aventando sin remilgos algunas de las sombras presentes en la sociedad francesa y, desde hace décadas, en buena parte del resto de Europa: las cicatrices dejadas por el colonialismo o el Holocausto, el rechazo del inmigrante, la pervivencia de estereotipos que ahondan las trincheras cotidianas, las dificultades de la convivencia entre culturas o creencias diferentes y larvadas en ocasiones por un descarnado afán supremacista, la resistencia de cada cual a afrontar las huellas de una experiencia traumática…

Materias graves, desde luego, pero sabiamente presentadas -que no descafeinadas- en un esquema de comedia clásica: aquella que parte del conflicto entre dos personalidades radicalmente diferentes destinadas sin embargo a enamorarse sin remisión. Ya saben, la persistente leyenda de la atracción de los polos opuestos. Comicidad basada en las situaciones, en la conducta extravagante de algunos de los personajes secundarios y, desde luego, en la disparatada lógica de la protagonista, empeñada en reconvertir fascistas por la vía de su reclutamiento sexual, labor a la que Baya Benmahmoud -brillantemente interpretada por Sara Forestier- se entrega con persistencia estajanovista. Una vocación que, obviamente, tortura a Arthur Martin, su atribulado coprotagonista, al que da vida un estupendo Jacques Gamblin.

El Premio Cesar al Mejor Guion Original, escrito por Michel Leclerc y Baya Kasmi, reconoce el acierto de su arriesgada apuesta: uso frecuente de la voz en off, parlamentos directos a la cámara, entrecruzamiento en una misma escena de actores que representan distintas edades de un mismo personaje, corporización de sucesos imaginarios… Narrativa desprejuiciada al servicio de una consigna rompedora: “el día en que sólo queden bastardos habrá paz en la tierra”.
Cocalisa
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7
18 de noviembre de 2019
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un pastor ciego, trasunto del legendario Homero, canturrea un jayeechi, esa ancestral tonada que narra la vida cotidiana, las historias de amor y de odio, de riqueza y de ruina de la comunidad wayúu, habitante inmemorial del desierto de La Guajira, en el extremo norte colombiano. Su melodía monocorde nos conduce en un viaje hipnótico a esa etnia aferrada durante siglos a ritos y convicciones -el valor de la palabra, la familia y el clan como compromisos supremos, la autoridad nuclear de la mujer, el carácter premonitorio de los sueños…- puestos del revés por su contacto con otros principios extraños. Con la cultura de los alijunas, ese término con que los wayúu designaban a los conquistadores españoles y ha servido después para referirse a lo “no indígena”.
Reforzando ese paralelismo con el universo del deslumbrado griego, Pájaros de verano se articula en sucesivos Cantos -Hierba salvaje, Las tumbas, El limbo…- con los que Ciro Guerra y Cristina Gallego construyen su relato épico de la “Bonanza marimbera”, ese breve periodo en el que La Guajira se convirtió en centro de producción y tráfico de una marihuana de óptima calidad para el mercado estadounidense. Un tiempo en que las sacas de dólares habían de calibrarse a peso, tal era su abundancia, inundando un territorio secularmente estrangulado por la pobreza y sostenido apenas por un contrabando tradicional de bienes de primera necesidad. Un paréntesis de desmesura que derivaría pronto en ambiciones encontradas, en una corrupción generalizada y en una violencia que aún hoy persiste.
Asistiremos los otrosojeros a un relato personalísimo, de apariencia a ratos mítica pero sólidamente anclado en los aconteceres guajiros: en sucesos bien recientes, como la guerra entre las familias de los Cárdenas y los Valdeblanquez -de arranque impreciso, tal vez un recurrente lío de faldas- que produjo doscientos muertos y forzó a la alcaldesa de Santa Marta, Ana Sánchez Dávila, a expulsar a ambos clanes de la ciudad. O como las interminables parrandas de los narcos marimberos, habituados a improvisar la compra de viviendas próximas al punto en que festejaban sus jolgorios a ritmo de vallenato para albergar puntualmente a sus convidados, o a abandonar vehículos de lujo en las cunetas de aquellos parajes desolados en caso de avería, sustituyéndolos por otros nuevos para evitar la molestia de una reparación.
Pero Pájaros… transciende la mera acumulación de anécdotas disparatadas: Guerra y Gallego han sabido sumar a su apariencia de Ilíada caribeña una voluntad de aproximación etnográfica a ceremonias y costumbres sorprendentes: encierros prolongados para superar la niñez, bailes bellísimos para celebrar el paso de la pubertad a la adolescencia, papel angular de los palabreros, portavoces de cada familia cargados con la pesada responsabilidad de abogar por los intereses de ésta y de resolver las disputas entre clanes sin otro instrumento que su discurso y su capacidad de garantizar el cumplimiento de lo pactado…
Permanece así la fascinación de los coautores -que venían colaborando en trabajos anteriores dirigidos por Ciro Guerra en los que Cristina Gallego intervino como productora- por el espíritu tribal, por un alma milenaria que alienta la actuación de muchos de los protagonistas de sus largometrajes: el chamán de El abrazo de la serpiente, el juglar de Los viajes del viento, la matriarca de Pájaros de verano… Seres que parecen suspendidos entre la actividad inmediata y un espacio atemporal, despertando en el espectador un sentimiento de extrañeza, esa sensación de irrealidad presente en tantos de nuestros sueños.
Cocalisa
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8
23 de enero de 2019
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una sonrisa budista


Lucky, o de cómo un galápago centenario en busca de su destino, un socarrón matasanos y la confidencia emocionada de un veterano de guerra pueden iluminar los últimos pasos de un vaquero solitario. Una joya fílmica, la que John Carroll Lynch y un puñado de amigos en estado de gracia nos ofrecen en hora y media escasa: en mi opinión, la duración perfecta para una película, aborreciendo como aborrezco la prolongación gratuita, tediosa hasta el bostezo, de los metrajes que vienen imponiéndonos las nuevas producciones.
Un paraje austero, semidesértico, en el imaginario fronterizo del oeste americano. Un nonagenario escuchimizado, ajeno al paso del tiempo hasta que la realidad viene a imponer sus reglas. El relato de los días en una población habitada por personajes entrañables, comprometidos todos, sin plena consciencia de ese acuerdo, a apoyarse, remisos en todo caso a reconocer abiertamente ese afecto colectivo.
Todo. Todo en Lucky es extraordinario. Lo es, para empezar, el valor preciso para elegir como protagonista omnipresente de una producción a Harry Dean Stanton, que ya había cumplido noventa años al inicio del rodaje (de hecho, el inolvidable Travis Henderson de Paris, Texas no alcanzó a asistir, por escasas fechas, al estreno del film). Lo es la colaboración espléndida de un buen número de viejos colegas de nuestro personaje: David Lynch, Ed Begley Jr., Tom Skerritt, James Darren, Barry Shabaka Henley, Beth Grant… que bordan sus papeles. Lo es el guión de Logan Sparks y Drago Sumonja, aparentemente simple pero riquísimo en sugerencias y matices, en la estela de otros “manuales” útiles para la preparación de nuestra despedida, desde el antiquísimo Libro de los muertos al también añejo Ars moriendi, auténtico “best seller” en una época azotada por la gran peste. Lo es, desde luego, la selección musical: la banda de Elvis Kuehn, los temas country de Michael Hurley y de Foster Timms, la conmovedora interpretación que el propio Dean Stanton hace del “Volver, volver” de Maldonado…
¡Qué privilegio disfrutar de esta primera realización de John Carroll Lynch, que ya había demostrado sus dotes interpretativas en Fargo, El fundador o Gran Torino! ¡Qué suerte ser testigos de las andanzas de Lucky, desinhibido propietario de calzoncillos pulgueros, fumador compulsivo de Américan Spirit, esforzado gimnasta capaz de completar, entre pitillo y pitillo, veintiún repeticiones de lo que atrabiliariamente califica como “ejercicios de yoga”, aficionado a los concursos televisivos y a resolver, no sin ayuda, crucigramas, individualista convencido, ateo! ¡Qué placer, por si todo ello no bastase, observar la creciente desolación de Howard (David Lynch, sosteniendo un portentoso equilibrio entre la sabiduría y el desatino) ante la fuga de Presidente Roosevelt -“el galápago planeaba su huida desde hace días”-, y su posterior conversión estoicista!
Cuanto talento el derrochado por Harry Dean Stanton para mostrar sin aspavientos las emociones aparejadas al descubrimiento de la propia finitud, a sentimientos de culpa soterrados durante décadas y a la voluntad de redimirlos, a la búsqueda de una aceptación reparadora. ¡Qué regalo la inserción en la historia de elementos autobiográficos de este prolífico actor: el recuerdo de un ruiseñor, fulminado involuntariamente en su Kentucky natal muchos años atrás, su servicio en la Armada como cocinero en un buque transportador de armamento que participó en la batalla de Okinawa, en la Segunda Guerra Mundial…!
Cuanta sabiduría, en fin, la mostrada por el director al basar la inspiración del protagonista, su reconciliación con su destino, en el encuentro casual de Lucky con un excombatiente en la misma contienda (soberbio Skerritt) y en la imagen vívida que éste conserva de la alegría de una pequeña en medio de aquel horror. Esa clave, y la intuición certera del ciclo de la vida (evidente incluso en el extremo de un cactus avejentado), harán brotar la sonrisa más hermosa que recuerdo haber visto en pantalla. Una sonrisa budista.
Cocalisa
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9
1 de agosto de 2018
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dudo que nadie pueda seguir las aventuras -desventuras, para ser más preciso- del joven Bosco, protagonista espléndido de Selfie, sin verse asaltado una y otra vez por el recuerdo de los pícaros eternos de nuestra literatura. Como ellos -como Guzmán, como Pablos, como, notoriamente, Lázaro de Tormes- desnuda Bosco su trayectoria desvergonzada y, al hacerlo, muestra también las desvergüenzas de un país y un paisanaje similares en exceso a los descritos cuatro siglos atrás.
Hoy, como entonces, asistimos de forma cotidiana a las trapacerías de quienes, al tiempo, no dudan en sermonearnos con prédicas sobre honradez, laboriosidad y compromiso patrio. La concatenación interminable de latrocinios multimillonarios, cinismo estratosférico, componendas y silencios culpables protagonizados en las últimas décadas por políticos, banqueros, empresarios modelo y supuestos sindicalistas ha asolado demasiadas esperanzas colectivas, ha teñido de escepticismo el ánimo de una porción alarmante de la ciudadanía y ha devastado el valor de ideas y palabras.
¡Qué oportuno, qué impagable -por tanto- el acierto de Víctor García León al construir (con el magro presupuesto de 10.000 euros y la colaboración generosísima de unos estupendos intérpretes y unos técnicos resolutivos) Selfie, un falso documental que -permítame tirar de un lugar común quien esto lee- debería ser de visionado obligatorio! Colmado de humor, inteligencia y abundante mala leche, este tercer largometraje de García León (tras Más pena que Gloria y Vete de mí) nos invita a acompañar a Bosco (inmenso Santiago Alverú en su representación de este antihéroe apijotado) en su ejemplar descenso a los infiernos. Penoso itinerario que arranca en La Moraleja, urbanización de lujo en la que nuestro personaje parasitaba sostenido por un padre ministro pepero -detenido de súbito bajo la recurrente acusación de delincuencia económica- para concluir en el barrio de Lavapiés, territorio que siente erizado de peligros.
Clasista, xenófobo, racista, chaquetero y desconsiderado hasta la náusea, mostrará Bosco una obligada aptitud para la supervivencia. Aunque para lograrla haya de unir su destino a una podemita invidente (trasunto del ciego a quien servía y del que se sirvió el Lazarillo salmantino), mendigar favores en mítines de toda laya, o intentar aprovecharse de algunos deficientes. ¿Cómo explicarse que, adornado con semejantes hábitos, no podamos sentir desprecio, sino lástima y aún a ratos cariño, hacia este gandul desterrado? Tal vez por su ingenuidad aparatosa -que le lleva a imaginar su nueva vida, antes de iniciarla, como “el camino del samuray”- o por esa sinceridad desprejuiciada en la que adivinamos un riesgo menor que el que encierran los poderosos de nuestro tiempo. Tal vez, más probablemente, por la soterrada complicidad que director y protagonista consiguen establecer con los espectadores: escrutad, parecen sugerirnos, nuestras andanzas y recordad la naturaleza de vuestros días.
Invitación a la consciencia como último bastión de rebeldía personal ante tanto esperpento. No en vano cierra su realizador esta estupenda película con la observación de Bosco -“Oye, huele un poco a pis”- a la enajenada esperanza de su deslumbrada compañera: “nosotros por lo menos tenemos un futuro por delante”.
Cocalisa
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9
17 de febrero de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La cámara enfoca el Cine Royal, recorriendo después en una lenta panorámica las fachadas un tanto desvencijadas de la calle principal de Anarene. Sólo los matorrales, barridos por el viento, parecen poseer vida en este retrato con que Peter Bogdanovich nos introduce en el villorrio tejano, escenario de este fabuloso título.
Rodada en 1971, "La última película" iba a beneficiarse de la confluencia de enormes talentos. El de su realizador, apenas treintañero, un cinéfilo obsesivo que en su juventud llegaba a ver más de cuatrocientos largometrajes por temporada y que más tarde nos regalaría "¿Qué me pasa, doctor?" o "Luna de papel". El de Larry McMurtry, que seis años atrás había publicado “The last picture show”, la novela sobre la que construiría con Bogdanovich el guión de la película homónima. El del director de su magnífica fotografía en blanco y negro, Robert Surtees, artífice también de la imagen de, entre otras, "Cautivos del mal", "Mogambo" o "El graduado". El descubrimiento fulgurante de actores prácticamente noveles como Timothy Bottoms, Jeff Bridges o Cybill Shepherd. Las actuaciones espléndidas de Ben Jhonson y Cloris Leachman, justamente premiadas con los Oscar al Mejor Actor y Actriz de Reparto. La elección de los temas musicales de Hank Williams, de Bob Wills and His Texas Playboys o de Eddie Fisher, que con tanta nitidez evocan aquella América de los 50, apenas salida de la segunda Gran Guerra y asomada ya a la de Corea…
Ocho candidaturas a los Oscar (a la Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Guión Adaptado, Mejor Fotografía…) y la concesión de dos al trabajo de Jhonson y Leachman harían justicia a esta joya: el relato de los días de dos jóvenes amigos, Sonny y Duane, y de la atracción que sobre ambos ejerce la sensual Jacy; de la influencia que en sus vidas juegan adultos como Sam el León –propietario del cine, el bar y un astroso billar- o como Ruth Popper y Lois Farrow, esposas más que desesperanzadas; de las corrientes que surcan bajo la superficie aparentemente inmóvil de una comunidad rural; de un tiempo suspendido que aquí dura doce meses, pero que podría circunscribirse a un minuto o extenderse a una agobiante eternidad; del auxilio que unos y otros buscan en el sexo, como si el contacto con otra piel pudiera calmar la ansiedad de la propia. Viendo una vez más el filme antes de redactar esta nota, no puedo dejar de pensar en el “dolor de crecimiento”, ese mal que tan frecuentemente afecta en la niñez y en el paso de ésta a la adolescencia. Una molestia banal -si hemos de atender su descripción médica: dolor óseo recurrente benigno-, pero que no deja de importunar insistente las noches de quienes la experimentan. ¿No sirve, después de todo, este síntoma como metáfora leve del sufrimiento que tan a menudo planea en el paso a la madurez, cuando no se empeña en acompañar a los más desgraciados de sus pacientes, como los habitantes de Anarene, hasta el final de sus días? ¿Cabe confiar, en el caso de éstos últimos, en su remisión? "Texasville" –secuela de La última película basada también en un texto de McMurtry, en la que el director observa veinte años después a unos Duane y Jacy adultos- alienta a buscar una respuesta…
Entre tanto, una nueva panorámica, que concluye ahora en el Cine Royal antes de fundirse a negro, pone fin a este melancólico prodigio.
Cocalisa
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