Sabiendo que es de los 50, y americana, y cine negro, el final es lo de menos. Lo importante es resaltar que estamos ante un buen thriller que se funda en una buena historia que se intensifica progresivamente, como sucede cuando hay calidad. El estrecho margen de los corredores del tren, que sea solo uno el se enfrenta a los malos o que los años 50 sea una época de incesante autobombo cultural no son por sí mismas condiciones de buen o mal cine. El buen cine surge aquí de la exitosa combinación de elementos tan previsibles en el género como el polizonte duro y torpe, la mafiosa de lengua viperina, la dama buena y en apuros, los cigarrillos constantes, el soborno que es prueba de virtud, la clarividencia de la inocencia de los niños, la maldad inhumana de los malos, o el juicio poético definitivo que salva a los buenos y castiga a los malos pese a cualquier ilusión inducida en sentido contrario. La excelencia se alcanza aquí, pues, no como resultado de la excepcionalidad desbordante sino de la sabiduría en aunar lo ordinario.

Es difícil ser épico y no caer en lo ridículo. Este es el tenue límite que condiciona el género de superhéroes, de ahí que su seguimiento suela decaer con el paso del tiempo, ya que la madurez reniega de la teatralidad tanto de lo épico como de lo ridículo. Esta última entrega cinematográfica del vigilante de Gotham tiene el regusto de una ambiciosa novela gráfica, por lo que hay pretensión de complejidad en un género que prima el desarrollo lineal de la trama. Así lo atestigua también su larga duración. Las imprescindibles escenas de acción y los efectos especiales justifican buena parte de los muchos millones de dólares del presupuesto y que el espectador crea que el espectáculo deba continuar. Dicho espectáculo se extiende al plantel de actores, que no falte de nada, con un Christian Bale, que para mí es el mejor Batman de película, y un Michael Caine que nunca está mal. Anne Hathaway pone la chispa sexy que permite que se admita a este miembro gatuno de la familia Batman en la pantalla, y Robin sobra tanto que debería haber muerto de nuevo. No mucho más se puede resaltar en esta película de superhéroes que repelerá por su dilatada ridiculez a la legión de profanos aquejados del mal inducido de la curiosidad, que reencontrará a los talludos nostálgicos con el tiempo perdido, que entusiasmará a los fans del género aunque la película hubiese sido mucho peor. He aquí una fórmula eficaz del blockbuster.

¿Hay necesidad de ofrecer un remake de una película de hace diez años? ¿Qué dejó en el tintero la versión de Reimi y sus secuelas (con tendencia a la caída libre, soy consciente de ello)? ¿Acaso todas las adaptaciones cinematográficas de cómics no comienzan con la historia de la génesis del héroe? En definitiva, ¿qué justifica tanta repetición? Desde luego no la justifican unos efectos especiales que, aun siendo excelentes, no desmerecen la versión de Reimi. La nueva historia añade, eso sí, una pátina adolescente y blandita que aleja a los seguidores de Marvel más talludos: El verdadero enemigo de Peter Parker no es Lagarto sino el desequilibrio del pavo que sufre el personaje. Algunas escenas son insufribles en su culto a la imaginería de una adolescencia que, pese al ropaje legitimador de estos errados tiempos, siempre será un pasión, pues se padece, antes que una virtud. Incluso Lagarto no es más que un adolescente trasnochado que no se acepta como es. En fin, la épica contemporánea se va al garete con estos héroes descafeinados y emasculados, estos niñitos blanditos que disimulan su inseguridad y los granos de la jeta sacando pechito y musculito y que van al insti a lucir el palmito con ridículas poses de héroe maldito. Así me entran ganas de pasarme a DC.

Sospechad de una película cuyo argumento se sustancia en un tráiler. Éste es el caso de esta película, donde todo el mundo gana tras asumirse que no se puede empezar más bajo. Salvando las máscaras y el lavado de cara moderno y plebeyo, que es lo mismo en el cine con pretensiones comerciales, la película se ha visto ya tropecientas veces. François Cluzet y Omar Sy le dan una pátina de solidez a una historia más sobre la posibilidad del optimismo.

Se lanza la bomba de humo de una familia de lesbianas y una ligera pero inconfundible imaginería liberal americana para enmascarar un mensaje de lo más conservador: La familia nuclear es intocable, el extraño nunca es bienvenido, mi casa es mi castillo, mantente fuera de mi propiedad y mi familia, forastero. Como contraste, a veces parece que la trama se decanta por ahondar en la emancipación de las convenciones inútiles y que el amor integrador e indulgente puede tener la última palabra. Entonces da la sensación que la deriva de la historia pretende mostrar que acabar queriendo es la otra cara de nuestras faltas y debilidades. Esta creencia en la bondad innata de los seres humanos es parte del ADN demócrata, y de la izquierda en general, y se muestra la patita por debajo de la puerta para que precisamente no se encienda la luz roja antipropaganda conservadora yankee. El giro definitivo de la historia hacia los valores familiares tradicionales son consecuencia de la victoria de éstos frente a unos cuernos de toda la vida, lo que daría lugar al drama de toda la vida, que es lo que es en esencia esta película, y dichos cuernos parecía que se reconducían para ser superados en otra forma de relación relacíon familiar más libre y abierta pero no, los valores cursis americanos triunfan y a estas alturas ya no es tan relevante que haya una pareja de lesbianas en la pantalla. En todo caso, queda atemperado, casi desactivado el peligro, porque para entonces son lesbianas republicanas. Con el tiempo se olvida tal accidente y permanecen los valores sagrados e incólumes de la familia a salvo del resto de peligros disolventes. Ahora sí que podemos dormir tranquilos, inocentes, como niños.