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España España · Málaga
Críticas de flecha
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Críticas 43
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
20 de abril de 2024
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Una auténtica joya del cine clásico. Dirigida por Jacques Tourneur, siempre camaleónico, imaginativo, versátil e igualmente dotado para la acción y la lírica visual.
La película es, a efectos prácticos, un western con ingredientes arquetípicos: el vasto espacio alejado de la civilización donde apenas impera la ley, los indígenas expulsados y masacrados, la disquisición sobre la libertad simbolizada en el gaucho a caballo, la dicotomía entre la pradera infinita y las alambradas, la dialéctica campo-ciudad; todo ello envuelto en una aventura magníficamente urdida.

Uno de sus puntos más destacables es haber sido rodada enteramente en la Pampa argentina, que además es el ámbito de la diégesis. En el último cuarto del siglo XIX, el Estado argentino pretendía expandirse de manera efectiva hacia el sur y el oeste, a través de la urbanización, el ejército y el ferrocarril. Es decir, un proceso histórico paralelo a la conquista del Oeste norteamericano, pero apenas llevado a la gran pantalla. Sin embargo, Tourneur se atreve y además mantiene un admirable rigor a la hora de escoger escenarios naturales y arquitectónicos en exteriores, dotando al conjunto de verosimilitud y, aún mejor, de una espléndida belleza cromática y espacial.

Las escenas de acción son vibrantes por el virtuosismo con el que fueron rodadas, la historia de amor resulta arrebatadora y el duelo personal entre el forajido y el perseguidor es de una nobleza moral insólita. Una última lectura histórica: a pesar de la sangre derramada y la aculturación, qué huella tan indeleble y fecunda dejó España en las posesiones de ultramar, y qué devastadores fueron los nuevos estados nacidos de la emancipación: capitalismo salvaje, persecución de indígenas, injerencia angloamericana, luchas fronterizas, golpes de estado, espadones, desigualdades económicas irresolubles, oligarquías corruptas.
“Martin el gaucho” es una película hermosísima e injustamente desconocida.
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9
27 de febrero de 2015
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Exponente del mejor cine europeo, "Ida" es una de esas pequeñas joyas que nos sorprenden de vez en cuando si atendemos a sus planteamientos estéticos y temáticos, puesto que, a pesar de recorrer caminos ya vividos de matanzas, dictaduras y racismo (en suma, ese pasado hiriente que no termina de cerrarse), rápidamente cae el espectador en la cuenta de que Pawlikowski quiere contar mucho más. La vida, en concreto, focalizada desde el punto de vista de alguien que no ha vivido, o que ha vivido tan sólo parcialmente, de acuerdo a los encorsetados y muy pautados parámetros de la vida clerical en comunidad. Lo que pulula allá fuera, en las ciudades y los pueblos y los hoteles y los despachos. Relaciones humanas difíciles, una realidad cruda, un país muy gris. Abordarlo por medio de la "road movie" en forma de viaje de iniciación, de descubrimiento de un universo desconocido, ya era un punto de partida felizmente planteado.

Por lo demás, "Ida" sugiere belleza estética, hondura espiritual, autenticidad humana. Al final, lo de menos es la elección de Ida: toma el camino de la fe, pero ella ya ha descubierto lo que es el mundo, un lugar contradictorio, cruel y fascinante, donde conviven lo hermoso (el amor, el arte encarnado en el jazz) y lo terrible (la mezquindad, la tiranía, la delación por ambición, la barbarie totalitaria). Hay dos escenas particularmente poderosas. La primera, ese maravilloso instante en que se encuentran dos ámbitos muy alejados: Ida baja al salón y allí queda deslumbrada por los sonidos hipnóticos de los jazzistas, guarda la distancia, como si prefiriera no ser vista, pero no puede apartar la mirada, ni la mente, de esa música enigmática y sugerente, y el plano general queda fijado, englobando ese "choque" sereno de dos formas tan distintas de entender la vida: el mundo libre, exuberante y espontáneo del jazz, y el mundo recogido y austero de la religión. Por otra parte, el funeral de su tía, donde contrastan la fachada de un Estado grandilocuente con el drama interior de una muchacha sencilla. El discurso político, encendido y falso, resuena ajeno al vacío de la única persona que siente la muerte de alguien que en poco tiempo le ha enseñado mucho. Pocas veces una película expresa tanto con tan poco. A través de lugares devastados por la guerra, el racismo y la represión, Ida conoce el ámbito exterior a donde ha crecido, ese cosmos enormemente complejo que coexiste fuera de los muros del convento: los placeres de la carne, las derrotas personales, las miserias humanas. "Y después, ¿qué?", le preguntará al saxofonista. "Nada, lo normal...la vida", le responde éste.

Pawlikowski apuesta fuerte por una fotografía meticulosa, milimétricamente calculada y como afanosa por arrojar un poco de luminosidad en ese mundo tan oscurecido por el horror y la opresión, desarrollando en paralelo una brillante puesta en escena en la que los personajes interactúan y se mueven, esculpidos por la luz de ese blanco y negro tan plástico, pero siempre retratados desde una posición que adopta el plano fijo; es ahí cuando se desata toda una sinfonía de miradas fugaces, el tempo pausado entre frases y réplicas de los diálogos, los gestos imperceptibles que hacen que el cine cobre vida desde el interior del propio encuadre, como cuando ella retira el brazo levemente en la barandilla donde ambos se apoyan y hablan por primera vez a solas, o esos impulsos carnales reprimidos dentro del convento: las miradas tímidas pero inevitables de la monja madura, la voluptuosidad del cuerpo sugerido bajo la tela mojada cuando las novicias se bañan...

El reto de aunar dos geografías del alma tan distintas que se encuentran y que han de afrontar un pasado doloroso se ve sustentado en dos actrices estupendas: esa melancolía que desprende la mujer decadente y arrepentida, o la economía gestual de la novicia, acorde a la adustez del clero regular. Tal vez el gran triunfo de esta película sea sacar una gama tan amplia de cuestiones (engarzadas de forma unitaria) con la absoluta soltura de quien no necesita del subrayado o de esos otros recursos lacrimógenos tan recurrentes cuando se trata del exterminio judío. Y esto último se agradece sobremanera.
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9
24 de noviembre de 2014
3 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Será difícil adivinar dónde está el techo de Chistopher Nolan después de asistir a sus dos obras más ambiciosas hasta hoy, que son "Inception" (2010) y la que ahora nos ocupa, "Interstellar". Me formulo esta duda inicial porque debe resultar verdaderamente complicado para cualquier cineasta (digamos que inquieto, curioso, no conformista) trasladar en imágenes y en una historia coherente (aceptando el intrincado juego de elucubraciones que supone un guión como a los que se enfrenta en estos dos films) semejante planteamiento argumental, tan cargado de cuestiones trascendentales y científicas que han provocado ríos de tinta en un medio mucho más adecuado a tal fin como son la novela y el ensayo. Me da la sensación de que construir con las premisas argumentales y temáticas de las que parte una película que a la postre resulta sólida, sugestiva, vibrante, arrolladora, con nervio, debe ser algo así como enfrentarse a un coloso. Perseguir una quimera. Sin embargo, y esto es lo importante, Nolan lo ha conseguido, rozando, alcanzando, o aproximándose bastante al más inasequible de los logros de Kubrick.

"Interstellar" es, en cualquier caso, todo un reto intelectual e imaginativo para el espectador. Creo que es difícil asistir a experiencia cinematográfica tan estimulante, tan viva. Los millones de presupuesto ayudan, claro, y la narrativa de Hollywood siempre se hace notar, pero Nolan estampa su sello indeleble en cada secuencia, y un servidor sólo podría no declararse entusiasta de los cinco minutos finales. El resto es un producto de lujo, que nos exige el máximo porque es un esfuerzo titánico por ofrecer el máximo. "Interstellar" puede llegar a hacer latir el corazón por encima de lo normal, y puede agarrarte a la pantalla mientras desgrana sus arcanos y misterios por medio de un uso perfecto del montaje, marca de fábrica de su autor. Y es que Nolan, no lo duden, es un autor como la copa de un pino. Más allá de excesos, más allá de algún producto comercial desechable (dirijan la mirada a la trilogía de Batman) y una ambición sin límites que no sabremos en qué fracaso estrepitoso desembocará algún día. Pero, oiga, bienvenido al club de los mejores. Se lo ha ganado. ¿Cómo? Apostado muy fuerte; manteniendo sus señas artísticas y narrativas; llevando hasta las últimas consecuencias sus obsesiones, sus inquietudes, su mundo personal y no siempre accesible. Lo difícil es convertir en fascinante ese mundo propio. Y lo cierto es que "Interstellar" conseguirá fascinar en la plasmación de unas preguntas universales e indispensables para la gran ciencia-ficción.

La metafísica de Borges, aquella "estética de la inteligencia", el tiempo, los espacios, las dimensiones, nuestro mundo, otros mundos, Asimov, Einstein y la relatividad, Arthur C. Clarke...y como ya apuntábamos, la obra faraónica que Kubrick dejó para la posteridad. Porque la mejor heredera de "2001: a space odyssey" (1968) ha llegado. Se lo debe todo, pero quiere proseguir el camino. Así como el abismo de Gargantúa es hijo el monolito negro, Tars es una revisión bonachona y perfeccioanda de Hal 9000. Y el penúltimo viaje de Cooper, el decisivo, el desesperado, es el periplo que realizaba Bowman hacia el conocimiento, la salvación, la nada, ese horizonte último. El nuevo hombre.

Pero no todo son resonancias. "Interstellar" es por méritos propios una de las mejores películas de ciencia-ficción que se hayan hecho siempre. Porque ha sabido releer el pasado, ha sabido recoger el guante; hay lucidez al interpretar los más altos desafíos temáticos y convertirse en una obra extremadamente bella en su composición formal a la vez que sugerente en su contenido cósmológico y filosófico. Necesitamos películas repletas de preguntas, no queremos (tantas) respuestas. El espectador debe esforzarse y tener un papel activo. En relación a eso, "Interstellar" alberga un tramo considerable de cine estratosférico (perdonen el chiste), ese en el que se encadena un clímax mantenido de más de media hora en el que nos sumergimos en un viaje agotador, formidable en sus implicaciones metafísicas y muy hermoso en la conjugación de sus imágenes. Allí donde la excelsa partitura de Hans Zimmer se erige en protagonista absoluta y donde Nolan y su fotógrafo van Houtema se convierten en verdaderos estetas, llegando incluso al punto en el que la caligrafía visual se acompasa a una banda sonora que pasará a la historia. En la línea de "Gravity" (Alfonso Cuarón, 2013), los constantes planos llenos de cadencia y silencio resultan sobrecogedores en la captación del movimiento de las astronaves y el espacio sideral, y nos recuerdan irremisiblemente a aquel Danubio Azul que resonaba en la infinitud. También hay tensión, mucha, en esa prolongación del tiempo diegético que Nolan gusta de exprimir mediante un uso magistral del montaje paralelo cuando se trata del crescendo y el clímax (en el planeta del doctor Mann, en el horizonte pentadimensional, esa especie de Aleph interminable) que ya antes se han ido cocinando a fuego lento. Y, especialmente, en esa secuencia irrepetible en la que Cooper intenta acoplar su nave al cohete, donde Nolan hace toda una demostración de conocimiento técnico y cineasta con pulso.

Es todo un alivio que la ciencia-ficción con mayúsculas, aunque escasa, siga viva. Si la trama secundaria en el planeta Tierra nos parece de lo más endeble, casi ordinaria, es porque para la trama principal, la de la búsqueda de un nuevo hogar a través de los siglos y la gravedad, se muestra extremadamente poderosa, nos seduce desde el primer minuto, nos fascina en la formulación de sus misterios indescifrables y sus universos inalcanzables. Hay un casting excelente, por cierto, en el que sobresale Jessica Chanstain. Y es que "Interstellar" deja muy buen sabor de boca, por lo que nos exige y nos pregunta. Por lo que nos cuenta y como lo cuenta.
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9
29 de septiembre de 2014
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
A nuestro cine se le pueden reprochar muchas cosas, pero creo que hay un ámbito en el que contamos con excelentes ejemplos: el cine rural. "Tasio" es uno de ellos; clásica en su factura, descubrimos una película bella, armoniosa, honesta y extraordinariamente lírica. Armendáriz plantea una obra sencilla y a la vez ambiciosa si atendemos a su intención de querer filmar el paso del tiempo, los sentimientos y todo un modo de vida que se pierde a paso ligero. Felizmente, logra aunar tan altos objetivos en una película cuya historia huye de toda complejidad para centrarse en captar el ritmo vital de unos grupos humanos, aquellos que habitan en el monte, los valles y los pueblos de sus laderas. Hablamos de una sierra vasca, como podríamos estar hablando de la dehesa extremeña de "Los santos inocentes", los parajes gallegos de "El bosque animado", o la austera meseta de "El espíritu de la colmena". El mérito de estos filmes y sus cineastas es, entre otros muchos, el de acercar la mirada hacia el ámbito rural y aprehender sus esencias más profundas, sus costumbres, sus paisajes ocultos, su mitología y sus fuerzas a las que se ha de enfrentar el ser humano. "Tasio", como las mencionadas y otras tantas, en ese intento de acompasar la narración de unos hechos y, por ende, una vida, a los ritmos y exigencias que nos impone la naturaleza, constituye una obra de extraordinaria riqueza visual y sonora, narrada con una sabiduría y una lucidez fuera de toda duda, pues sabe aprovechar, a través de una perspectiva entre la admiración y la reivindicación de unos valores antiguos, la fuerza inagotable de un ámbito tan jugoso como es el del marco rural, que no sólo representa un testimonio de alto valor antropológico y etnográfico, sino que se erige siempre en extraordinario hábitat donde las más primitivas pasiones afloran y las relaciones humanas se muestran en su apariencia más desnuda.

Así, Armendáriz se introduce en cualquier aldea de una geografía que conoce bien para abordar los dos principales dramas que se han vivido en el campo español durante todo el siglo XX y parte del XIX: la emigración a la ciudad, y la posesión de la tierra en manos de unos pocos. Problemas seculares y, en muchas comarcas, irresolubles, que han vertebrado las relaciones económicas y laborales de gran parte de la población, como vemos en el caso del protagonista y de su amigo. El segundo, ante la miseria y el atraso, hará como los personajes de "Surcos" (J.A. Nieves Conde, 1951), no dudando en acudir a la capital alavesa, donde, como en tantas otras ciudades, el boom de la construcción a partir de las políticas aperturistas y desarrollistas del régimen ya asomaba, ejerciendo de eje de atracción para las masas campesinas de las provincias que se veían abocadas al jornarelismo o, directamente, al desempleo. Sin embargo, Tasio constituye una personalidad rebelde, excepcional en su tenacidad y apego a los modos de vida que le enseñaron sus mayores. La caza, principalmente, y la actividad carbonífera, le valen para seguir adelante, como valieron para su abuelo y su padre. Tasio rechaza en todo momento la sumisión al patrón, al propietario; su mundo es el de los campos sin alambres, el de los baldíos y las tierras comunales, adonde el campesino acude para explotar una naturaleza propiedad del municipio en la que encuentra leña, caza menor y pesca. Por ello, Tasio es el reflejo de una figura que ya casi no conocemos hoy en día, prácticamente anacrónica, admirable en su sentido del equilibrio natural que ha de respetar el trabajador del campo para no agotar un hábitat y unos recursos que necesita para sobrevivir. Porque Tasio, en su inagotable amor y respeto por su tierra y sus labores, es en el fondo la representación del hombre cazador/recolector que no persigue el enriquecimiento, sino la garantía de una subsistencia, resultado de la sabiduría del campesino que sabe gestionar su entorno de forma sostenible. Es lo que le ha sido transmitido a través de las generaciones, como en una escena donde, siendo aún niño, lleva unos pajarillos a su casa:
Tasio- Para que te enteres, nunca cojo más de la mitad de las crías.
Padre- Como debe ser, que cogerlas todas no está ni medio bien...
Tasio- Ya sé.
Padre- ...que una cosa es cazar, y otra despiezar los nidos. Y nunca cojáis más de lo que es bien, que así siempre habrá caza.

[continúo en spoiler sin desvelar nada]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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9
9 de noviembre de 2013
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para el espectador contemporáneo, acostumbrado a un tiempo en el que las producciones abundan en banalidad y extrema pobreza creativa, asistir a cualquier gran obra del cine clásico conlleva comprobar el contraste que, con los años, se ha implantado entre dos mundos tan alejados. Me explico. Resulta verdaderamente difícil hoy en día encontrar historias tan bien contadas, con un sentido del ritmo tan apabullante y unas propuestas formas de formidable coherencia. Créanselo: ver un western o un film noir de los años 40 o 50 se ha convertido para mí, con el tiempo, en un auténtico oasis, una especie de pompa en la que me sumerjo gozando cada minuto con una forma de hacer cine que, por infinitas circunstancias, ya no se hace. O apenas. Y ya no me refiero a las célebres obras maestras de esta época dorada, desde “Laura” hasta “Atraco perfecto”, por poner dos ejemplos, pasando por el numeroso conjunto de grandes historias en las que destacaron los filmes de Lang, Walsh o Hawks.

Me refiero, esta vez, a pequeñas joyas, a producciones de presupuesto más discreto (a menudo he acabado boquiabierto con la serie B de estos años), a obras menores de directores que, no obstante, conservaban en ellas ese sello de calidad que venía garantizado por la narrativa cinematográfica americana. Hollywood se pobló de películas como estas, porque cada año se sacaban muchísimas, aunque no de bazofia tan generalizada como hoy día. “Poder invisible” es un excelente ejemplo de esto. Coetánea a la inolvidable “Ley del silencio” de Elia Kazan, comparte con ella algo más: la temática y el ambiente de los muelles portuarios de una ciudad de la costa Este. Ya saben: la mafia controlando el tráfico comercial, nadie sabe nada, policías corruptos, estibadores lacónicos y explotados, matones y demás chusma callejera, y una nación con una economía imparable llena de claroscuros. Capitalismo desenfrenado y sindicatos silenciados o controlados. El país se construye, se enriquece, a base de una circulación descomunal de capitales, una producción infatigable, una riqueza natural considerable, y una mano de obra inmigrante que sólo persigue el sueño americano. O sobrevivir.

La política de Macarthy que alguien ha señalado para este contexto me parece oportuna. Esta especie de terror a la delación y a la infamia se traduce, en el guión, en una persistente amenaza de traiciones y dobles caras que conduce al espectador en todo momento hacia la duda y la sospecha. Esa oscura ambigüedad que es parte esencial del género. El protagonista, un detective corriente, grandullón y honesto, se ve inmerso en una trama que no necesita ser intrincada para convertirnos en adictos y que engarza perfectamente con toda esa tradición de novelas negras en las que el argumento tiene unos estereotipos, unos esquemas, unos iconos, unas metáforas que fueron siempre las mismas, pero modificadas de alguna manera por cada autor y cada cineasta. Broderick Crawford construye un personaje al estilo Bogart, lleno de ironía, chulesco, socarrón, cínico, aunque si cabe más feo y vulgar. Y enormemente contradictorio, humano, cuando lo ves hacer un papel dentro de otro papel. Los diálogos son cortantes, secos, directos, tan magníficos como los mejores del noir; presten atención al intercambio de balazos dialécticos con el hostalero o con la rubia.

Parrish no da descanso en la narración, algo normal en las películas que se destilaban por aquellos años. Hace, de un guión sencillo, pura orfebrería en el arte de contar una historia. Y se mueve como pez en el agua al recrear ese ambiente peligroso, lúgubre y podrido que es el muelle de una gran ciudad, donde el proletario se ve envuelto en peleas, alcoholismo y tratos sucios con capos del crimen organizado. A partir de ahora, recordaré a Broderick Crawford como el irlandés provocador que siempre pedía en la taberna una jarra de cerveza junto a una copa de vino blanco. Son imágenes que permanecen. Las gabardinas, los sombreros, los revólveres, las calles encharcadas y las alcantarillas humeantes, las putas y los desempleados; los bajos fondos, en fin, son el decorado del que uno piensa: “menudo sitio por el que se mueve esta gentuza. Y parece hasta fácil, pero ya no se hacen películas como ésta.”
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