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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
10
12 de marzo de 2017
29 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pocas películas, si es que hay alguna, habrán sido objeto de más intentos de interpretación que «El año pasado en Marienbad» [abrevio en lo sucesivo: «Marienbad»]. Las teorías sobre su posible significado son múltiples e incluso se dice que sus creadores la construyeron consciente y voluntariamente de modo que satisficiera una pluralidad de interpretaciones. Se dice también que el director, Alain Resnais, y el guionista, Alain Robbe-Grillet, que asumió casi el papel de codirector, tenían una visión distinta de la historia: mientras que, para Resnais, el protagonista decía la verdad y, en consecuencia, la película trataría de la memoria y el olvido, para Robbe-Grillet, por el contrario, el protagonista mentía y, en consecuencia, el tema de la película sería más bien la persuasión.

Susan Sontag, por su parte, alude a este film en su ensayo «Contra la interpretación», donde afirma que «habría que resistirse a la tentación de interpretar “Marienbad”». Sontag basa su propuesta en la idea de que toda interpretación altera la naturaleza real de la obra interpretada, al sustituir sus elementos fundamentales, destinados a ser sensorial y emocionalmente percibidos, por conceptos elaborados por la mente razonadora (A significa esto; B significa aquello; C, aquello otro, etc.). Sontag parece partir del hecho de que la razón necesariamente se erige de forma dictatorial en la única facultad supuestamente fiable de conocimiento, que pretende atribuirse siempre la última palabra. Independientemente de que esa sustitución esté o no presidida por una adecuación o correspondencia fiel del discurso verbal, es decir, de la interpretación, con el objeto interpretado, la gravedad de la mutilación reside en la conceptualización misma, en la creencia más o menos inconsciente de que la obra de arte puede reducirse a discurso.

Ahora bien, que la interpretación se realice con frecuencia sobre la base de esta creencia subyacente no quiere decir que así deba ser por necesidad. Pues la conceptualización que la interpretación implica puede ser consciente de su carácter parcial, y por tanto secundario, con respecto a la apropiación de la naturaleza esencial de la obra; esta, por otra parte, ni mucho menos tiene por qué estar cerrada a una razón que no deja de ser un aspecto, limitado pero fundamental, de la inteligencia humana. En consecuencia, la interpretación puede reconocer la limitación de su status y, en lugar de aspirar a suplantar a la obra, colocarse a su servicio, aceptando su relatividad, lo que podrá redundar en enriquecimiento y no en tergiversación. Pues lo que no se puede olvidar es que aunque toda superficie revela, también oculta; hay una profundidad más o menos insondable en todas las cosas, y reflexionar y elaborar un discurso sobre un objeto artístico, incluso interpretarlo, para tratar de ver y hablar del sentido que pueda haber por detrás de su epidermis no es forzosamente deformar o mutilar, sino que puede también aproximar a su realidad originaria, ayudando a transformar su opacidad en transparencia.

En todo caso, creo que Sontag tiene una parte de razón, y una parte importante, en la medida en que el racionalismo de nuestra cultura nos impide ver las obras de arte (al menos de ciertas artes y quizá en particular del cine) por lo que realmente son en sí mismas, de modo que, mediante la interpretación, ignoramos o, peor, sofocamos y suprimimos todo lo que en ellas se sustrae al discurso, que puede ser precisamente lo esencial.

Por otra parte, no todas las obras de arte —más específicamente, no todas las obras cinematográficas— están construidas de forma semejante y no todas han sido concebidas para ser recibidas de manera similar. Hay películas más próximas, desde su concepción, a una obra musical y otras al ensayo filosófico, por ejemplo, y, obviamente, el papel que pueda y deba desempeñar la razón —y, por tanto, la interpretación— en la recepción de unas y otras será muy distinto.

Aunque pueda sonar a provocación, «Marienbad» me parece una película con un elevado grado de transparencia en lo que tiene de esencial; también, y quizá por eso mismo, con un elevado grado de opacidad en lo que tiene de accidental. En «Marienbad» casi todo lo que tiene que estar claro lo está hasta la evidencia; si parece lo contrario es sencillamente porque no se atiende a lo que la película pretende mostrar —y muestra—, y se busca soluciones a problemas inexistentes o, en todo caso, comparativamente irrelevantes; en definitiva, porque no se mira donde se debe mirar. Buscar significados a «Marienbad» puede añadirle más opacidad que transparencia. Abordar el film con la actitud detectivesca de quien pretende resolver un enigma sería, como dice el cuento sufí, buscar fuera de casa lo que se ha perdido dentro, sobre la base de que fuera hay más luz.

No se encontrarán muchas películas que vehiculen con tal intensidad, con tal eficacia, una realidad (no una idea-acerca-de-la-realidad) que, ciertamente, es refractaria a la lectura convencionalmente conceptual, pero inmediatamente asimilable desde otra forma de recepción. Lo importante en «Marienbad» es percibir esa realidad, que precisa ser acogida de forma diferente, desde la única perspectiva que la hace accesible: la perspectiva «poética», entendiendo la «poesía» —como decía Tarkovski— no como género literario, sino como forma de abordar la existencia, como aprehensión globalizante de una mirada no literalista que utiliza la razón en lugar de ser utilizada por ella. «Marienbad» es, desde tal perspectiva, una invitación a percibir lo real y, por tanto, a situarse ante lo real —o, mejor, en lo real—, de forma distinta a la que dicta la experiencia común.
[Acabo en el spoiler.]
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Ludovico
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Una verdad incómoda
Documental
Estados Unidos2006
6.8
30,782
Documental, Intervenciones de: Al Gore
3
3 de enero de 2008
44 de 62 usuarios han encontrado esta crítica útil
El Progreso nos da a elegir ahora entre dos catástrofes distintas: que el planeta colapse definitivamente o que sobreviva con nosotros en él. ¿Cuál es peor de las dos? ¿Hacemos el imbécil un poco menos para poder seguir haciéndolo más tiempo o pisamos a fondo el acelerador para reventar lo antes posible, confiando en el «borrón y cuenta nueva»?

Antes de ponerse a predicar que hay que ser civilizados, los ecologistas deberían preguntarse por el sentido de nuestra civilización (que, hay que recordarlo, no es LA civilización, sino sólo una más entre las muchas que se han sucedido a lo largo de la historia). Antes de pregonar el reciclaje, por ejemplo, deberían pensar qué diablos es lo que se recicla, no sea que se estén perpetuando y legitimando cosas que jamás debieron haber alcanzado el umbral de la existencia.

A mí, la verdad, del cambio climático lo que más me preocupa es que la temperatura pueda no subir lo suficiente para derretir todo el cemento con que hemos forrado el globo. Aparte de eso, no estoy tan convencido de que nuestro comportamiento sea el principal responsable de que el termómetro suba, por más que, desde la revolución industrial para acá, el salvajismo y la barbarie sofisticada de los «civilizados» haya alcanzado cotas antes impensables; pero ése es otro problema.

El énfasis con que casi todos hablan del asunto me resulta sospechoso: jamás una verdad fue patrimonio de tanta gente, así que no puedo evitar que la cosa me huela a chamusquina y me recuerde a esos criminales dementes que se atribuyen más asesinatos de los cometidos para ocupar mayor espacio en los periódicos. En nuestra egolatría y arrogancia sin límites, los occidentales modernos, aspirantes crónicos al apocalipsis, llegaremos a creernos que podemos acabar con el universo entero si es preciso, con tal de darnos importancia. Me permito, pues, recordar algo obvio, aun a riesgo de hacer de agua-catástrofes («aguafiestas» sonaría tal vez un poco fuerte) y dejar frustrado a más de uno: aunque el planeta reventase —lo que, ciertamente, no es descartable— el universo prácticamente no se iba a enterar: somos una mota de polvo en la infinitud del cosmos. No somos prácticamente nada. ¡Qué le vamos a hacer!...

En todo caso, peor que cargarnos la Tierra es quizá lo que hacemos con nosotros mismos, pero de eso Al Gore no dice ni pío. A mí me da que la humanidad se parece cada vez más a un monstruoso zombi colectivo, un ser amorfo, anómico e indefinible que ni Lovecraft pudo llegar a vislumbrar en sus peores pesadillas. Y eso sí puede ser peligroso para el cosmos: las influencias psíquicas llegan mucho más lejos que las físicas… De ahí mi duda inicial…

En fin, por cambiar de tema y hablar algo de cine: esto no pasa de ser, yo creo, un documental mediocre, ramplón y vulgar, carente de cualquier interés cinematográfico, pero que demuestra —hay que reconocerlo— el finísimo olfato comercial de su ínclito promotor.
Ludovico
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10
24 de febrero de 2011
31 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cine sobre el cine, sobre la capacidad de la imagen para mantener latente el pasado; cine, por tanto, sobre el tiempo y la memoria. (1) [notas en el spoiler]

En la primera parte se nos presentan los restos de las antiguas filmaciones familiares de Fleury (rodadas, por supuesto, por Guerin). Dice Guerin que, a esas “películas de jardín”, «por banales y bobas que sean, el paso del tiempo les da una dimensión fuerte, y aparece el cine por encima de los intereses de quien filmó eso» (DVD, extras). Es decir, el tiempo no necesariamente quita realidad a lo que fue —como se piensa en nuestros días— sino que se la puede dar. (2) Y la memoria es su instrumento operativo en el ser humano. Es toda una metafísica del tiempo y la memoria lo que subyace en “Tren de sombras”.

Y Guerin “inventa” esas falsas “películas de jardín”, con idéntica pero intensificada fuerza a la que podía haber tenido una película “realmente antigua”, conservando su ingenuidad, pero añadiéndole su maestría. (3)

La segunda parte pretende redescubrir en el presente las huellas latentes de aquella realidad filmada. Nos vamos acercando a la casa; una vía de ferrocarril abandonada, semioculta por la hierba, habla del paso del tiempo. Nos introducimos en la casa vacía para vivir no tanto su presente cuanto la densidad del tiempo transcurrido desde que la habitaron los Fleury hasta hoy. Relojes, espejos, puertas entreabiertas, ventanas, sombras de los visillos en las paredes, viejas fotografías, antiguos retratos, más relojes, más espejos, más sombras... Presencia densa de unos elementos que parecen haber atrapado el tiempo, congelándolo, inmovilizándolo. Como fondo, la persistencia del paisaje. Los objetos son soporte y receptáculo de una presencia que puede ser reactualizada (4); pues la sombras pueden devolver la vida a aquello de lo que son sombras.

A partir de este conocimiento vivencial, la tercera parte sugiere la posibilidad de “revisionar” conscientemente el pasado filmado, de volver a él una y otra vez y, así, ir cargándolo de sentido, haciéndolo presente, devolviéndole la vida. Es la reversibilidad del tiempo que la memoria hace posible. Pero ese pasado —es decir, lo real, pues el futuro no es y el presente es inaprehensible como tal— no es unívoco sino multívoco y por ello mismo equívoco. Todo hecho se presta siempre a una pluralidad de lecturas.

En la cuarta parte se consuma la revivificación de ese polisémico pasado, un pasado reconstruido no como dato histórico, sino como objeto de experiencia, vivenciable, arrancado a la cronología y revivido e integrado en un presente continuo (5). Y ahí puede surgir lo inesperado, lo imprevisible de todo proceso vivo (6). Estamos en “el tiempo en el que los tiempos se reúnen”, el momento de la “resurrección de los muertos” —como nos dice la religión en términos simbólicos—, en el que aquellas imágenes en blanco y negro recuperan su plenitud y todo el color de su presencia, de su ser/estar eternamente presentes. (7)
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Ludovico
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9
2 de septiembre de 2011
27 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una visión superficial de Adiós a Matiora la ha marcado como “cine ecologista”, pero la película de Klimov transciende, con mucho, tan limitada categorización. Hay un problema “ecológico” en la base argumental del film, sin duda: la inundación de una pequeña aldea, Matiora, por la construcción de una presa destinada a producir energía eléctrica. Pero lo que nos cuenta Adiós a Matiora es mucho más que eso: es la muerte de lo que sobrevivía de la antigua cultura tradicional en el mundo rural de la Unión Soviética ante el avance de esa forma sofisticada de barbarie que suponen la modernidad y el culto al progreso. Es, pues, el final de un mundo, un verdadero Apocalipsis, lo que, desde una perspectiva cosmológica y metafísica, escenifica “Adiós a Matiora”, por medio de un lenguaje rigurosamente simbólico que, me temo, puede no ser plenamente accesible a quienes no estén familiarizados con el mundo de la simbología.

La película resalta la dimensión sagrada de la existencia que, al parecer, todavía pervivía hasta no hace mucho en el mundo rural ruso, al menos en pequeñas aldeas como Matiora. Algo que bien poco tiene que ver —y esto es esencial— con la moderna y superestructural “creencia” religiosa: se trata, por el contrario, de una experiencia de vinculación con el cosmos y de una vivencia de transcendencia que el hombre moderno, creyente o ateo, con toda su tecnología y sus viajes espaciales, desconoce y que, desde su petulante ignorancia, juzga “infantil” o “primitiva”. Dimensión cosmológica de una mentalidad que no ha desvinculado mythos y logos y que se conservó de forma especial en el cristianismo ortodoxo, a diferencia del católico, casi exclusivamente cristocéntrico, y, por tanto, teocéntrico-antropocéntrico.

El film despliega una serie de personajes que representan distintas actitudes ante la crisis: Daria, una anciana que personifica con máxima dignidad y plena conciencia el espíritu de un mundo que agoniza; Andrei, nieto de Daria, modelo de una juventud superficial y frívola, seducido por la modernidad y que no se entera del drama que se desarrolla ante sus ojos; Pavel, hijo de Daria, más o menos consciente de lo que ocurre, pero vendido a las exigencias del poder dominante; Vorontsov, el ingeniero, representante del poder político, imbuido de la idea mesiánica del progreso, tan característica del poder soviético como lo ha sido y lo es del poder capitalista...

[Aunque no se trate precisamente de un film de misterio, dado que comento brevemente escenas de la película, termino en el spoiler]
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Ludovico
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8
25 de octubre de 2017
25 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Cómo presentar la violencia y la guerra en el cine? Conocemos formas diversas de cómo no debería hacerse; son esas precisamente las más cultivadas ahora, con el único fin de complacer al público: pornografía pirotécnica que incluye supuestas «grandes películas» que aprovechan y cultivan el voyeurismo mórbido de los espectadores. La violencia fascina, misterio rastreramente aprovechado por aquella que, entre las artes, es la más predispuesta a enfangarse en todas las ciénagas: espectacularización de la violencia, practicada por directores «de prestigio», incluso venerados por los cinéfilos, con la paupérrima excusa, en ciertos casos, de pretender denunciarla; o de «reflejar la realidad», en otros; o sin ninguna, la mayor parte de las veces.

Que el cine genere violencia o la sublime puede ser discutible. Pero el problema básico está en otro plano: en qué medida y de qué forma su contemplación en la pantalla modifica la conciencia individual, antes de que esta se proyecte hacia el mundo como acción. Pues puede ser que, sin exteriorizarse en actos violentos, tenga efectos interiormente devastadores. Se puede estar psicológicamente tarado y no ser socialmente peligroso. Mi impresión es que la forma habitual de representar la violencia en el cine —hiperrealismo que aspira a impactar con la mayor intensidad posible en la conciencia del espectador— produce, a nivel social, embrutecimiento colectivo y pérdida generalizada de la sensibilidad.


«Los rojos y los blancos» forma, con «Los desesperados» y «Silencio y grito», la llamada «trilogía histórica» de Jancsó, denominación que no debe inducir a engaño, pues no se pretende ahí proporcionar información ninguna acerca de la historia de Hungría, sino desarrollar una reflexión sobre la violencia y, en particular, sobre la guerra. La historia es solo el fondo sobre el que se desarrolla lo que se ha llamado una «metafísica del caos».

Militante comunista en su juventud, Jancsó, sin dejar de ser de izquierdas, se había alejado del Partido tras los sucesos de 1956. No obstante, las autoridades soviéticas le encargaron esta película para conmemorar el cincuentenario de la revolución de octubre. Cabe imaginar su perplejidad al ver los resultados: en lugar de la glorificación patriótica y la exaltación romántica que los burócratas estatales esperaban, se encontraron con lo que parecía ser un críptico alegato antibelicista, en el que nada se entendía muy bien, y que contravenía todas las directrices estéticas del régimen.

«Los rojos y los blancos» (que trata de la incorporación de voluntarios húngaros a las filas bolcheviques en la guerra civil que siguió a la revolución), no pretende contarnos una historia al modo convencional. En realidad, ni siquiera pretende contarnos una historia. En lugar de una sucesión de hechos hilvanados, coherentes, ordenados para configurar una trama, encontramos una serie de secuencias, sin un verdadero hilo narrativo, consistentes en una larga retahíla de persecuciones, arrestos y ejecuciones. El relato no parece avanzar hacia ninguna parte. No hay un protagonista central y los personajes, carentes de identidad y de nombre, aparecen y desaparecen, tal vez para reaparecer más tarde, tal vez no. No llegaremos a conocer mínimamente a ninguno, no podremos intuir quién tendrá un papel más importante que otro, y a veces solo con dificultad sabremos de qué bando forman parte, pues una deliberada confusión sugiere que eso no importa demasiado. La sensación de caos se acrecienta, pues el poder cambia constantemente de manos y los perseguidores de hace un momento pasan a ser perseguidos y viceversa, pero los hechos que provocan tales vaivenes quedan fuera de pantalla. Y los acontecimientos que vemos, tomados en sí mismos, carecen de toda lógica, pues los motivos que rigen la acción de unos y de otros resultan incomprensibles: las ejecuciones no parecen determinadas por ningún criterio, tan pronto los húngaros prisioneros son fusilados por su origen, como dejados en libertad por eso mismo.

La violencia se presenta de forma fría y distante. Se mata como se realiza cualquier acto cotidiano y banal. Excluida toda emotividad, no hay rostros retorcidos por el dolor, ni sangre manando de las heridas en este film profundamente antiheroico acerca de la confusión, la locura y el absurdo de la guerra. Y en ese caos, los rojos no salen mucho mejor parados que los blancos, pues la ausencia de unas «reglas del juego» y la deshumanización burocrática que la guerra genera parece alcanzar a todos. Nadie se lamenta, ni llora, ni se angustia por su destino, ni siquiera ante la certeza de una muerte inminente. Se muere con la misma indiferencia con que se mata. El militar que va a ser fusilado por los suyos tiene ante el pelotón de ejecución la misma actitud que si le fueran a sacar una foto. Se diría que no son hombres, sino máquinas, máquinas de matar y de morir. El desprecio por la vida alcanza a la vida propia.

Se suele asociar el cine de Jancsó con una reflexión sobre el poder. Asociación dudosa, a mi entender, en lo que atañe a esta obra, si se piensa en el poder político-institucional, y solo aceptable si se remite al poder personal, en definitiva a la libertad de cada uno cuando se enfrenta a una situación límite como es la guerra. Pues no parece sensato atribuir al «poder político» la responsabilidad de actos tan contingentes como ir acabando uno por uno con una serie de heridos tendidos en el suelo. En cada ocasión, son seres humanos concretos y no «el poder» quien aprieta el gatillo. Seres humanos que, en definitiva, tienen la capacidad de actuar o no de ese modo, algo que Jancsó deja claro desde el principio, cuando un militar blanco, al que su superior ha ordenado disparar sobre un prisionero, lo hace descuidadamente con la obvia intención de no alcanzarlo. Sean cuales sean las circunstancias, no es obligado convertirse en asesino.
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Ludovico
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