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España España · Miranda de Ebro
Críticas de Cocalisa
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Críticas 32
Críticas ordenadas por utilidad
7
15 de febrero de 2009
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
"La edad de la ignorancia" (2007) -la más reciente creación del quebequés Denys Arcand- viene a completar la trilogía iniciada en 1986 con "El declive del imperio americano", título al que siguió en 2003 "Las invasiones bárbaras", premiado con el Oscar a la Mejor película de habla no inglesa. El hilo de continuidad respecto a las dos obras anteriores es, sin embargo, menos evidente que el que unía a aquellas. Si "El declive..." y "Las invasiones..." estaban protagonizados por el mismo grupo de amigos, en "La edad de la ignorancia" descubrimos a uno solo de aquellos representantes de la clase “ilustrada” canadiense, Pierre, resumiendo en su calamitoso presente la visión feroz que sobre la sociedad y la vida mantiene el director desde sus primeros trabajos.
Existe, sin embargo, una lógica férrea en esa mirada a nuestro tiempo que permite a Arcand compararlo con otros períodos oscuros del pasado: la desintegración de la cultura clásica, la fragmentación política del medievo... Si en la secuencia inicial de "El declive..." uno de sus protagonistas, el profesor universitario Remy, afirmaba que “el derecho, la moral y la justicia son nociones ajenas a la historia”, en "Las invasiones..." aquel promiscuo docente, humanizado en su agonía, sostenía que “la historia de la humanidad es una historia de horror”. Y ese diagnóstico tiñe en "La edad...", radicalmente, el funcionamiento de un Quebec que Arcand dibuja como una sociedad fracasada, regida por una Administración radicalmente inútil.
En una de las reprimendas que el personaje principal de "La edad de la ignorancia" recibe de sus superiores, se le recuerda que en Quebec está prohibido pronunciar la palabra “enano”, vocablo maldito que debe sustituirse por “persona pequeña”. ¿No resulta dolorosamente chocante que se encomiende utilizar esa expresión presuntamente correcta a quien se sabe el más pequeño de los hombres, permanente fugista por medio de ensoñaciones a medio camino entre lo surreal y lo patético?.
El pesimismo social que sobrevuela el conjunto del trabajo del realizador (tamizado, desde luego, por una visión irónica de la existencia) se concreta aquí en un funcionario anodino, condenado a vivir rodeado por la avalancha de noticias de un mundo que se descoyunta por instantes, por la imbecilidad de la Administración para la que trabaja, por la frialdad de aquellos de quien reclama cariño y la impotencia para ofrecérselo de aquella que, de no estar atrapada por el Alzheimer, podría proporcionárselo.
Un cuadro negro, desde luego. Y, sin embargo, Denys Arcand apunta una posibilidad de redención, una vía para enderezar, siquiera individualmente, el curso de la existencia: apartar los subterfugios mentales, volver la mirada a los sentimientos y esperanzas más esenciales, reiniciar el camino desde la soledad... para que, como en la escena final de esta película, las frutas bañadas por una hermosa luz puedan convertirse en una obra de arte.
Cocalisa
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9
17 de febrero de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La cámara enfoca el Cine Royal, recorriendo después en una lenta panorámica las fachadas un tanto desvencijadas de la calle principal de Anarene. Sólo los matorrales, barridos por el viento, parecen poseer vida en este retrato con que Peter Bogdanovich nos introduce en el villorrio tejano, escenario de este fabuloso título.
Rodada en 1971, "La última película" iba a beneficiarse de la confluencia de enormes talentos. El de su realizador, apenas treintañero, un cinéfilo obsesivo que en su juventud llegaba a ver más de cuatrocientos largometrajes por temporada y que más tarde nos regalaría "¿Qué me pasa, doctor?" o "Luna de papel". El de Larry McMurtry, que seis años atrás había publicado “The last picture show”, la novela sobre la que construiría con Bogdanovich el guión de la película homónima. El del director de su magnífica fotografía en blanco y negro, Robert Surtees, artífice también de la imagen de, entre otras, "Cautivos del mal", "Mogambo" o "El graduado". El descubrimiento fulgurante de actores prácticamente noveles como Timothy Bottoms, Jeff Bridges o Cybill Shepherd. Las actuaciones espléndidas de Ben Jhonson y Cloris Leachman, justamente premiadas con los Oscar al Mejor Actor y Actriz de Reparto. La elección de los temas musicales de Hank Williams, de Bob Wills and His Texas Playboys o de Eddie Fisher, que con tanta nitidez evocan aquella América de los 50, apenas salida de la segunda Gran Guerra y asomada ya a la de Corea…
Ocho candidaturas a los Oscar (a la Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Guión Adaptado, Mejor Fotografía…) y la concesión de dos al trabajo de Jhonson y Leachman harían justicia a esta joya: el relato de los días de dos jóvenes amigos, Sonny y Duane, y de la atracción que sobre ambos ejerce la sensual Jacy; de la influencia que en sus vidas juegan adultos como Sam el León –propietario del cine, el bar y un astroso billar- o como Ruth Popper y Lois Farrow, esposas más que desesperanzadas; de las corrientes que surcan bajo la superficie aparentemente inmóvil de una comunidad rural; de un tiempo suspendido que aquí dura doce meses, pero que podría circunscribirse a un minuto o extenderse a una agobiante eternidad; del auxilio que unos y otros buscan en el sexo, como si el contacto con otra piel pudiera calmar la ansiedad de la propia. Viendo una vez más el filme antes de redactar esta nota, no puedo dejar de pensar en el “dolor de crecimiento”, ese mal que tan frecuentemente afecta en la niñez y en el paso de ésta a la adolescencia. Una molestia banal -si hemos de atender su descripción médica: dolor óseo recurrente benigno-, pero que no deja de importunar insistente las noches de quienes la experimentan. ¿No sirve, después de todo, este síntoma como metáfora leve del sufrimiento que tan a menudo planea en el paso a la madurez, cuando no se empeña en acompañar a los más desgraciados de sus pacientes, como los habitantes de Anarene, hasta el final de sus días? ¿Cabe confiar, en el caso de éstos últimos, en su remisión? "Texasville" –secuela de La última película basada también en un texto de McMurtry, en la que el director observa veinte años después a unos Duane y Jacy adultos- alienta a buscar una respuesta…
Entre tanto, una nueva panorámica, que concluye ahora en el Cine Royal antes de fundirse a negro, pone fin a este melancólico prodigio.
Cocalisa
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8
17 de febrero de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una tarde, en noviembre de 2003, descubrí el cine de Aki Kaurismäki. A propuesta de una de las compañeras de Otrosojos -nuestro "cineclub"- habíamos incluido en la programación "Un hombre sin pasado", rodada un año atrás por este finlandés de quien ni siquiera tenía la menor noticia, pese a que su producción era ya entonces harto nutrida.
Fue, lo recuerdo bien, toda una experiencia: durante el primer tercio de la proyección no conseguía decidir si estaba asistiendo a una depurada broma del director, tan extraña era la puesta en escena, la aparente perplejidad de los personajes, sus largos silencios punteados de tanto en tanto por diálogos de concisión casi homeopática… Conforme avanzaba la historia, fue haciéndoseme patente la voluntad del realizador de mostrar un universo marginal, de descubrir realidades relegadas a la oscuridad desterrando al tiempo cualquier atisbo de sensiblería; resultaba más y más evidente el designio formidable de Kaurismäki de reivindicar a los desheredados desproveyéndolos de una gestualidad heroica que no podría sino debilitar su credibilidad.
Acabada la sesión, comenté con quien había recomendado el título, de origen finlandés como el autor, mi sorpresa ante el sostenido pasmo de los protagonistas, aclarándome entonces ella que no se trataba de ninguna mistificación, puesto que esa era la actitud cotidiana de sus paisanos. No la creí entonces, y seguí sin creerla hasta que, en la primavera pasada, disfruté de "El otro lado de la esperanza", el más reciente trabajo del cineasta, y encontré en la prensa algunas de las entrevistas que atendía éste con motivo de su presentación en nuestro país. Y es que los distintos periodistas coincidían en describir a nuestro hombre como un remedo casi clónico de quienes pueblan sus películas: aparentemente glacial, pero (¡pero!) provisto de la determinación, el compromiso y el humor a ratos cáustico que iluminan el comportamiento de sus intérpretes. Y ello, pese a la previsible influencia que sobre sus hábitos hubiera debido introducir su prolongado retiro en Portugal: reside en la norteña Viana do Castelo desde hace ya más de veinticinco años, hipnotizado por su luz, su vino blanco y por el hecho de que, conforme explica, al extender cinco lustros atrás un mapa del país no vio ninguna sombrilla como signo de turismo playero en los alrededores del que abrazaría como refugio.
Entre uno y otro largometraje, sumamos al calendario otrosojero "El Havre", anunciado entonces como la primera entrega de una trilogía sobre la inmigración y los refugiados, propósito que el propio Kaurismäki relativizaría después al declarar: “De todas formas, mi idea es hacer una trilogía de sólo dos partes”. Contiene "El otro lado…" dosis de comicidad (de una factura inexpresiva, al modo de Buster Keaton) significativamente mayores que "El Havre". Pura estrategia, explica el director, para disimular el desaliento que deriva de la respuesta del “primer mundo” a quienes buscan una posibilidad de supervivencia en nuestro continente: “El Havre era de 2010 y la guerra de Siria empezó en la primavera del 2011. Después, la situación de todos los refugiados y la reacción de Europa han sido tan tristes y desesperantes… Intenté esconder el pesimismo con partes cómicas”.
Empresa titánica, cuando se trata de describir la cicatería de las Administraciones, la cobarde brutalidad de los grupos neonazis, la resistencia formidable de quienes se saben olvidados por unos gobernantes tan sensibles sin embargo a las preocupaciones de los poderes económicos, la solidaridad emocionante entre quienes nada tienen. Generosidad que Aki Kaurismäki acierta a dibujar en gestos minúsculos de seres de apariencia estatuaria. Como si habitantes de un planeta remoto viajaran hasta el nuestro para redescubrirnos un humanismo perdido.
Cocalisa
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9
11 de marzo de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una mañana de noviembre de 1990, Paul Auster recibió la llamada telefónica de un responsable editorial del New York Times, Mike Levitas, pidiéndole que escribiera un relato que sería publicado en su suplemento especial de Navidad. Auster era ya, por entonces, un autor reconocido internacionalmente por títulos como Jugada de presión, El palacio de la luna o La música del azar. El escritor se comprometió a intentarlo y, durante los siguientes días, se atormentó preguntándose cómo podría cumplir el encargo sin construir un texto preñado de sensiblería, una posibilidad que aborrecía.

Conforme se acercaba la fecha límite para entregar la narración continuaba sin encontrar un argumento. A punto de renunciar se produjo, sin embargo, un hecho aparentemente casual –cualidad tan característica, por otra parte, de su universo literario-: abrió una lata de Schimmelpennicks, sus puritos preferidos, y aquel gesto le llevó a pensar en el estanquero de Brooklyn que se los vendía, y más tarde -conforme a sus propias palabras- “en la clase de encuentros que uno tiene en Nueva York con personas a las que ve todos los días pero que no conoce realmente”. Acababa de vislumbrar el Cuento de Navidad de Auggie Wren.

El 25 de diciembre, el director Wayne Wang (El club de la buena estrella, La caja china, A cualquier otro lugar…) compraba en el supermercado de su barrio, en San Francisco, el último ejemplar disponible del suplemento navideño; por alguna razón, ese día no le habían buzoneado su suscripción al New York Times. Junto a algunos artículos que preludiaban la Guerra del Golfo, encontró el relato. Leyéndolo, se vio –conforme recordaría más tarde- “rápidamente sumergido en un complejo mundo de realidad y ficción, verdades y mentiras, toma y daca”. Tan pronto como llegó a la última línea, preguntó a su mujer: “¿Quién es Paul Auster?”.

Cinco meses después, y tras haberse empapado en las obras del autor, Wang le visitó en su estudio de Brooklyn para proponerle hacer una película basada en su cuento. Auster, que admiraba el segundo largometraje del cineasta, Dim Sum, aceptó. Como tantos proyectos fílmicos, aquel empeño iba a resultar accidentado: durante cuatro años, el guión se reescribió una y otra vez, incluyendo nuevos protagonistas y tramas, fallaron algunas espectativas de producción, tanto Wang como Auster hubieron de apartarse periódicamente de su labor común para atender otros compromisos profesionales…

Y un día, el director pudo dictar su orden: “cámara, acción”. Arrancaba Smoke. Para entonces, había reunido a un puñado de actores inmensos: Harvey Keitel, William Hurt, Stockard Channing, Forest Whitaker, los jóvenes Harold Perrineau Jr. y Ashley Judd… Intérpretes en estado de gracia cruzando los destinos de sus personajes en el estanco de la esquina de la Calle 3ª con la 7ª Avenida, rescatándose de pasados dolorosos, evolucionando empujados por hechos supuestamente fortuitos, regalándose dosis magníficas de ternura y compasión, experimentando una y otra vez la fragilidad de la vida. Mostrándonos la lección de cómo puede redimirse la culpa sometiéndose a la disciplina de fotografiar durante cuatro mil mañanas un mismo paraje que es, sin embargo, siempre diferente. Ofreciéndonos el monólogo impagable con el que Keitel, Auggie Wren en pantalla, narra el cuento de navidad más hermoso del mundo.
Cocalisa
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8
6 de enero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sospecho que el responsable de la traducción del título original de esta película -Le nom des gens- sufría un episodio más que agudo de gastroenteritis cuando decidió bautizarla para su distribución exterior como Los nombres del amor, en el caso del mercado hispanoparlante, o The names of love, de cara al anglófono. Tal ocurrencia vendría así a explicarse como una deriva coherente con la sintomatología frecuentemente escatológica de la dolencia.

La elección de rótulos arbitrarios a la hora de distribuir largometrajes extranjeros en nuestro país no es novedosa, desde luego. Pero en este caso vienen a sumarse otras circunstancias agravantes. Me explico: si el anónimo botarate al que estoy insultando se hubiera molestado en ver al menos un fragmento de la cinta, habría captado la intención más que expresa de su director de alertar sobre los condicionantes que nuestro nombre (y, por extensión, nuestra pertenencia a una historia familiar, a un grupo social, a una etnia…) introduce en nuestra existencia individual, en nuestros sentimientos y nuestro comportamiento. Habría comprendido que una traducción literal del título -El nombre de las personas- se adecuaría a la voluntad del realizador y evitaría, de paso, conducir a algún espectador por un sendero erróneo. Si, además de gratuita, la traslación es, como aquí, rotundamente cursi el delito resulta definitivamente imperdonable.

Por fortuna, desde sus primeras secuencias la historia nos atrapa y conduce a los temas que Michel Leclerc pretende exponer. Adoptando una apariencia divertida, a ratos hilarante, pero aventando sin remilgos algunas de las sombras presentes en la sociedad francesa y, desde hace décadas, en buena parte del resto de Europa: las cicatrices dejadas por el colonialismo o el Holocausto, el rechazo del inmigrante, la pervivencia de estereotipos que ahondan las trincheras cotidianas, las dificultades de la convivencia entre culturas o creencias diferentes y larvadas en ocasiones por un descarnado afán supremacista, la resistencia de cada cual a afrontar las huellas de una experiencia traumática…

Materias graves, desde luego, pero sabiamente presentadas -que no descafeinadas- en un esquema de comedia clásica: aquella que parte del conflicto entre dos personalidades radicalmente diferentes destinadas sin embargo a enamorarse sin remisión. Ya saben, la persistente leyenda de la atracción de los polos opuestos. Comicidad basada en las situaciones, en la conducta extravagante de algunos de los personajes secundarios y, desde luego, en la disparatada lógica de la protagonista, empeñada en reconvertir fascistas por la vía de su reclutamiento sexual, labor a la que Baya Benmahmoud -brillantemente interpretada por Sara Forestier- se entrega con persistencia estajanovista. Una vocación que, obviamente, tortura a Arthur Martin, su atribulado coprotagonista, al que da vida un estupendo Jacques Gamblin.

El Premio Cesar al Mejor Guion Original, escrito por Michel Leclerc y Baya Kasmi, reconoce el acierto de su arriesgada apuesta: uso frecuente de la voz en off, parlamentos directos a la cámara, entrecruzamiento en una misma escena de actores que representan distintas edades de un mismo personaje, corporización de sucesos imaginarios… Narrativa desprejuiciada al servicio de una consigna rompedora: “el día en que sólo queden bastardos habrá paz en la tierra”.
Cocalisa
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