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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
4
9 de mayo de 2010
50 de 70 usuarios han encontrado esta crítica útil
He aquí una película con una clara vocación de convertirse en mito o, como se dice ahora, en “film de culto”. Pero con un problema fundamental: el guión. Una trama carente de sentido y coherencia que quiere expresar ideas trascendentales, pero que sólo consigue articular un discurso verborreico, insoportable y pretencioso, sin pies ni cabeza, de resonancias místicas más o menos explícitas. En suma, un gigantesco caos mental, sin duda compartido por el autor de la novela y el director de la película, que, pretendiendo alcanzar lo sublime, caen con frecuencia, si no en lo ridículo (le salva de ello el que la película tiene sus valores desde un punto de vista visual), sí, al menos, en lo absurdo.

Cuando se quiere proponer un discurso metafísico hay que haber comprendido mínimamente, al menos, algunas ideas básicas, pero la “filosofía” de los Zulawski está al nivel mental de un adolescente inquieto con pretensiones de asombrar con su originalidad a los adultos. Da la impresión que los autores hayan leído algún compendio de metafísica y, no habiendo entendido nada, hayan sacado la conclusión de que todo aquello que no se entienda y sea raro debe necesariamente ser, a la inversa, metafísico y genial.

Evocar a Shakespeare o a Tarkovsky —como se lee en una crítica— porque toda la película tenga un marcado —y atractivo, todo hay que decirlo— aire teatral o unas aspiraciones transcendentalistas, me parece que sólo puede interpretarse como una broma. Es cierto que puesta en escena, ambientación, decorados, fotografía, son bastante aceptables, incluso en ocasiones, notables; casi diría que un buen ejemplo de que no hace falta gastarse millones de dólares para recrear con fuerza y convicción un universo fantástico. Lástima que esta salvable dimensión visual de la película ceda al final a unos excesos más o menos “gore”, totalmente innecesarios, que sólo ponen de manifiesto una infantil voluntad de impresionar y que resultan simplemente grotescos.

En la misma línea de “autoestima” está ese final en el que el director, sin duda convencido de su genialidad, no puede evitar la tentación de mostrarse a sí mismo en unas imágenes “místico-evanescentes” más bien penosas. Está claro que el subrayado de la pérdida de una quinta parte de la película (sea real o ficticio, dato que ignoro) es utilizado, en cualquier caso, como mezquina argucia comercial para contribuir a una deseada —pero imposible— mitificación de un film que, si bien tiene ciertos valores estéticos no desdeñables, queda como globalmente irrelevante por la vaciedad pretenciosa de su contenido intelectual.
Ludovico
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10
13 de noviembre de 2009
36 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
Imposible encerrar en unas pocas líneas la complejidad de “Gertrud”, tal vez el ejercicio de abstracción más radical realizado en toda la historia del cine. Obra maestra del arte sagrado, su espiritualidad no nace tanto de su discurso cuanto de la transmutación de la materia cinematográfica en luminosidad teofánica. Y eso —a riesgo de parecer pedante o dogmático— se ve o no se ve, pero difícilmente se explica.

Ejercicio supremo de despojamiento, nada aquí es anecdótico o accesorio: trabajo de esencialización que encierra su dificultad; muchos se sentirán desconcertados o estafados ante unos personajes hieráticos que rara vez se miran al hablarse y cuyo discurso parece dirigirse al infinito. Estamos en el revés del cine “psicológico” o “realista”. Más que la historia de una mujer, Dreyer nos muestra la historia de un alma impresa con la marca del absoluto, vocación irrenunciable que Gertrud asume en la búsqueda de un amor total, andadura no exenta de intransigencia y, tal vez, hasta de una cierta egolatría. Nada diferente a la accidentada vida profesional del propio director danés: en el espejo de Gertrud se refleja Dreyer y su infatigable búsqueda de la realización del arquetipo ideal en el mundo material.

Pero el mundo del alma tiene sus propias leyes y sus formas específicas de expresión, lejos de cualquier convencionalismo expresivo, incluidos los cinematográficos. La esquematización de personajes y escenarios, la austeridad extrema de la puesta en escena, la cualidad ritual, encantatoria casi, de los diálogos (1), la utilización magistral de la luz, es la fuente que nutre la riqueza implícita que se sugiere a la imaginación más que a la razón. “Gertrud” debe verse desde la perspectiva del arte sagrado: su función es inducir la contemplación, romper la férrea corteza de la exterioridad y abrirse a una realidad transfigurada, desvelando un universo que la mirada superficial ignora.

La problemática traslación de lo absoluto al marco de lo social es la materia básica del film, que desemboca (más que resolverse) en un sublime epílogo, impregnado de la ambigüedad característica —enriquecedora en este caso— de Dreyer: es preciso renunciar al mundo pero sin desentenderse de él, orientar la búsqueda hacia el interior pero sin olvidar lo exterior: paradójico compromiso que Dreyer nunca acabó de resolver; solo muriendo al mundo —¡pero no del todo! (2)— resultaría posible el renacimiento espiritual. Más que vivir en el mundo y sentir nostalgia de lo Absoluto, Dreyer parecía vivir en lo Absoluto y sentir nostalgia del mundo (3). Ambigüedad que enraíza en un dilema no resuelto: ¿es Gertrud una víctima contingente del azar que simplemente no encontró al hombre justo en el momento oportuno o una personificación de la conciencia estoica ante un destino de soledad radical, inherente a la misma condición humana? Preguntas que probablemente el propio Dreyer no sabría responder y que constituyen la riqueza de este incomparable testamento espiritual.
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Ludovico
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10
6 de febrero de 2018
32 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
La obra de Bresson me parece presidida por cuatro categorías fundamentales: gracia, predestinación, libertad y pecado, que podríamos imaginar dispuestas en forma de cruz: a ambos lados, formando el tramo horizontal, la libertad y la predestinación, en un combate perpetuo que nunca deja de manifestarse en este mundo. En el eje vertical, arriba y abajo, la gracia y el pecado («la gravedad y la gracia», que decía Simone Weil). En el centro, el alma humana sometida a esa cuádruple y heterogénea tensión. Y podemos imaginar el conjunto dispuesto sobre un círculo que no sería otra cosa que la prisión del mundo, idea que recorre toda su obra y que se repite a nivel macrocósmico —la humanidad encerrada en la prisión del mundo— y microcósmico —el alma encerrada en la prisión del cuerpo—. No es casual que Bresson dedicase una de sus primeras películas a contarnos la evasión de «un condenado a muerte», título que acaso deba leerse de forma más metafórica que literal y que bien podría aludir a la propia condición humana.

En la primera mitad de su filmografía —es decir, hasta «Al azar de Baltasar», que se sitúa justo en el punto medio, séptimo de los trece largometrajes que la integran— libertad y predestinación mantienen un difícil equilibrio, pero la gracia prevalece sobre el pecado. El cineasta, como el cura de su «Diario...», parece pensar que, en definitiva, «todo es gracia».

En la segunda mitad, incluyendo «Al azar...», la fatalidad, por el contrario, puede más que la libertad y el pecado superará abrumadoramente a la gracia. Esas dos ideas esenciales de la obra bressoniana, la predestinación y la naturaleza pervertida del hombre caído, son también dos ideas esenciales del jansenismo, al que parece casi obligado referirse al hablar de su cine. ¿Era el cineasta realmente jansenista? Es difícil deducir de sus películas lo que concretamente pensaba, pero la segunda mitad de su filmografía parece ser el terreno en que se desarrolla un agudo conflicto, nunca resuelto, entre su inclinación jansenista y un creciente rechazo de Dios.

La dialéctica entre predestinación y libre albedrío, que a nivel profano se manifiesta como el conflicto entre determinismo y libertad, aparece ya desde «Los ángeles del pecado»; no obstante, hasta su sexta película, «El proceso de Juana de Arco», ese sentimiento de fatalidad se ve contrarrestado por unos protagonistas con motivaciones fuertes, impulsados por una firme voluntad personal que parece darles la suficiente fortaleza para oponerse, con más o menos éxito, a su destino. No ocurre ya así en «Al azar...», donde la joven protagonista, Marie, es absolutamente impotente y donde la sensación de fatalidad se muestra inevitable, asfixiante, y se enfatiza aún más en la figura de Baltasar. Bresson subraya incluso con amarga ironía el carácter ilusorio de la libertad y la seguridad del ser humano a la hora de formular sus propósitos, como vemos en un par de ocasiones al principio del film. La naturaleza pecaminosa del hombre caído —si se prefiere, la presencia del mal en el mundo— pasa a ocupar un lugar central, y será, a partir de ahí, el tema de fondo dominante en sus películas. La visión de la condición humana se ensombrece, el sufrimiento se impone, el libre albedrío choca con la injusticia insuperable del mundo y la ausencia de fe, que deja paso a la desesperanza, retiene el poder de la gracia. La pregunta que se plantea en «Al azar...», más problemáticamente que en cualquier película anterior de Bresson, es cómo se puede creer en un universo dirigido por Dios frente a la devastadora presencia de la ignorancia, la brutalidad, la insensatez. Esta cuestión presidirá y conformará todo su trabajo posterior.

Consecuentemente, la narración ya no va a estar impulsada por una acción virtuosa o una conducta positiva, sino que será generada siempre por un comportamiento inicuo, o, en términos teológicos, por el pecado. Bresson no es, desde luego, un discípulo de Rousseau: el hombre no es bueno por naturaleza, aunque, en realidad, el mal no es tanto el resultado de una voluntad personal cuanto la inevitable expresión de la naturaleza caída del mundo, lo que agrava su condición al situarlo más allá de la voluntad humana. El mal tiene un origen difuso, indistinto, inalcanzable.

La creación parece cada vez más alejada de Dios. ¿Es esa la descreída visión de un Bresson que va perdiendo la fe? ¿O es que Dios se separa del mundo, como parte de su inescrutable proyecto? ¿O acaso es la humanidad pervertida la que se aparta de Dios? En todo caso, desaparecida la fe en la redención, el amor ya no es posible, la soledad se impone, y el suicidio es frecuente, como única forma de escapar a la prisión del mundo. La vida siempre ha sido un viacrucis para Bresson, pero, en sus primeras películas, sus personajes encontraban una salida. Y no solo Fontaine («Un condenado...»), también Michel («Pickpocket»), que encuentra el sentido de su vida en la prisión, y el cura de Ambricourt («Diario...»), al que la muerte le llega de forma providencial para liberarlo interiormente. Y algo equivalente podría decirse de Juana («El proceso...»). Pero ya no va a ser así a partir de «Al azar...»; ahora se diría que ya no cabe esperar nada de la providencia, ni siquiera la salida liberadora de la muerte.

«Al azar...» y su siguiente película, «Mouchette», me parecen las dos alas indisociables de un mismo díptico, y el «destino natural» de Marie parece ser a todas luces el suicidio, como lo será en el caso de Mouchette. Pero, desde el punto de vista de la estructura dramática del film, la muerte de Marie encajaría mal en la trama, al entrar en competencia con la de Baltasar. Bresson prefiere entonces dejarlo en la ambigüedad: «Marie se ha ido y ya no volverá» afirma la madre con una seguridad que llama la atención, como si se hubiera querido dejar al espectador la posibilidad de una interpretación más metafórica que literal de esas palabras.
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Ludovico
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Elegía oriental
MediometrajeDocumental
Japón1996
7.2
181
Documental
10
7 de septiembre de 2011
31 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una parte importante de la producción artística de Sokurov son sus llamados “documentales”, denominación cómoda pero inexpresiva para designar un grupo de films que parecen escapar a toda posible definición y de los que “Elegía oriental” es una muestra perfectamente representativa y tal vez —en mi opinión— su ejemplo más logrado.

Estamos ante una forma de cine de la que casi me atrevería a decir que no admite referencias. Que yo sepa, nadie ha hecho nunca nada comparable a los “documentales” de Sokurov. Podremos empezar a entender su particularidad si tenemos en cuenta la afirmación del director siberiano de que «el arte [y, a fortiori, sus propias películas] debe servir para preparar al hombre para la muerte»; afirmación que nada tiene de siniestro ni estrafalario (en última instancia, para eso ha servido siempre el arte en todas las civilizaciones, aunque la historia occidental de tiempos recientes lo haya olvidado), y que nos puede dar una idea de que estamos ante algo muy diferente de aquello en lo que piensan la mayor parte de los aficionados cuando hablan de “cine”. Obviamente, poco tiene que ver todo esto con el cine como “entretenimiento” o “diversión”, que es, supongo, la idea mayoritariamente difundida.

Sokurov ha recurrido con frecuencia al término “elegía” para definir una parte de sus sus películas (creo que son, al menos, diez de ellas las que llevan por título «Elegía...»), lo que sin duda está lleno de sentido, aunque a mí me sugieren igualmente la palabra “meditación”, en la acepción más “oriental” del término, y muy especialmente cuando se trata de las tres películas que componen su “serie japonesa”, una de las cuales es precisamente ésta.

En efecto, ver un documental de Sokurov exige (como toda obra de arte) colocarse ante ella en una actitud contemplativa, de silencio interior, de sosiego mental; no buscar nada ni esperar nada, acallar el pensamiento y dejar a un lado cualquier ansiedad: ver la película con la misma expectación con la que uno puede disponerse a escuchar la propia respiración. Si se está en esta actitud —condición sine que non en este caso— entonces se puede hacer el viaje elegíaco-meditativo que Sokurov nos propone y acceder —me atrevería a decir— a una verdadera experiencia espiritual.

Al margen de toda forma de prosa narrativa, sus documentales son verdaderos poemas cinematográficos —ningún cineasta podría ser calificado, yo creo, con más justicia que Sokurov, de “poeta del cine”—; poemas intimistas, en cierto modo “abstractos”, cuyos temas son siempre el sentido de la existencia, la búsqueda interior, la muerte, el tiempo, la memoria, el silencio, la soledad del alma...: en suma, poesía metafísica por excelencia (las autoridades soviéticas, en una graciosa ocurrencia, lo calificaron despectivamente de ¡“cine formalista”!).
[termino en el spoiler]
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Ludovico
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10 Skies
Documental
Estados Unidos2004
5.8
168
Documental
1
7 de febrero de 2011
38 de 48 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una buena parte del arte contemporáneo es, en mi opinión, un invento de la crítica, lo que es tanto como decir que, paradójicamente, la plástica es un producto del discurso o, en términos más vulgares, que para ser un artista plástico lo esencial es tener facilidad de palabra. Probablemente Benning trataría de convencernos de que él es un “artista” y de que lo que hace es “cine”. Pero yo no me creo ni lo uno ni lo otro, lo cual, apresurémonos a matizar, no significa que las “cosas” que hace carezcan necesariamente de todo interés.

“Diez cielos” consiste en diez planos fijos, de unos diez minutos cada uno, de otros tantos cielos (no particularmente bellos, sino más bien comunes), en los que no ocurre “nada” salvo el paso tenue de unas nubes, unos sutiles cambios de luz, etc. La banda sonora recoge el sonido ambiente. Ni palabras, ni actores; nada que no sean los diez cielos del título.

“Tomadura de pelo”, dirán algunos. Yo no diría tanto. Creo que hemos olvidado que nuestra visión de la realidad es un fruto de la rutina; que son pocos los que hoy piensan el cine como arte y que, entre esos pocos, hay mucho concepto anquilosado de la obra de arte que trata de reducirla a un objeto decorativo más o menos estereotipado. ¿Qué es el cine? ¿Qué es el arte? ¿Cuál es su sentido en la actualidad? ¿Cuál es, o puede ser, la relación del espectador con la obra?... Preguntas a las que no parece posible responder en 3.000 caracteres.

No estoy en contra del ARTE experimental (en el que el arte es lo sustantivo), pero creo que no debe ser confundido con el EXPERIMENTO artístico. Y aquí, en el experimento —que no en el arte— es donde se sitúan las “cosas” de Benning. Y en un experimento, además, tan minimalista que linda prácticamente con la nada. La nada es interesantísima: se han escrito discursos filosóficos de profundidad insondable y hasta muy aceptables novelas en torno al tema. Pero eso no convierte en obra de arte a una hoja en blanco o a su equivalente cinematográfico: por ejemplo, el resultado de colocar una cámara mirando al cielo.

Las “cosas” de Benning podrían dar lugar a prolijos y fecundos debates sobre una serie de preguntas esenciales, de esas que apenas se formulan hoy en día porque todo se da ya por supuesto, porque nunca se cuestiona nada esencial; pero eso no basta para justificarlas como arte, del mismo modo que yo no puedo cargarme a mi vecina alegando que luego puede servir de base a un nuevo “Crimen y castigo”.

Cuando Marcel Duchamp colocó su famoso urinario en aquella exposición de Nueva York a principios del pasado siglo, trataba de escandalizar, de hacer una provocación, no de hacer arte. Fueron los críticos los que luego metieron el chisme en cuestión en los libros de arte, y ahí empezó una confusión que no ha dejado de crecer hasta nuestros días.
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Ludovico
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