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España España · El Puerto de Santa María
Críticas de Jesus Gonzalez
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Críticas 79
Críticas ordenadas por utilidad
7
7 de noviembre de 2015
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
El sostén rendido en el suelo de un hotel y el malo durmiendo con los peces. Es la rutina de trabajo del agente más famoso del cine, y la fórmula capaz de sacar adelante una de las sagas cinematográficas más exitosas de la historia, con 24 películas hasta el momento: Bond, James Bond. Apellido, nombre, apellido.

Algo cambió allá por 2006. “Esa última mano casi me mata” pronunciaba, cargada de socarronería, la boquita piñonera de Daniel Craig en “Casino Royale” (2006). La carta de presentación del “nuevo” 007, adjetivo muy adecuado por varios motivos. En primer lugar, porque cerraba la etapa pija del carismático Pierce Brosnan, y en segundo lugar porque el personaje evolucionaría con Craig hacia un nivel bastante superior al mostrado por los anteriores Bond, aunando conceptos clave de todos ellos y dando un nuevo matiz al espía de su majestad, un tono más oscuro, más rebelde, más serio y realista.

El clímax de esta renovación, de esta innovación, por así decirlo, lo encontramos en “Skyfall” (2012). Sam Mendes desnudó a la saga como si de una femme fatale se tratase, vistiéndola a la mañana siguiente con la delicadeza del que envuelve una obra de arte, creando la suya propia. Un 007 entregado a sus sombras, con los monstruos a la espalda y la muerte al acecho, lista para arrebatarle otro trocito de vida, M.

Quedaba ponerle fin. Había que cerrar la etapa, seguir dando la talla, y satisfacer altas expectativas, además de dejar espacio para lo que venga en el futuro. Llega por fin “Spectre” (2015) el punto y aparte que sabe inevitablemente a final, dejando un regusto a Martini con Vozka algo agitado. No me malinterpreten, aunque no se sirve la mezcla perfecta, la cinta es entretenida, con un ritmo bastante adecuado a pesar de sus 2 horas y media de duración. Bond, actuando por su cuenta una vez más, tratará de desenmascarar a sus más temidos fantasmas, los miembros de la organización Spectra, presididos por Ernst Stavro Blofeld, interpretado por un magnífico, y algo desaprovechado, Christoph Waltz.

Una pena que Mendes, a pesar de rodar con maestría las escenas de acción y de sacar adelante un guión bastante trabajado, se deje llevar en demasiadas partes de la película, especialmente aquellas donde se pedía a gritos un poco más de emoción, o, para qué mentirnos, un poco más de Monica Bellucci.

La impresión final que deja James, bajo todo ese repertorio de respuestas ingeniosas y posturas ególatras, es la de llevar una impuesta actitud de determinación, espoleada por las ganas de poner fin a una vida de la que poco se puede salvar. Un asesino cansado de matar y de recoger los pedazos de un corazón que ha sufrido demasiado, pero que sigue adelante por el simple hecho de que no existe otra opción. No se puede parar a aquel que ansía renegar de su naturaleza, así como no se puede frenar un tren que descarría. La recompensa, una fría y deslumbrante Léa Seydoux, le espera al final de la vía.

Decimos adiós a, la que con toda seguridad, ha sido la etapa Bond más diferente, dolorosa, arrogante e inteligente. Serán tiempos difíciles, en los que habrá que buscar una nueva percha para el esmoquin, un nuevo dedo que apriete el gatillo y un nuevo carisma seductor. Se intentará, y puede que se consiga, pero poco a nada igualará esa mirada congelada de Daniel Craig, ni su legado como el 007 más revolucionario de la historia.

Más en: https://elmurodedocsportello.wordpress.com/2015/11/07/spectre-el-final-de-la-era-craig-daniel-craig/
Jesus Gonzalez
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8
18 de diciembre de 2016
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
La esperanza tiende puentes y abre caminos, aporta luz y demanda valentía. Lo cierto es que no hay rebelión sin esperanza. En los momentos más aciagos, cuando la oscuridad parece estar a punto de engullirlo todo, aparece. Brota de lo profundo de nuestro pecho para proyectarse como una luz capaz de definir la conclusión de nuestra historia; ayudándonos a que la enfrentemos —independientemente del resultado final— sin incertidumbre ni temor. Actuamos porque realmente creemos que podemos lograrlo. Y a veces lo logramos.

Rogue One: Una historia de Star Wars (2016), como ya ocurriese con The Force Awakens el año pasado, funciona como puente —en Disney aún no se atreven a cruzar del todo las fronteras marcadas por George Lucas— entre lo clásico y lo novedoso. Trasladar al imaginario cinéfilo contemporáneo los entresijos narrativos que han hecho de Star Wars una de las sagas cinematográficas de mayor calado histórico no se presuponía tarea sencilla, más aun cuando se intenta contentar a los fans más veteranos y al mismo tiempo enganchar a nuevas generaciones, pero parece estar costando algo más de la cuenta.

En esta ocasión, Gareth Edwards es el responsable de que la bifurcación que sufre el canon marca de la casa —sobre todo en lo tonal y en lo formal— sea lo suficientemente acusada como para dejarnos disfrutar de algo claramente atípico. Las líneas que servían de introducción a Star Wars: Una Nueva Esperanza (1977) se dilatan para narrar con mayor profundidad cómo un puñado de rebeldes consiguieron robar los planos de La Estrella de la Muerte para dar sentido a una rebelión que comenzaba a parecer inútil. La ópera espacial se entremezcla con el belicismo realista. La fotografía de Greig Fraser, sobria y refinada, se adapta a esta nueva mezcla, así como la banda sonora de Michael Giacchino, que lejos de imitar burdamente al maestro Williams, intenta dejar su sello en cada una de las piezas que compone, aunque eso sí, con irregulares resultados.

El grupo de rebeldes responsables de tal heroica hazaña está capitaneado por la insurrecta y valerosa Jyn Erso (Felicity Jones), hija de Galen Erso (Mads Mikkelsen) un científico vital en la construcción de la poderosísima arma imperial; Cassian Andor (Diego Luna), un espía rebelde capaz de sacrificarlo todo por la causa; Chirrut Îmwe (Donnie Yen) y Baze Malbus (Wen Yiang), dos compañeros inseparables devotos de la fuerza; Bodhi Rook (Riz Ahmed), un piloto imperial desertor; y K-2SO (Alan Tudyk), un robot imperial reconfigurado con ciertos efectos secundarios que lo convierten en el mayor alivio cómico de la cinta. Es una pena que tal grupo de personajes, a priori interesantísimos, solo funcionen correctamente cuando actúan como un todo a través de la camaradería, que sí está bien conseguida, pero sin embargo se hundan en cierta trivialidad cuando se les observa desde la individualidad. Todos ellos comparten un arco algo irregular, que flaquea en los dos primeros actos de la película y que adquiere su cénit a través de la redención en el tercero y último de ellos.

Es en este tercer acto donde se libra la mayor de las batallas y donde Edwards despliega todo su talento para narrar lo épico del momento a través de la acción portentosa y cuidadosamente fragmentada, consiguiendo con la suma de todas sus partes —el montaje de momentos escalonadamente dramáticos para conseguir el objetivo es digno de elogio— un colofón espectacular. Las emociones se desparraman a la par que los disparos, las explosiones y las persecuciones se suceden a un ritmo vertiginoso, tanto en tierra firme como en el espacio exterior. Lástima que tal despliegue de energía se concentre en el punto y final de la cinta, sobre todo por lo que respecta a la falta de carisma de ciertos personajes que, hasta el momento, habían necesitado del discurso sobre-expositivo para ser relevantes y despertar emociones.

Haciendo hincapié en sus defectos, no debemos olvidar que la película sufrió regrabaciones de hasta el 40% de su metraje, algo que podría haber devenido en catástrofe y que, salvo en ocasiones muy concretas, parece no apreciarse demasiado. Quizás el “pero” más importante, obviando el desarrollo emocional de personajes y el desequilibrio de ritmo entre las tres partes de la película, corresponde a la recreación completamente digital de dos personajes míticos de la saga, cuya aparición se podría haber enfocado de otra manera menos polémica sin mayores problemas.

Del otro lado, concretamente del oscuro, Edwards consigue rescatar y aprovechar al máximo a uno de los personajes más emblemáticos de la saga —quizá el que más— y uno de los mejores villanos del cine: Darth Vader. Y lo hace a través de dos escenas de contrastes muy acusados. En la primera de ellas, Vader aparece sin el traje, flotando en un líquido blanco que, presupongo, le ayudaba en su recuperación. En la segunda, su sable de luz ilumina de rojo un pasillo en el que se respira puro terror. Quizás los puristas se escandalicen, pero yo necesitaba ver en acción al Sith más temido de la galaxia.

En definitiva, Rogue One sirve para dar un paso más allá en el desarrollo de este universo desde un enfoque inexplorado y novedoso, abriendo la puerta a toda una serie de “spin offs” que Disney tiene preparados. Desde mi generación, la intermedia entre las dos trilogías de Star Wars, esta nueva oleada de films está siendo acogida con un entusiasmo y un amor vehementes, gracias a que sus personajes y las situaciones que los definen sirven rápidamente de refuerzo empático con nosotros mismos. Yo lo tengo claro, voy a atravesar el puente con los ojos cerrados, con la esperanza de encontrar el camino correcto al otro lado, mientras rezo: "I'm one with the Force, and the Force is with me".
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jesus Gonzalez
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7
1 de septiembre de 2016
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Woody Allen sigue siendo un genio por pura inercia. Desde la magnífica Match Point (2005), el neoyorquino nos ha regalado una irregular colección de películas que, aun estando por encima de la imaginativa del Hollywood actual, no alcanza en ningún caso la excelencia, convirtiéndose, cada una de las obras que la componen, en “la nueva película de Woody Allen” y perdiendo, de algún modo, su valor intrínseco más allá de la autoría del que las concibe.

Por momentos, Café Society cae en el tedio parsimonioso de la narrativa del Woody Allen más relajado y ligero, ese que parece dejarse llevar por la autoimpuesta necesidad de hacer una película cada año (desde finales de los 60 no concibe faltar a su cita con el cine). Y lo hace a pesar de contar con una ambientación sensacional de los años 30, gracias al eminente trabajo de Santo Loquasto, su fiel diseñador de producción; y a la bellísima fotografía de Vittorio Storaro, que encaja a la perfección con el tono que imprime Allen en la dirección, a ratos cálida, a ratos fría, siempre cautivante y preciosista.

Posteriormente, en su segunda mitad, una melancolía agridulce comienza a invadir el film, a sus protagonistas e, inevitablemente, a los espectadores. Aparece en escena una terrible aflicción, esa que implacable, se dedica a atraparnos mediante embustes y recuerdos emborronados por el tiempo, volviéndonos incapaces de vivir sin dejar de aferrarnos a la sospecha de que nuestras vidas, por algún u otro motivo, podrían ser diferentes, ser mejores. No es la primera vez que Woody Allen ironiza con la errónea creencia de que todo tiempo pasado fue mejor (véase el discurso entre líneas de la anteriormente mencionada Midnight in París), pero sí la vez que le imprime mayor realismo.

Todo en la película va ganando enteros, aunque tardíamente: las completas interpretaciones de Jesse Eisenberg y Kristen Stewart, que van adquiriendo matices conforme sus personajes evolucionan en el tiempo; el ritmo, aderezado con gratas elipsis y simpáticas subtramas de gánsteres; y el interés de la historia, sencilla pero gratamente clásica, hasta desembocar en un fascinante final, de los más tristes que recuerdo en la filmografía de su director (que ya es decir).

Una película que destaca por su inusitada belleza, que sutiliza su mordacidad, tenue e inteligente, para hablar sobre los efectos imperceptibles e inesperados que produce el tiempo, las secuelas de pertenencia a uno u otro estamento social, y el desgaste de los sueños de la juventud. Temas que, por otro lado, suelen ser recurrentes en la filmografía del director, asentado en la comodidad del que explora tierras más que conocidas. En definitiva, y espero que esto se entienda más como cumplido que como crítica, creo que Woody Allen ha realizado una película que podría haberse proyectado en blanco y negro en algún cine de Hollywood en los años 30 y haber cumplido su mágico cometido sin desentonar en absoluto con la cartelera de la época.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Jesus Gonzalez
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10
21 de enero de 2017
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Damien Chazalle nos mostró en Whiplash (2014) la cara más tenebrosa de su discurso sobre el éxito y la culminación de la genialidad —basado en el sacrificio y la entrega totales— y, en definitiva, del tortuoso camino que se nos presenta hasta conseguir cumplir nuestros sueños. Llegó a establecer una relación escabrosa y abusiva a partir de la cual el protagonista conseguía dar ese plus prácticamente inalcanzable para el resto de mortales, que ni siquiera suelen llegar a plantearse el camino de ida hacia lo, a priori, imposible. Luego nos regaló “ese” final y el resto ya es historia.

La La Land o La Ciudad de las Estrellas (ambos títulos me encantan) supone una revisión de ese mismo discurso estructurado en tres niveles narrativos superpuestos que engloban, cada uno de ellos, al anterior. El primero de todos, que funciona como motor esencial de la trama, es el amor. Ese amor romántico, musical y verdadero que a todos nos atrapa alguna vez en la vida. Por encima de este, se encuentra la música, esencialmente en forma de jazz, marcando el tiempo y el tono de la película, dándole pausa y a la vez ritmo al afloramiento de sentimientos y estableciendo la base metafórica de lo que es el tercer nivel de la obra: el cine. El jazz y el cine se miran aquí a los ojos y se dicen que se quieren, pero que para vivir no basta con lo ya vivido, aunando lo clásico con lo contemporáneo —y a la vez el fondo con la forma— de manera magistral.

Este entresijo argumental, latente en la dicotomía tonal que adquiere la película —siempre en constante vaivén entre el positivismo y la melancolía— define el buen hacer de la cinta a la hora de reflejar ese ligero equilibrio vital entre lo sustancial y el detalle, desde las románticas casualidades hasta los desgarradores desengaños del destino, entremezclando con la más mágica ficción esos pequeños momentos que conforman la inverosímil historia de nuestras vidas. Ese mismo realismo mágico y embriagador que hace que el foco se centre en dos personas que se enamoran a través de un excepcional uso de la luz y el color, creando unos momentos musicales para el recuerdo.

Chazelle deja claro esta vez que el éxito no es incompatible con el amor, es más, nos demuestra que el afán por cumplir los sueños siempre acaba alimentándose del mismo y que hay personas capaces de llevarnos a lugares inalcanzables por nosotros mismos a través del cariño, el respeto y la admiración mutua e inocente. Cuando dos personas conectan de la manera en que aquí lo hacen Seb (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone) cada uno de ellos acaba dejando en el otro un poso eterno que nunca podremos determinar en qué grado acaba definiéndoles como quienes finalmente acaban siendo. “Te querré siempre” es una afirmación categórica solo una vez en la vida, aunque en el momento de decirlo nunca lo sabemos.

Esas 7 primeras notas de piano que abren Mia & Sebastian´s Theme (gracias por la composición, Justin Hurwitz) me llevarán siempre al final de esta hermosa y perfecta película, en la que me quedaría a vivir si pudiese, al igual que sirven a nuestros protagonistas para volver a ese preciso instante en el que se conocieron para ya nunca olvidarse. Una mirada entre dos, acompañada de una sonrisa cómplice, que parece hacernos olvidar que la vida sigue, por supuesto, al ritmo endiablado del jazz. Un dos, un dos tres cuatro. “The End”.
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Jesus Gonzalez
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8
14 de diciembre de 2015
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La premisa que se nos plantea en “El Viaje de Arlo” (2015) es bien sencilla: el asteroide que ocasionó la extinción masiva de los dinosaurios nunca llegó a colisionar con nuestro planeta y son ellos los que siguen dominando la Tierra, como granjeros y cowboys, luchando por sobrevivir en un mundo donde la naturaleza sigue imponiendo su ley.

La narración se centrará en Arlo, un cobardica Apatosaurus; y Spot, un humano con rol de mascota (los demás dinosaurios lo llaman “bicho”) con el que entablará una tierna amistad.

Resulta curioso cómo consigue Pixar desarrollar esta idea durante el primer acto de la cinta, con una sencillez insultante, para que tanto niños como adultos acepten sin rechistar la oferta de embarcarse en esta aventura prehistórica sobre la superación de los miedos y la abrumadora aventura que supone la búsqueda de un lugar en la familia y en el mundo.

Yo he tenido la suerte de ir al cine con Pedrito, uno de esos locos bajitos que conformaban la mayoría absoluta de la sala. A Pedrito la película le ha parecido “muy bonita”, no solo por esos pequeños momentos cargados de drama, durante los cuales “le picaban los ojos” (debió ser algo contagioso porque a mí también me picaron) sino por lo apabullante que resulta la fotografía que acompaña a Arlo durante su particular viaje hacia la madurez, dibujando un paisaje arrebatador, un auténtico prodigio de la animación hiperrealista en contraste constante con la caricaturización que experimentan los personajes protagonistas.

Me flipa que Pixar experimente esta vez con un western sencillo, donde no se busca trascender con una idea rompedora, como en “Inside Out” (2015), sino ofrecer un espectáculo visual y emocional a través de una aventura con tintes de otros clásicos de Disney (me acordé mucho de “El Rey León” (1994) y de mi trauma de la infancia con cierta escena fatídica).

Y es que, si el objetivo que se buscaba con esta película es que un niño flipara con los cánones más puros de las historias del oeste, es decir, el viaje con aroma a tragedia clásica con sus elementos más característicos (la búsqueda de las reses perdidas, el intercambio de anécdotas rodeando una hoguera o las emboscadas de forajidos al margen de la ley), tiene mi más agradecida bendición.

Por destacar algunas curiosidades que quizás disfruten más los mayores: hay una referencia a “Tiburón” bastante ingeniosa, un pequeño sketch muy divertido que gira en torno a la ingesta de psicotrópicos y una escena con un puntito onírico que me dejó bastante desconcertado porque, joder, creo que hasta “Pedrito”, en su infinita inocencia, pilló la idea. Meritazo. Pixar provee, y nosotros, consumimos.

Más en el blog: https://elmurodedocsportello.wordpress.com/2015/12/14/el-western-de-arlo/
Jesus Gonzalez
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