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España España · Palma de Mallorca
Críticas de Innisfree
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Críticas 100
Críticas ordenadas por utilidad
5
27 de agosto de 2023
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ozon deconstruye el clásico de Fassbinder THE BITTER TEARS OF PETRA VON KANT para llevar a cabo una adaptación de la misma en unas coordenadas donde lo "queer" no tenga que estar necesariamente codificado a través de capas y capas de simbolismo —incluso si la original de Fassbinder ya era sorprendentemente progresista en este sentido—, sino que pueda explorarse como algo estrictamente referencial que se conecta con una realidad que, aunque exacerbadamente estilizada, apunta a un comentario algo más sencillo de interpretar.

Sin embargo, parece que tras deconstruir la excelente película de Fassbinder, a Ozon se le ha olvidado volverla a construir. Es como si el director casi se llegara a haber perdido en los entresijos del melodrama orgánico que supone la fuente original. Mientras allí todo tenía un peso cargante y esa amargura de Petra von Kant se veía en prácticamente cada una de las escenas que configuraban la segunda mitad de la película, en esta adaptación todo tiene un tinte francamente ridiculizante. El melodrama se exacerba dando lugar a la caricatura y a la parodia. No es que en la original los personajes fueran elementos totalmente realistas, pero por lo menos su núcleo coral tenía la suficiente humanidad como para hacer de ellos algo creíble. Aquí las situaciones denotan un exceso forzado que apenas funciona en ninguna de las escenas, y en las que funciona es gracias a un Denis Ménochet que podría llegar a encandilar si no se encontrara limitado por un guion que es incapaz de acentuar las cualidades positivas del original.

Otro tema que resulta algo desagradable desde el punto de vista de la adaptación, es cómo el personaje de Marlene en la original se transpone en el personaje de Karl. La primera supone un ejercicio fantasmagórico, espectral. Incluso si la escena se centra en la protagonista, oyes el traqueteo de Marlene usando la máquina de escribir de fondo. Es un personaje omnipresente, una representación del amor no correspondido y del tipo de esclavitud que eso conlleva. En la adaptación de Ozon, Karl supone un elemento que busca enfatizar el factor cómico. Algo que, por supuesto, en la primera también podía suceder, pero todo se enmarcaba dentro de una melancolía patética que favorecía a la atmósfera general de la película. Aquí supone echarle leña al fuego, siendo la leña la ridiculez y el fuego el exacerbado melodrama en el que se instaura el filme.

Es una lástima que PETER VON KANT no funcione tan bien como podría, porque había material de sobra para, primero, actualizar el trabajo de Fassbinder —si es que necesita actualización— y, segundo, llevar a cabo un proceso de transformación genérica en el que lo femenino pasa al mundo de lo masculino, hecho interesante en tanto que en el mundo de lo "queer" hay más puntos de unión de los que habría en un contexto estrictamente hetero. Además, la estética a través de la que Ozon enmarca la historia está francamente bien construida, focalizándose en esos vivísimos rojos y azules que recuerdan al mejor de los Almodóvars y ese negro cuero que supone uno de los núcleos estéticos de la subcultura gay durante la década de los 70 y 80. Aun así, Ozon no sabe llevar a buen término estos puntos notables al estamparse en lo que a guion y dirección se refiere.
Innisfree
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8
1 de enero de 2023
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lang nos plantea al protagonista de SCARLET STREET, Christopher Cross, como un personaje de dimensiones patéticas: un leal cajero entrado en años que siente sobre sí el insoportable peso de la soledad, una que no puede remediar ni al llegar a casa, donde le espera su esposa Adele, una mujer de características insufribles —así eran las cosas en esa época: mujer cándida, mujer inaguantable, mujer fatal... y deja de contar— que parece que quiera hacer de cada instante de su vida un drama constante. Para colmo, Chris vive bajo la sombra del solemne retrato del anterior marido de Adele, Higgins, un policía honorable que murió en acto de servicio al tratar de salvar a una mujer que se estaba ahogando en el río. Cada paso que da parece un recordatorio de que la dirección en la que la vida le ha mandado resulta un tanto perniciosa y desfavorable.

Sin embargo, las cosas parecen cambiar cuando conoce a Kitty, una mujer a la que salva de un aparente robo y de la que queda absolutamente prendido. En escenas anteriores, un Chris melancólico se preguntaba cómo debe ser que una mujer joven te quiera. Bueno, ahora tiene la oportunidad de saberlo. Pero como no todo lo que brilla es oro, la irresistible Kitty lo enmaraña en un engaño del que, a medida que pasa el tiempo, más complicado resulta salir, ofreciendo así un espacio que satura el de la mujer fatal que le faltaba a la ecuación acorde con el limitado plantel de personajes tipo femeninos que había en la época.

Desde el comienzo, el encuentro entre Chris y Kitty ha respondido a naturalezas extrañas. Al conocerse, ambos mienten: Chris dice que se dedica específicamente a la pintura y Kitty asegura que es actriz. La cosa es que Chris, cajero de profesión, sí que pinta —por lo menos en sus ratos libres—, mientras que Kitty no actúa, o por lo menos no de manera profesional. Quizá sea actriz en el sentido existencial de las cosas: interpreta su manera de ser como mecanismo de supervivencia, uno que se centra en engatusamientos y patraña. Ambos se han visto atrapados, por unas razones u otras, en las mentiras del otro y han terminado configurando un juego de falsas apariencias que saca a relucir lo peor que hay en cada uno. Pero el guion de Nichols esconde una baza repleta de ironía: Kitty y su pordiosero novio, Johnny, se han creído a pies juntillas que Chris es un artista de renombre que vende sus obras al friolero precio de 50.000 dólares de aquella época. Kitty y Johnny se enorgullecen de sus tretas y tildan de tonto a Chris —que lo es un rato largo—, pero son ellos los que están depositando sus esperanzas en una abstracción fantasiosa y, factualmente, incorrecta. ¿Quién es más tonto: el tonto o los que siguen al tonto? El devenir de las cosas plantea una respuesta satisfactoria, acorde con la naturaleza perversa de la película.

El enredo, como es costumbre, se construye de forma algo conveniente. Los elementos llegan en el momento en el que tienen que llegar; lo mismo pasa con las situaciones. Pero Lang parece reconocer la pérfida esencia de los tropos narrativos utilizados y los aprovecha para profundizar en la humillación de un Chris que verá de forma paulatina cómo su vida va convirtiéndose en un continuo suceder de malas fortunas y tragedias. Llegan así los últimos 10 minutos, cargados de un patetismo que mucho le debe a la manera en la que tenía el cine mudo de plantear a unos protagonistas tocados por la mano negra del destino. Y de eso, Fritz Lang, sabe un rato. Su cine es una muestra genial de cómo un director que comenzó en el seno del expresionismo alemán mudo se ha sabido recontextualizar en la revolución sonora del cine hablado sin dejar de lado aquellos puntos principales que constituyen el rictus estilístico de su poética cinematográfica.
Innisfree
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9
29 de enero de 2023
10 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es TÁR una película multiforme, en tanto que apunta a la representación de un tema de tan rabiosa actualidad como son los abusos de poder en contextos artísticos y, a su vez, pretende ironizar desde el humor más "tongue-in-cheek posible", dado el contexto de la película, la caída en desgracia de una directora de orquesta que se beneficia de esas mismas prácticas.

La última película de Field es una obra maestra en muchos de sus campos. Técnicamente es extraordinaria, concibiendo un tipo de estética aséptica, de blancos, grises y negros, que nos lleva al Hanneke de LA PIANISTE y al Glazer de UNDER THE SKIN, este último siendo una influencia indudable en las escenas de cariz más onírico. La frialdad de los colores contrasta con el resto de elementos, formando una verdadera glaciación emocional muy acorde con los preceptos que pretende exponer la película.

La actuación de Blanchett como Lydia Tár es soberbia. Consigue hacer de este personaje pedante, injusto, aprovechado e interesado algo que no cansa a los 10 minutos. Hay mucho "name dropping" y mucho cambio de lenguas, pero en el centro de la actuación de Blanchett hay tanta preparación y tanta naturalidad que parece que estás viendo algo que se escapa ligeramente de los confines de la ficción y sangra directamente a través de la pantalla. Esa primera escena de la entrevista te zambulle en la interpretación de Blanchett y reconoces en ese personaje uno de los mejores protagonistas que puede haber dado el cine en lo que llevamos de milenio.

El guion ayuda a esa elevación del personaje de Lydia Tár. El humor, quizá, en ocasiones está planteado desde la obviedad y la falta de sutileza, pero teniendo en cuenta que TÁR tiene mucho de drama, pero también tiene sus buenas dosis de sátira, no es algo que moleste en exceso. A pesar de ser un aspecto francamente notable de la película y lo permea del sarcasmo que le aporta esa punta de malignidad y picardía que hace de TÁR el producto que es, no diría que es su mayor logro.

Pero también debemos tener en cuenta que le debemos al guion una de las mejores maneras que he visto de tratar el escamoso tema de los abusos de poder en contextos de producción artística. Se concibe como una fantasmagoría que nunca termina de resolverse, como un ente invisible que no solo va destruyendo poco a poco a la protagonista, sino que se deja notar en escenarios familiares para poner de manifiesto que el surgimiento de víctimas no termina con el objeto principal que recibe los abusos, sino que también se genera una onda expansiva que tumba a todos aquellos que coexisten con ambos participantes. Es una forma genial de plantear cómo estos sucesos suelen acoger una naturaleza sutil, como algo que se arrastra en las sombras para desaparecer nada más iluminarlo. El "ciclo de placer" que encuentra Lydia Tár en la llegada a los clímax de algunas piezas de Mahler, por ejemplo, encuentra un correlato bastante ácido en el "ciclo pesadillesco" que le impide dormir y que se manifiesta, o bien, en forma de imaginario onírico, o bien, de forma física con algunos sucesos llevados a cabo en la casa de la protagonista.

TÁR es absorbente. Field reconoce en su propio producto los ingredientes esenciales para configurar una experiencia incómoda, pero que obsesiona al espectador. Muchos de sus elementos están en estado de gracia, destacando la fotografía y, por supuesto, una inolvidable Cate Blanchett que firma el que quizá sea su mejor papel. Una excelente película.
Innisfree
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7
27 de julio de 2022
8 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
A Garland, celebrado director de la gran pantalla (Ex Machina) y de la pequeña (Devs), le han dado para el pelo con su nueva película, Men, una exploración fundamentada en el terror de cómo una mujer tiene que lidiar con el suicidio de su pareja yéndose de vacaciones a la campiña británica y enfrentándose a lo que perfectamente podría llamarse un infierno de lo igual. Le han dado para el pelo, decía, porque acusan al director de criticar la masculinidad tóxica de forma excesivamente superficial —a "Men bad!" reducen las ideas de la película— con el único fin de presentarse como aliado del feminismo y poder entonar el "estoy contigo, hermana". ¿Cuánta verdad hay en esta máxima? Quizá no tanta como los llamados sabios han querido constatar.

Men es la película menos sesuda de Garland. También es la que más se aleja de aquello que podría considerarse su estilo: la ciencia ficción de autor. No hay autómatas (Ex Machina), ni zonas afectadas por un extraño electromagnetismo lovecraftiano (Annihilation), ni programadores con complejo de Dios enfrentándose al trauma de la pérdida familiar (Devs). La premisa de Men nos sitúa en unas coordenadas más cercanas al realismo que a cualquier otra cosa. Sin embargo, hay algo en el estilo, en la saturación de los colores, en cómo la acción va progresando hasta encontrarnos en espacios poblados de una sensación de uncanny valley, que resulta reminiscente, de forma extremadamente positiva, a aquellas películas que ya hemos visto del director. Y es de aplaudir. Otro realizador podría haber optado por girar a la izquierda y aprovechar el cambio genérico para cambiar su propia manera de enfrentarse al medio artístico, pero Garland, como se diría, sticks to his guns y prefiere seguir siendo él mismo. Esto implica la creación de un contexto en el que Garland puede sentirse algo más cómodo con las ideas que quiere presentar en Men, de forma que hay un esfuerzo que ya no debe llevarse a cabo.

Ahora bien, ¿está justificado el reduccionismo que muestra la crítica hacia Men? En mi humilde opinión, pienso que no. Quizá la película no explore su ideario más allá de algunos tópicos que, sí, pueden tener algo de razón en ser reducidos a "Men bad!", pero que no por ello dejan de ser interesantes. Me explico. Cuando se estrenó, a BlacKkKlansman de Spike Lee se le criticó que planteaba un discurso redundante, esto es, la liberación de los negros y la búsqueda de un estado del bienestar que los tuviera más en cuenta. Esto fue lo que se le criticó, y dos años más tarde muerte George Floyd asfixiado por un policía en Mineápolis al agónico grito de "I can't breath". Quizá en su momento, ese "panfleto" —así se refiere a él nuestro Carlos Boyero— podía resultar algo redundante, cosa que también dudo porque el movimiento BLM (Black Lives Matter) estaba en su apogeo en 2018. Sin embargo, el tiempo ha probado que el supuesto discurso redundante de Lee tiene más de necesario de lo que nos podríamos imaginar. Y es que la historia no deja de repetirse constantemente. Santayana decía: "Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo".

En esta línea estamos con Men, pero en lugar de atacar el mal conocido —la violencia machista— de forma directa, Garland acude a las raíces del pensamiento misógino y fundamenta su discurso en función a su historia. Su interés es diacrónico, no sincrónico. No busca rehacer, por ejemplo, Te doy mis ojos. Esa película, como tantas otras que tratan temas similares, ya existe. Garland acude a la religión en busca del pecado original, al mito ecofeminista de la pertenencia o no pertenencia de la mujer al medio natural en lugar del estrictamente cultural habitado por el hombre, a la fama de la manipulación femenina, a la mujer como ser encadenado a la construcción arquetípica de la madre. El director rebusca en la historia para tratar de entender, primero, de dónde surge este pensamiento y, segundo, cómo se reproduce de generación en generación. Puebla su película de personajes variopintos, todos interpretados magistralmente por Kinnear, que en un ejercicio que nos liga prácticamente a la Anomalisa de Kaufman, representan ese infierno de lo igual, cómo toda persona que decide seguir el ideario impuesto por años y años de misoginia pierde su idiosincrasia en pro de una tradición que huele ya a viejo.

Garland lo representa de forma asquerosamente sincera con esas escenas finales, que duran más de lo que durarían en la película de cualquier otro director porque la idea es esa: el tedio de la historia, de siglos y siglos de costumbres enquistadas, desarrollándose ante nuestros ojos, una y otra vez. Es aquello que decía Santayana, el nunca terminar de la herencia cultural. Y así como Kinnear interpreta a muchos personajes que, en realidad, son uno solo, Jessie Buckley —genial y magnífica también, como es ella en todo lo que hace— interpreta a un solo personaje que son múltiples mujeres viéndose atrapadas en el nunca acabar del ciclo abusivo, sea físico o psicológico. En una línea marxista de las cosas, uno podría decir que en Men está contenida la historia de la humanidad en lo que a dinámicas de género respecta. Y no quedaría muy lejos.

Por eso decir que Men se reduce a esa máxima de "los hombres son malos" me parece una absurdez como un templo que ningún bien le hace a las ideas que presenta y a su utilidad. Garland no plantea respuestas satisfactorias, pero sí que genera las preguntas pertinentes para que la búsqueda de esas respuestas pueda tener un final feliz. Porque Men tiene tanto de cine histórico como de película de terror.
Innisfree
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7
9 de enero de 2024
7 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Además de servir a un propósito estrictamente estético, el plano supone la colocación del espectador por parte del director en un espacio concreto. En cierta manera, le fuerza una perspectiva determinada. Habrá quienes utilicen este mecanismo para colocar al espectador en una posición de objetividad. Otros, nos inundarán en la subjetividad de sus protagonistas estableciendo el plano como una puerta de entrada directa a su propia percepción de las cosas (nunca he encontrado un mejor ejemplo que la DIVING BELL AND THE BUTTERFLY de Schnabel). Y habrá algunos, como Gaspar Noé, que piensen que su espectador tiene complejo de lavadora.

El caso de Haynes es paradigmático. La imagen promocional de la película (que, por supuesto, se incluye en el filme en sí) contiene a las dos actrices protagonistas, Portman y Moore, mirando a cámara. Pero lo que en coordenadas más ordinarias supondría un ejercicio sencillo de rotura de la cuarta pared, en MAY DECEMBER acoge un tinte un tanto más complicado. La cámara es un espejo. Inicia esto un circuito complejo de semióticas particulares que buscan arrojar luz sobre el caso que nos plantea la película escrita por Samy Burch: una profesora que mantuvo en su día una relación con un alumno menor de edad, y con el que a día de hoy se ha casado, tiene que enfrentarse a la incomodidad natural de tener en casa a una actriz que quiere llevar esta historia al cine.

Dada la naturaleza de esta historia, la idea de ambas actrices mirando a cámara y rompiendo complejamente esa cuarta pared ilusoria que separa al espectador de lo que sucede en la película resulta intrigante. La primera idea tiene que servir a propósitos intrínsecos a la narrativa. La idea del espejo implica enfrentarnos a un yo que quizá no tengamos tan familiarizado. No vivimos atendiendo a nuestro rostro porque no nos pasamos todo el día con una superficie reflectante delante de las narices. Por muy reflejo del yo que pueda ser la imagen que nos devuelve el espejo, hay un principio de otredad implícito en lo que vemos, sobre todo si nuestra personalidad ha sufrido vaivenes trágicos y un tanto escandalosos, como ha sido el caso de la Gracie de Moore.

Hay, intuyo, un comentario metacinematográfico sobre cómo el cine (particularmente, el biopic, género que quiere cultivar el personaje de Natalie Portman al llevar el caso a la gran pantalla) funciona como espejo de realidades, llevándonos a una idea tradicional y mimética del séptimo arte. Esta idea se presenta de forma tanto extrínseca (esa idea del cine como reflejo) como intrínseca al mundo fílmico que nos plantea la película. Intrínsecamente, la Elizabeth de Portman mira atenta el reflejo de Gracie para estudiar sus inflexiones físicas y para equipararla a su propia identidad gestual. Esta parte vendrá reforzada en la película cuando, en una escena, Elizabeth se siente delante de una cámara (y solo cámara, no espejo) y lleve a cabo una imitación bastante lograda de Gracie. El espejo se convierte en un medio comunicativo más.

Sin embargo, hay un nivel más en esta gradación de significaciones. Dada la naturaleza específica del caso, que tuvo una presencia en las publicaciones de todo Estados Unidos colmada de chismorreos y demás escándalos, los ojos de Gracie y Elizabeth pueden dirigirse al medio físico que es el espejo o la cámara, sí, pero también transgreden esa fantasmagoría manifestada en la cuarta pared para descansar la vista sobre el espectador. Si tenemos en cuenta que hay una parte considerable de la película que busca encontrar la humanidad detrás de aquella persona deshumanizada por los medios (algo que la colocaría muy cerca de lo que hizo Solondz con el personaje interpretado por Dylan Baker en HAPPINESS), la película parece increparnos que durante unos segundos miremos a la cara al “monstruo” de Gracie con el fin de encontrar algo que a nuestro juicio pueda ser redimible. Y quizá ese sea el caso, pero eso no implica que un par de escenas después no suceda algo que nos altere nuestra impresión. Esta es la estructura pendular que sigue la MAY DECEMBER de Haynes, algo que le permite encontrar y, simultáneamente, cuestionar la humanidad en los lugares más inhóspitos de la psique humana. Gracie, la esposa; Gracie, la madre; Gracie, la niña; Gracie, la manipuladora. Todo pequeñas iteraciones que, a modo de muñeca rusa, caben dentro de la idea holística de Gracie. Normal que al final Portman tenga algún que otro problema e inseguridad a la hora de interpretarla.

Más allá del drama, de la campiness (que hay bastante: ¡esa música!) y del escándalo, MAY DECEMBER esconde un elegantísimo comentario sobre cómo el consumismo mediático nos lleva a la polarización de las vidas de seres humanos. Coger a alguien en un punto específico de su existencia y entenderlo como un fenómeno en el vacío y no cómo algo que ha experimentado una intensa continuidad desde su nacimiento hasta ese punto concreto trae consigo una simplificación que invita a los extremismos y a una falta notable de entendimiento. Por supuesto que lo que hizo Gracie con Joe (interpretado por un Charles Melton que ojalá comience a apuntar alto en su carrera como actor y lleve a cabo empresas tan complejas como esta), haya habido “seducción” o no por parte del adolescente, es no solo censurable, sino que deleznable. Y por supuesto que el ambiente que se respira en esa casa responde más a ponzoña flotante y disfuncionalidad que a un estado deseable de las cosas. Pero nada de eso, incluso aplicándolo a un caso real, nos da la suficiente información como para saberlo todo acerca de qué la ha llevado a comportarse como tal. Tenemos que entender que sea lo que sea lo que haya detrás, y por muy astillosa que pueda ser la realidad, también forma parte del generoso mundo de lo humano.
Innisfree
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