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Hedwig and the angry inch.

Se trata de una película que parece haber tenido un éxito –y fulgurante- en determinados ámbitos. Y, como película, esos comentarios elogiosos que la transforman en hito de la historia del cine, obra de culto de visión inevitable o preludio del nuevo cine parece absolutamente gratuitos.
Hedwig es una transferencia al cine de un musical teatral. Y se nota, Es probablemente una transferencia muy bien hecha, pero no pasa de esa función de transferencia pese a algunos intentos de añadir algo al argumento, siempre, pobre de los musicales. Las altísimas calificaciones tendrían el mismo sentido que las que pudiera recibir El último cuplé por parte de los entusiastas del cuplé, o Música y lágrimas por los de las grandes bandas del swing, o La viuda alegre por los fans de la opereta.
Como película, su naturaleza musical y su origen de escenario son factores que hacen pesar de manera desmesurada y excesiva los números musicales, frente a los que los escasos sketchs que tratan de constituir un argumento resultan desvaídos y confusos. Sobre esa pobreza argumental, los actores hacen lo que pueden, que no es poco.
El esfuerzo se manifiesta también en un uso atrevido de ciertos planos y en la utilización del color en una forma muy personal. O en ciertos apuntes de corte surrealista y en la utilización de dibujos animados en esa línea del cine-collage que se inauguró a finales del siglo pasado.
Estéticamente bordea –si no cae- en el kitsch. Lo cual es absolutamente lógico partiendo del hecho de que el mundo del travestismo tiene una estética peculiar que no pretende evitar el mal gusto que forma un componentge de la pretendida trasgresión.
De esa forma, la película termina siendo efectivamente una delicia para los amantes del glam rock y los atraídos por la estética dragqueen. Y un simple pasatiempo para quienes no participen de esos gustos que tendrán además la oportunidad de observar nuevas tendencias. Buscar más profundidad en la película parece un exceso.