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España España · Miranda de Ebro
Críticas de Cocalisa
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Críticas 32
Críticas ordenadas por utilidad
7
21 de julio de 2007
12 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un director neurótico de capa caída recibe el providencial encargo de realizar una película de gran presupuesto, producida por el individuo que le “robó” a su esposa. Vencida su resistencia inicial, y a punto de rodar su primera escena, nuestro hombre pierde la vista... Claro que en Hollywood eso no representa un inconveniente insalvable. Así que Val Waxman -trasunto evidente de Woody Allen- utilizará como lazarillos a su agente, al intérprete chino del operador de cámara, a su ex-mujer... ¡y que Dios bendiga a los franceses!.
Un final made in Hollywood (Hollywood Ending) -su película trigésimo segunda, con la que Allen inauguró el Festival de Cine de Cannes 2002- supone una reflexión cínica y en cierto modo caricaturesca sobre la industria fílmica norteamericana, y, al tiempo, sobre la benevolencia ocasionalmente pedante con que el público europeo ha venido acogiendo los trabajos del cineasta de Manhattan.
Próxima a La maldición del escorpión de jade en su concepción como comedia ligera, construida con una notable profesionalidad técnica y artística (con desenvueltas interpretaciones del propio Woody Allen, George Hamilton, Téa Leoni, Treat William, Mark Rydell o Tiffani Thiessen), Un final... agrupa continuas referencias autobiográficas. Por si no bastaran elementos argumentales como la contratación de un cámara extranjero, la opacidad respecto al rodaje, la relación con los espectadores del viejo Continente... Allen decidió trabajar con su propia ropa, sin utilizar el vestuario. Sin embargo, como una humorada más, repitió a cuantos quisieron escucharle en las entrevistas que jalonaron su presentación en Cannes que no estaba en modo alguno interesado en satirizar a Hollywood, y que todo se reducía a la intuición de que la ceguera psicosomática aplicada a determinadas profesiones (la cirugía, el boxeo o el cine) no dejaba de encerrar posibilidades risibles... ¡Y cómo dudar de la palabra de un hombre capaz de rechazar a Tiffani Thiessen con la misma despreocupación con la que desterraba de su cama a Charlize Theron en La maldición...!.
Cocalisa
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9
28 de septiembre de 2010
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay algo infinitamente trágico en el cine de Mihaileanu, empapado por otra parte de un humor surreal tan próximo al de Kusturica. Pero, ¿cómo obviar ese componente dramático si -como en su caso- se pretende indagar en distintos episodios de la historia judía?, ¿y cómo renunciar a uno de los rasgos más característicos de su pueblo y su cultura: la capacidad a menudo inaudita de burlarse de un complejísimo destino?.
Como en sus anteriores películas estrenadas en nuestro país -El tren de la vida (1998) y Vete y vive (2005)-, El concierto (2009) comparte esos rasgos, burla y drama, junto a un tercero también determinante: la voluntad de resistir, de sobreponerse a la agresión de los poderosos. Una voluntad que se traduce, en cada uno de sus trabajos, en la necesidad de “reinventarse”, de fraguar una simulación, personal o colectiva, que permita sobrevivir, construyendo de hecho una forma de “justicia poética”, aquella que Radu Mihaileanu reivindica como un derecho de los débiles.
Así, en El tren..., Schlomo, el loco de una aldea de Europa Central, convencerá en una noche de 1941 a sus aterrorizados vecinos de que, para esquivar las deportaciones masivas a campos de concentración nazis, habrán de suplantar al ejército ocupante para “autodeportarse” a un territorio seguro. Otro Schlomo deberá, en Vete y ..., aparentar ser judío y huérfano para huir de la hambruna que asoló en 1984 buena parte del continente africano y conseguir el traslado a Israel en el contingente de los falashas etíopes. Finalmente, en El concierto toda una tropa de músicos desterrados durante décadas de una profesión que era su pasión, su patria y su razón de vivir, tendrán que usurpar el papel de aquellos que los desplazaron.
Como en La vida es bella, de Roberto Benigni -autor al que Mihaileanu llegó a ofrecer el papel protagonista de El tren de la vida-, los personajes del cineasta rumano han de optar por la simulación como recurso para sobrevivir, real o simbólicamente, a la violencia de aquello o aquel más fuerte. Cada una de sus películas reivindica a quien sufre los acontecimientos, a quien ha de esforzarse para esquivar la marea de los tiempos. Y lo hace desde el afecto más tierno hacia esos seres de a pie que pueblan su cine.
¿Cómo no reconocer en su obra su propia historia personal, la de un judío hijo del comunista y periodista Mordechaï Buchman, quien, tras abandonar los campos de trabajo alemanes, hubo de cambiar su nombre por el de Ion Mihaileanu, camuflándose así en la población rumana?, ¿cómo no entender como un acto de revancha su primer largometraje, Traicionar (1993), en el que un escritor disidente ha de pactar con el régimen para recuperar la libertad y el trabajo?... ¿Cómo, en fin, no agradecer a quien se define como “un desesperado muy optimista” el gesto de haber cerrado su relato de desventuras con la belleza desbordante de la pieza Op. 35 para violín y orquesta de Tchaikovsky?
Cocalisa
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7
19 de enero de 2008
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
“¿Quién no ha sufrido un ataque de risa en el momento más inapropiado? Es una reacción humana bastante natural, y es la base cómica de Un funeral de muerte”, argumenta Frank Oz, realizador de esta -permítanme un mal chiste- vivísima comedia negra. Efectivamente, durante hora y media los espectadores asistimos a la creciente desesperación de los invitados a la reunión familiar de despedida al difunto patriarca, abocados unos y otros a deslizarse desde la mera inoportunidad al absoluto desastre.
Avezado creador de un cine humorístico -Un par de seductores (1988), con los (y este es, admítanlo ustedes, otro mal chiste) impagables Michael Caine y Steve Martin, o ¿Qué pasa con Bob? (1991), con Bill Murray y Richard Dreyfuss, son algunos de sus trabajos- el inglés Oz contó para esta memorable ocasión con un guionista de nervio y genio, Dean Craig. Un joven escritor que encontró su inspiración en el problemático entierro de su abuelo; conforme recuerda, "mi abuelo murió hace unos años. Fue un acontecimiento muy triste y difícil, pero en el que ocurrieron un montón de cosas. Era todo tan raro que me hizo pensar que en realidad podría ser la ambientación perfecta para una comedia negra. También quería utilizar ese sentimiento tan poderoso que nos invade a todos en los funerales porque, aunque en esos días todo se centra en la muerte, también hay una sensación preponderante de que la vida sigue”.
Si bien la estructura general de la película responde a la de la comedia tradicional británica (buenos actores, diálogos brillantes, enredos comprometedores, etc), la juventud y desenfado de Craig iban a introducir elementos novedosos, vivificantes, en la trama. "Lo que nos encantó del guión fue que sigue totalmente la tradición de las grandes farsas cinematográficas como Arsénico por compasión o El quinteto de la muerte, pero a la vez transmite la modernidad de haber sido escrita por un guionista joven", apuntaba el productor Share Stalling.
¡Qué placer topar, además, con una pantalla repleta de actores de talento! Desde los recientemente conocidos Matthew Macfadyen -por la versión de Orgullo y prejuicio estrenada en 2005- o Alan Tudyk en su papel alucinante por alucinado, al veterano Peter Vaughan bordando un requeteborde Tío Alfie o al insuficientemente vertical Peter Dinklage (¿recuerdan su papelón en Vías cruzadas/The Station Agent (2003)?), todos y cada uno dan en el clavo, imprimiendo un tono y un ritmo perfectos a la historia. Una historia definitivamente coral, lo que, como aprecia Dinklage, “no es muy común. Todos desempeñan un papel bastante equitativo, así que ninguno de los personajes pasa desapercibido. Cada uno de los personajes le añade un toque de humor a la situación, para calentar el ambiente según se encamina hacia un final increíble”.
Tomen asiento, digan “les acompaño en el sentimiento”, y disfruten con las trapisondas de los atribulados personajes, todos ellos al borde del colapso... excepto el honorable difunto.

Cocalisa
Cocalisa
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7
20 de julio de 2007
9 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde hace algunos años, el cine francés viene regalándonos regularmente comedias ligeras, acertadamente construidas, que alcanzan por lo general un notable éxito no sólo, aunque principalmente, en las pantallas galas. En ocasiones, esos trabajos alejados de toda pretenciosidad arrojan, además, un destello sobre la naturaleza humana, una reflexión engañosamente leve en torno a los usos y costumbres del “ciudadano de a pie”.
Nacen así -situándose en las antípodas de algunas de las aventuras megacostosas en las que, también periódicamente, se embarca el cine vecino con resultados frecuentemente decepcionantes- títulos como La cena de los idiotas, Salir del armario o ¿Por qué las mujeres siempre queremos más?. A esta amable variedad pertenece, desde luego, Eres muy guapo (2005), debut como directora de la veterana actriz Isabelle Mergault, que alcanzó más de tres millones de espectadores en el mercado francés.
Magníficamente interpretada por Michel Blanc -el obsesivo protagonista de Monsieur Hire (1989), director y actor en Mala fama (1994) y Besen a quien quieran (2001)- y la rumana Medeea Marinescu, Eres muy guapo nació de la curiosidad que había despertado en su realizadora un documental televisivo sobre las acciones desesperadas que algunos campesinos galos se veían forzados a acometer para encontrar una compañera. Una dificultad puesta de manifiesto en nuestro país, por otra parte, por iniciativas que, como las “caravanas de mujeres”, ocupan de tanto en tanto los titulares de los medios informativos.
La elección de Michel Blanc -que desempeña con la solvencia de costumbre el papel de agricultor misántropo y tacaño, empeñado en “cubrir la baja” de su esposa para solventar las agobiantes tareas domésticas- es todo un acierto. Su objetiva carencia de atractivo, de la que Aymé (el escasamente desolado viudo a quien recrea) es plenamente consciente, le empujan a buscar una nueva pareja allí donde parecen abundar las oportunidades : la Europa pobre, ansiosa de buscar una vida mejor. En concreto, en Rumania, cuna por otro lado de la magnífica Marinescu, quien -sin apenas hablar el francés, memorizando fonéticamente el guión- supo construir una creíble, emocionante Elena. Cruce de intereses, por tanto, en el que la zafia repetición de la frase “eres muy guapo” resulta tan patética como clarificadora. Remedo de tantas otras historias vividas día a día en nuestro país, como narraba -en otro registro- Icíar Bollaín en Flores de otro mundo (1999). Espejo, al fin y al cabo, de tantas frágiles peripecias de supervivencia.
Eso sí, nos movemos, con Aymé y Elena, en el terreno del melodrama, donde todo -y, sobre todo, la conversión entrañable que el amor alcanza a introducir en los corazones- es posible.
Cocalisa
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8
23 de enero de 2019
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una sonrisa budista


Lucky, o de cómo un galápago centenario en busca de su destino, un socarrón matasanos y la confidencia emocionada de un veterano de guerra pueden iluminar los últimos pasos de un vaquero solitario. Una joya fílmica, la que John Carroll Lynch y un puñado de amigos en estado de gracia nos ofrecen en hora y media escasa: en mi opinión, la duración perfecta para una película, aborreciendo como aborrezco la prolongación gratuita, tediosa hasta el bostezo, de los metrajes que vienen imponiéndonos las nuevas producciones.
Un paraje austero, semidesértico, en el imaginario fronterizo del oeste americano. Un nonagenario escuchimizado, ajeno al paso del tiempo hasta que la realidad viene a imponer sus reglas. El relato de los días en una población habitada por personajes entrañables, comprometidos todos, sin plena consciencia de ese acuerdo, a apoyarse, remisos en todo caso a reconocer abiertamente ese afecto colectivo.
Todo. Todo en Lucky es extraordinario. Lo es, para empezar, el valor preciso para elegir como protagonista omnipresente de una producción a Harry Dean Stanton, que ya había cumplido noventa años al inicio del rodaje (de hecho, el inolvidable Travis Henderson de Paris, Texas no alcanzó a asistir, por escasas fechas, al estreno del film). Lo es la colaboración espléndida de un buen número de viejos colegas de nuestro personaje: David Lynch, Ed Begley Jr., Tom Skerritt, James Darren, Barry Shabaka Henley, Beth Grant… que bordan sus papeles. Lo es el guión de Logan Sparks y Drago Sumonja, aparentemente simple pero riquísimo en sugerencias y matices, en la estela de otros “manuales” útiles para la preparación de nuestra despedida, desde el antiquísimo Libro de los muertos al también añejo Ars moriendi, auténtico “best seller” en una época azotada por la gran peste. Lo es, desde luego, la selección musical: la banda de Elvis Kuehn, los temas country de Michael Hurley y de Foster Timms, la conmovedora interpretación que el propio Dean Stanton hace del “Volver, volver” de Maldonado…
¡Qué privilegio disfrutar de esta primera realización de John Carroll Lynch, que ya había demostrado sus dotes interpretativas en Fargo, El fundador o Gran Torino! ¡Qué suerte ser testigos de las andanzas de Lucky, desinhibido propietario de calzoncillos pulgueros, fumador compulsivo de Américan Spirit, esforzado gimnasta capaz de completar, entre pitillo y pitillo, veintiún repeticiones de lo que atrabiliariamente califica como “ejercicios de yoga”, aficionado a los concursos televisivos y a resolver, no sin ayuda, crucigramas, individualista convencido, ateo! ¡Qué placer, por si todo ello no bastase, observar la creciente desolación de Howard (David Lynch, sosteniendo un portentoso equilibrio entre la sabiduría y el desatino) ante la fuga de Presidente Roosevelt -“el galápago planeaba su huida desde hace días”-, y su posterior conversión estoicista!
Cuanto talento el derrochado por Harry Dean Stanton para mostrar sin aspavientos las emociones aparejadas al descubrimiento de la propia finitud, a sentimientos de culpa soterrados durante décadas y a la voluntad de redimirlos, a la búsqueda de una aceptación reparadora. ¡Qué regalo la inserción en la historia de elementos autobiográficos de este prolífico actor: el recuerdo de un ruiseñor, fulminado involuntariamente en su Kentucky natal muchos años atrás, su servicio en la Armada como cocinero en un buque transportador de armamento que participó en la batalla de Okinawa, en la Segunda Guerra Mundial…!
Cuanta sabiduría, en fin, la mostrada por el director al basar la inspiración del protagonista, su reconciliación con su destino, en el encuentro casual de Lucky con un excombatiente en la misma contienda (soberbio Skerritt) y en la imagen vívida que éste conserva de la alegría de una pequeña en medio de aquel horror. Esa clave, y la intuición certera del ciclo de la vida (evidente incluso en el extremo de un cactus avejentado), harán brotar la sonrisa más hermosa que recuerdo haber visto en pantalla. Una sonrisa budista.
Cocalisa
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