Woody Allen nos obsequia en “Si la cosa funciona” con una buena comedia satírica con mucho de parábola donde el único defecto es el desafuero en la evolución de algunos personajes. Tanta evolución redunda en revolución de lo asumible. El mismo protagonista de “Si la cosa funciona” es un hallazgo y un exceso: Cascarrabias y desencantado empedernido de la estupidez humana, generoso y misántropo, inteligente y vanidoso, pura contradicción de la tercera edad, y quizá un alter ego extremado de un provecto Allen. Una de las clasificaciones posibles de la filmografía de Allan Stewart Königsberg es la que permite establecer una relación entre la edad que su director tiene a la hora de filmar sus películas y la de la media de los personajes que intervienen en ella. Pasando de lo particular a lo universal, el maduro Allen nos relata sobre la vida de neoyorquinos maduros para contarnos finalmente sobre la felicidad del común. Estamos, pues, ante una escenificación de una ética para amantes de la vida. Es la ética woodyallenáquea. Podría sustanciarse en “Sé tolerante contigo y los demás porque somos de materia imperfecta como nuestro mundo, donde el azar lo puede casi todo. Aprovecha la fortuna cuando te venga de cara y disfruta todo lo que puedas cuando apunte la felicidad, que el resto es oscuridad absurda”. Y quizá por ser parábola, con su vocación didáctica y para que cristalicen mejor las ideas, de ahí la exageración que, a mi modo de ver, desentona a la obra superior.

Estamos sobre todo ante una demoledora reflexión sobre el sinsentido de la vida. Por ello, la historia es más que nada una contraposición de actitudes morales ante la vida contemporánea. El objetivo final de los personajes es hallar la felicidad, y comprobaremos que es un objetivo condenado al fracaso. Ni siquiera la supuesta feliz pareja de novios se escapa de reconocer la ficción de su proyecto en común, por lo que arrancará entre la división y las lágrimas. La felicidad es una ilusión, inalcanzable, efímera cuando creemos tenerla bien asida, y la soledad, condición de la infelicidad imperante, la esencial realidad humana. Esta dolorosa tesis es el propósito fundamental del artificio. No se cuenta, pues, para entretener o conmover con las vicisitudes, sino para sostener la afirmación. Los personajes y la historia se ensamblan para convencer, argumentos ficcionados de tan pesimista aserto. Si en la literatura Baroja se encargó de expresar el absurdo de la existencia del ser humano del XIX en "El árbol de la ciencia" y Houllebecq de enunciar el vacío vital de nuestros cibernéticos tiempos, Jason Reitman hace lo propio en el medio cinematográfico. Da miedo reconocer que sea así la vida, sobre todo cuando recordamos el desafortunado destino que estos escritores deparan a sus protagonistas.

Subversiva comedia negra que destapa el asesinato de clase, es el lógico corolario del marxismo reformado que se implanta en el Reino Unido a partir del triunfo del welfare state. Película que podria haber aplaudido perfectamente la Kominform, no extraña en absoluto que un cineasta de la cuerda como Costa-Gavras la haya remozado en su "Arcadia". Ingeniosa, ágil y bien interpretada, no ha envejecido en absoluto con el tiempo, y su veneno anticapitalista sigue tan letal como hace más de cincuenta años.

Historia sobre la máxima evangélica del amor al prójimo más ignoto, el enemigo, cuya idea sirve de precedente a títulos posteriores como "Infierno en el Pacífico" o "Enemigo mío". Contra las apariencias, los seres humanos -o los seres sentientes y racionales en el caso de "Enemigo mío"- son capaces de que germine la amistad en el campo del odio. El mecanismo de convergencia es aquí el imperativo de la supervivencia. De esta manera el enemigo pasa a ser adversario para tornarse luego ayudante y finalmente un amigo. El contexto es la persecución de dos presos fugados de un furgón policial encadenados el uno al otro. El odio que se profesan es de carácter racial, que en el 58 estamos al principio del Movimiento por los derechos civiles. Pese a la loable inclinación por la destrucción de prejucios en que se afana la película, causa pasmo en el espectador contemporáneo la denigrante identificación de madre soltera y putón desorejado en la que se incurre, sobre todo cuando no resulta difícil imaginarse alternativas argumentales más afortunadas. El dúo Curtis-Poitier hace un buen mano a mano, si bien resulta superior el comedido Poitier al más afectado Curtis. Cierto buenismo cursi avejenta un tanto la obra.

Catálogo de teratología moral de los áños 60 italianos, constituye una muestra notable de sátira social con propósitos humorísticos. Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi interpretan sobresalientemente y en sus caricaturas advertimos también a nuestros monstruos hispánicos, primos hermanos de los de la península de la bota si creemos algo en las esencias identitarias, desviaciones desarrollistas posibles o reales que han dejado su huella en la generación de nuestros padres y que nosotros mismos hemos quizá heredado en tanto que hijos suyos. Desgraciadamente el amplio repertorio de historias no mantiene constantemente la altura de la primera de ellas, en mi opinión la mejor, y la irregularidad lastra el conjunto.