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España España · Barcelona
Críticas de reporter
Críticas 629
Críticas ordenadas por utilidad
3
3 de febrero de 2010
14 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con diez basta. Esto afirmó hace unos años el director Luc Besson, que parecía convencido de que su carrera cinematográfica como realizador llegaría a su fin cuando alcanzara la decena de proyectos. Pero todas las obras a favor de la comunidad que tanto tiempo debían absorberle para mantenerle lejos de las cámaras al final no debían ser para tanto, porque el autor que en teoría debía despedirse con ‘Arthur y los Minimoys’ vuelve a la carga con la segunda entrega del universo poblado por seres en miniatura de orejas picudas. Después de ver esta nueva incursión en el mágico jardín de la familia de Arthur, hubiera sido preferible que Besson hubiera seguido con sus quehaceres más cotidianos. Pero poderoso caballero es Don Dinero... y fiel aliado es Don Relleno.

Esto es algo que la televisión lleva largo tiempo practicando. Uno de los puntos a favor de las series se halla en la propia concepción de su formato, y es que al gozar de numerosos episodios (los que hagan falta... siempre que se cuente con el favor del público, obviamente) se dispone de más tiempo para desarrollar de forma satisfactoria la historia y los personajes. El problema es que las exigencias de la guerra por el share a veces hacen que el producto se alargue en exceso. Es ahí cuando entra en juego el conocido factor “relleno” (lo que eufemísticamente se llama capítulo de transición), que grosso modo es cuando los guionistas hacen que la trama principal pase a un segundo plano para centrarse más en peripecias que proporcionen gozo inmediato pero poco perdurable. Véase a modo de ejemplo a Goku sacándose el carné de conducir, o los tan odiados flashbacks de la pareja coreana de Perdidos... o cualquier capítulo de Héroes posterior a la primera temporada.
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reporter
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6
30 de abril de 2009
14 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ocho años han pasado ya desde que el director y guionista Joel Hopkins se diera a conocer con su cinta ‘Jump Tomorrow’. En ella, Natalia Verbeke robaba el corazón de un joven nigeriano que estaba apunto de contraer matrimonio. Al igual que con ‘Nunca es tarde para enamorarse’ (horrible traducción de ‘Last Chance Harvey’), los protagonistas se conocían fortuitamente en un aeropuerto, síntoma inequívoco de un mundo donde la globalización es un hecho más que palpable. Las tendencias interculturales del director vuelven a marcar pues las líneas generales del filme.

Otro aspecto que hay que constatar es la edad media de los amantes. Al tratarse ahora de dos auténticos veteranos (Dustin Hoffman y Emma Thompson), el salto generacional entre ambas obras salta a la vista. Un dato que puede extrapolarse a la hora de comparar los dos largometrajes de Joel Hopkins. Y es que puede que en su segundo trabajo se haya perdido algo de frescura, pero sin duda se ha ganado consistencia. En este aspecto son casi inevitables las comparaciones con aquella joya de Richard Linklater titulada ‘Antes del amanecer’. Salvando las diferencias, el planteamiento de aquel magnífico recorrido vienés tiene mucho que ver con el que se nos propone ahora. Esto es, una película que avanza a través de un agradable intercambio dialogado de opiniones, sentimientos, sensaciones...

Unos diálogos que no son sólo mérito del guión que firma Hopkins, sino también de los intérpretes que le dan forma. Aunque estén lejos de su mejor nivel, la verdad es que es un lujo ver a dos actorazos como estos compartir pantalla. Al igual que la película en general, los intérpretes no llegan a deslumbrar, pero sí que desbordan naturalidad y parecen haberle tomado la medida justa a sus intervenciones: Hoffman como peluche mimosín, patoso y despeinado y Thompson como la encantadora e insegura encuestadora en busca del amor de su vida, en lo que podría ser una continuación de aquel entrañable y divertido personaje que encarnó en ‘Los amigos de Peter’.

Por su parte, Joel Hopkins parece que también ha madurado en sus labores detrás de la cámara. Suyo es el mérito de crear un ambiente nada empalagosos y que no renuncia ni a lo moderno ni a lo elegante. A destacar la elección tanto de los exteriores -ofreciendo interesantes panorámicas de la capital inglesa- como de los interiores, que al igual que en ‘Jump Tomorrow’, hacen gala de un diseño muy atractivo. Con todo ello tenemos una cinta que no va a buscar nunca de forma directa la carcajada o la lágrima del público. Más bien persigue -y consigue- el noble objetivo que, durante hora y media, nos olvidemos de cualquier preocupación que nos ronde la cabeza.
reporter
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El último de los injustos
Documental
Francia2013
7.5
473
Documental, Intervenciones de: Claude Lanzmann, Benjamin Murmelstein
8
29 de enero de 2014
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay manchas tan grandes, malolientes e incrustadas (en la ropa, en la piel...) que por mucho que luchemos, rasquemos, frotemos... no hay manera de librarnos de ellas. Ahí siguen, riéndose, de alguna manera, de nosotros y de nuestra incomprensión. Porque es fácil decirlo pero no tanto aplicarlo: a veces no queda otra solución que darse cuenta (y aceptar) que no hay solución posible. La mancha seguirá ahí, hagamos lo que hagamos. Porque en cierto modo, necesita estar ahí, recordándonos su existencia. Claude Lanzmann lo comprendió hace mucho tiempo y en 1985 legó, para todo aquel dispuesto a escuchar, la solución imposible a este enigma imposible. 'Shoah' fue precisamente el resultado lógico de lo imposible; una película imposible de visionado rematadamente imposible (nueve horas que piden a gritos verse de un tirón; sin intermedio que valga) y no obstante, imprescindible.

Hablar del Holocausto sigue implicando, ya bien entrado el siglo XXI, hablar de ese período (y de esa gente, y de esas circunstancias, y de esas decisiones, y de esas consecuencias...) del que, por muchas películas, documentales o reportajes que hayamos visto al respecto, nunca es tarde para darse cuenta de que viene acompañado de la más terrible y humana de las ignorancias. Seguimos sin saber prácticamente nada, porque el esquema general (si es que éste puede concebirse) obedece a un horror que a día de hoy está esperando a ser correctamente medido. Una muestra: ni los 556 minutos que componen 'Shoah' bastaron para que Lanzmann (ni en el fondo, nosotros mismos) se diera por satisfecho. El olor y el rastro de la mancha seguían percibiéndose con demasiada claridad... hasta que las ganas de vomitar (por pura angustia) se hicieron literalmente insoportables. ''Es este un lugar siniestro, de una belleza inolvidable'', afirma el propio director. Así.

En términos técnicos, 'El último de los injustos' podría considerarse como una especie de spin-off de aquel inmortal documental. Una pieza más de aquel rompecabezas, tan macabro como eterno en su concepción y (una vez más) comprensión. Empieza el ''nuevo'' trabajo de Claude Lanzmann con unos títulos que se alargan durante minutos (de nuevo, la concepción que tenemos del tiempo en una sala de cine o cuando simplemente estamos mirando una película, exige un replanteamiento tan radical como el de la propuesta) en lo que es una especie de explicación de cara a la galería. El veterano documentalista viene a decirnos que el material que estamos a punto de ver ha alcanzado su punto de madurez (de nuevo, hablamos de confección y comprensión sin importar el tiempo), por así llamarlo, o dicho de otra manera, que el material que tenía entre manos era de un valor tal que ya no podía quedárselo para él solo. También, por complejidad, exigía un tratamiento aparte.

Y así empiezan las ''Cuatro horas con Benjamin''. A efectos prácticos, 'El último de los injustos' es el resultado, casi al desnudo, de la maratoniana tanda de entrevistas que, en Roma en el año 1975, el propio Lanzmann consiguió hacer a Benjamin Murmelstein, último máximo responsable del Consejo Judío en el -híper hipócrita- infierno checoslovaco de Theresienstadt. El duelo de titanes se salda al final, y no es un spoiler, con la falsa claudicación del cineasta, quien con una sonrisa en la cara (no se sabe si de cariño, complicidad o desesperación) le suelta a su contendiente: ''¡Es usted un tigre!'', poco antes de haberle concedido, en un pasaje muy concreto pero igualmente esclarecedor: ''Sí... es una buena respuesta, la suya.'' La ''buena respuesta'', ni falta hace decirlo, no tiene por qué ser la correcta (este calificativo, aplicado a esta materia, simplemente no existe) o, para no ser tan ambiciosos, la esperable... no es más que la enésima constatación del irrebatible carácter de bestia-parda del interlocutor (esto es, un Rankor como la copa de un pino), resultado directo (es decir, consecuencia... y quién sabe si causa) de un horror prácticamente inenarrable. Lo mismo que mirar al abismo... y que éste te devuelva la mirada.

El Holocausto, como ya sucediera en 'Shoah', vuelve a cobrar vida de la forma más contundente: desprovisto de la impostura cinematográfica (sin banda sonora, recreaciones o montajes que jueguen con el material de archivo) y apoyado en la pureza de la máxima esencia del séptimo arte. Vuelve a reivindicarse la fuerza del primer plano, del silencio y de la palabra oral para posibilitar un sobrecogedor diálogo entre el presente, el pasado... y el pasado anterior, que como sabemos, son las distintas caras del mismo objeto de estudio. Sin prisa pero sin pausa, Lanzmann sigue sin querer pasarle una sola a su contendiente, dando así pie a un cara a cara épico, sin concesiones... no por el morbo de alzar bien alto el dedo del delator inquisidor, sino para tratar de alcanzar un punto de entendimiento que nos libre (en parte) de la ignorancia de la que somos prisioneros.

Porque la verdad nos hará libres, quizás, pero conviene no olvidar que sólo con el blanco y el negro, difícilmente puede obtenerse un retrato de lo sucedido mínimamente preciso. Mucho menos a la hora de intentar poner orden en la terrible ''Organización de la muerte'' concebida por la maquinaria nazi. Claude Lanzmann lo sabe... y Benjamin Murmelstein, que para la ocasión juega a la perfección el papel de ''íntimo enemigo'', quizás lo supo desde mucho antes que la amplísima mayoría de víctimas y verdugos. ''Téngalo claro'', declara este monstruo / fenómeno de la ambigüedad, ''éramos mártires, pero no santos''. Y una vez más, nos topamos con lo que no puede ser derruido o esquivado. Destruyan, eso sí, y de una vez por todas, la maldita frontera entre ''buenos'' y ''malos''... y piérdanse, como ya hiciera Lanzmann hace casi cuarenta años, en la insondable profundidad del espíritu humano.
reporter
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4
8 de marzo de 2012
28 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Éramos unos críos y no sabíamos nada de la vida real, pero en el colegio, cuando se acercaba fin de mes, todos nos echábamos a temblar. ¿Había llegado la hora de pagar las facturas? Mucho peor, había llegado la hora de enfrentarse al boletín de notas que a la larga determinaría el sabor de las lágrimas (de alegría o de miedo frente a la más que posible bronca de los padres) vertidas una vez concluida la evaluación trimestral. Era el momento de empezar a preparar la defensa ante lo que sin lugar a dudas sería el enésimo capítulo de la mala apreciación de nuestro trabajo por parte del profesorado. Si quedaba tiempo, nunca estaba de más sacar la calculadora y empezar a planificar el mes siguiente, para mantener el buen nivel... o para intentar a toda costa remontar el vuelo.

En estas tareas de anticipación del futuro jugaban siempre un papel crucial un tipo de ejercicios que si sabían interpretarse correctamente, podían resultar de una gran ayuda. Los dictados, medidores por excelencia de la ortografía (uno de los eternos enemigos naturales de la juventud, mucho más ahora con internet y los móviles completamente instaurados en nuestras vidas), eran vistos con terror por la amplia mayoría de alumnos, pero en realidad podían ser uno de los mejores aliados de cara a conseguir el más que preciado aprobado a final de mes. Nos referimos por supuesto a los dictados que venían con la coletilla ''preparado'', aquellos en los que el buen estudiante, al igual que cualquier loro, se podía limitar a vomitar un texto aprendido y esperar a cambio una apetitosa recompensa.

Es como si el profesor de matemáticas nos anunciara que al día siguiente nos preguntaría cuál es la raíz cuadrada de nueve. ¿Sería necesario entender cómo funciona esta compleja operación? Para nada, simplemente se tendría que poner buena cara y decir bien alto: ''¡Más/menos tres!'' Del mismo modo, en el dictado preparado, cuando se escribía ''paisaje'', no era necesario saberse la regla de la terminación ''-aje'', solo se requería tener buena memoria y transcribir lo que ésta nos dijera. Punto final, y un bienvenido excelente en nuestro casillero. Como cuando un club de Champions recibe la visita de un equipo en zona de descenso: un triunfo casi asegurado -una vez más- a no ser que el control nos pillara por sorpresa.

Sorpresa y mucho desconcierto es el que se mostró en la 62ª Berlinale tras la presentación en sociedad de 'Dictado', único -e incomprensible- representante español en la pugna por el Oso de Oro. Tras el bochorno del visionado y una digestión ciertamente peleona, el cantadísimo pronóstico de que nuestro único representante no iba a comerse un rosco en tierras alemanas, dio paso a una conclusión: al irregular director Antonio Chavarrías (errático en sus inicios y más sólido en sus últimas películas) se le traba la lengua en el cine de género. Una lástima, sobre todo teniendo en cuenta el actual y más que bienvenido buen gusto por este tipo de cine en nuestro territorio.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
reporter
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7
16 de enero de 2016
15 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la última edición del Festival de Cine de Cannes, los mortales (aquellos a los que la acreditación nos puso de la clase media para abajo) nos apelotonábamos. En masa, por todas partes y por cualquier excusa. Cosas de la pésima planificación de la organización (o de su sadismo, que viene a ser lo mismo); cosas de un cartel de nombres por el que la gente estaba dispuesta a propinar codazos, puñaladas y a pegar algún que otro disparo... Cosas, en fin, de esa locura que nunca abandona la Croisette. Así, de primeras, era imposible entrar a la proyección de lo nuevo de ilustres como Todd Haynes, o Gus Van Sant (por muy horroroso que esto fuera) o Joachim Trier (ídem). ¿A lo de Matteo Garrone? Sí, pero por los pelos (y para lo que nos encontramos....). De modo que si no se querían perder los nervios antes siquiera de llegar al ecuador del certamen, se tenía que apostar por las salas con mayor aforo (el Grand Théâtre Lumière, y ya), y por aquellos autores que llegaban a la cita con su CV todavía por rellenar, siendo esto último una auténtica anomalía en ese territorio. En LE Festival, es sabido, el apellido pesa como en ningún otro lugar del mundo.

En éstas que nos topamos con una de esas excepciones que confirman la regla. Fue la Competición y decidió apostar por un debutante. Milagro. Novato que, eso sí, venía referenciado como uno de los asistentes más próximos e importantes del maestro Béla Tarr. Casi nada. 'El hijo de Saúl', impresionante debut en la dirección del húngaro László Nemes, podría definirse como un descensus ad infernos en toda regla... si no fuera porque al espectador se le sitúa justo ahí desde los rótulos iniciales. Sin previo aviso; sin piedad. En ese mismo momento, cuando apenas nos hemos acomodado en la butaca, se nos recuerda una figura histórica que, por pura (e insoportable) incomodidad, se ha visto relegada al mismo rincón donde han terminado casi todas las de su especie: el olvido, que ya se sabe, es la más peligrosa de las (falsas) curaciones. Los Sonderkommando, tanto para aquellos que no recuerdan como para los que todavía no hayan podido llegar a este punto, fueron los prisioneros de los nazis (entre ellos, judíos, por supuesto) obligados a colaborar en el horror de las cámaras de gas.

Aquellos a los que, tal y como sucede en cualquier matadero (el escenario en el que nos hallamos, el campo de exterminio de Auschwitz, es exactamente esto), se obliga a mezclarse con el ganado para que no cunda el pánico entre los futuros productos cárnicos. Pues bien, con uno de estos sujetos vamos a tener que convivir durante más de hora y media. Estamos una vez más en el infierno de la Segunda Guerra Mundial; en uno de sus círculos más bajos, reservado a la más aberrante de las atrocidades. En cada una de ellas, se precisa de la colaboración del supuesto enemigo para que el engranaje del fanatismo siga cobrándose sus macabros tributos. Y sin más presentaciones que valgan, nos topamos con el protagonista de la historia, uno de esos ''exterminables'' al que se le confió el secreto más inenarrable. Y por una vez, deseamos habernos quedado fuera de la sala. Bendito martirio. Por poco que no gritamos de puro terror. Como si estuviéramos abrasándonos ahí dentro. La pantalla, por cierto, se ha olvidado del formato panorámico, y por si la asfixia no era suficientemente letal, Nemes decide revelarse como un superdotado en el cine de multitudes. Cómo nos apelotonábamos aquel año, efectivamente...

De repente el encuadre respira, se mueve, corre... se muestra como un ente imprevisible. La cámara, en un ejercicio que podría catalogarse de auténtica horror movie, no se sabe si acosa más a los personajes o al propio espectador. Y el cine se convierte, de paso, en algo tan grande como la vida... aunque ésta esté a punto de terminar. En la pantalla se apelotonan también víctimas y verdugos, pero los vemos siempre, y ahí está el qué, a través de los ojos de una de esas ''vacas judas''. El rostro pétreo de Géza Röhrig encierra la espantosa verdad contemplada desde una atalaya con rango de visión mínimo, pero desde la cual se avista todo. Está claro, si se nos presenta como es debido, una imagen desenfocada puede valer mucho más que mil gritos. La inmersión es total; la pesadilla, también. László Nemes se gana, al final de cada plano secuencia (en prodigioso primerísimo primer plano), el beneficio de la duda más dulce: ''¿Seguro que es novato?'' Al final de ésta su apabullante carta de presentación, y tras un cierra que roza lo magistral, queda otra duda flotando en el -irrespirable- aire. ¿La mirada que debemos dedicar al horror, se vive o se contagia? ¿Son posibles ambas opciones? Para más información (que no necesariamente respuestas), no perderle la pista al hombre.
reporter
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