Rodada con energía y altas (y a ratos desmedidas) gradaciones de simbolismo católico, este thriller ultra-macho de Alberto Rodríguez persigue las peripecias de un grupo de policías encargados de reestablecer la paz social y construir un orden mientras el burbujeante gobierno - el municipal y el autonómico - prepara la Expo del 92. Por supuesto, tal cosa pasa por corromperse y mantener ellos mismos el tráfico de drogas y luchar por su monopolio.

Antonio de la Torre da vida al policía maduro y atormentado y Mario Casas al impulsivo y tentado; el relato se cierra con una ironía final donde el aprendiz supera y amplía los errores del maestro, pero donde Rodríguez está explosivo en el relato de la necesidad de gestionar el excedente de producción (económica) que produce la droga.

Que las figuras gubernamentales permanezcan en la sombra es menos una cortesía que una estratégica mirada con un énfasis claro. Un pequeño clásico del negro español, españolísimo, con su catarsis final en forma de sangriento tiroteo y sus secundarios inolvidables, con Julián Villagrán robando las escenas como un yonqui de lealtades enfrentadas.

Para esta aventura marvelita, Kevin Feige, el productor y supervisor, encarga a Scott Derrickson una aventura con chistes de Dan Harmon y la presencia de unos excelentes Benedict Cumberbatch, Chiwetel Ejiofor y Madds Mikkelsen para sostener el relato.

No hay nada sustancialmente distinto a lo que Marvel Films nos ha acostumbrado desde su Iron Man de 2008: un héroe improbable, con altos problemas de ego, sometido a fuerzas que escapan a su control. Pero la magia es distinta y Cumberbatch es menos un proo-Steve Jobs que un ejecutivo de la era Christian Grey curado por la magia del misticismo marvelita y la pasión por ganar a los malos y aprender a fracasar.

Toma moraleja edificante y progresista: en este sentido, Dr. Extraño es fiel a todo lo que era Marvel en los 60.

Ahora que el cine es memoria, y la memoria es textura o imágenes y subrayado, Adam Wingard aúna ecos muy evidentes - el Carpenter de Halloween y el primer Cameron, de Terminator - para trazar una sátira social donde la solución para la família nuclear de clase media-baja norteamericana, que ha perdido a un muchacho en la guerra de Irak, es un psicópata programado por el gobierno de los Estados Unidos que ofrezca algo de regulación.

Todo es así de satírico, magníficamente humorado y dirigido, y con una banda sonora ála80s sin mayores implicaciones: Dan Stevens y Maika Monroe componen interpretaciones sexies como las que se piden, él como tipo duro e impenetrable y ella como muchachita que deberá tomar cartas sobre el asunto y el final es tan abierto como pudo serlo cualquiera de los 80.

Mejor que It follows, Drive u otros ejercicios de erudición de la década.

Para niños, varones, que juegan con roles escogidos: de eso va La gran evasión y es que si el argumento dice tratar del escape de un campo de prisioneros de un pérfido nazi, en cuanto uno la pone, y ve al catálogo de rutilantes estrellas comandadas por el ideal Steve McQueen, se da cuenta de que la película trata de los arquetipos viviendo una aventura definitiva.

Con musicote de Elmer Bernstein y un Donald Pleasence dispuesto a dar una clase magistral de comicidad.

La idea es tan golosamente propia del cine de masas de los Estados Unidos y del Hollywood reaganita de esa época que hasta describirla uno siente banderas moviéndose a su espalda: un policía de San Francisco necesitará trabajar, forzosamente, con un agente de la KGB Rusa para atrapar a un mafioso georgiano que no deja de matar.

El argumento comienza, de manera tan aristotélica como su director nos acostumbró en la anterior "Límite: 48 horas" cuando el agente ruso comprueba como su presa, el pérfido criminal, escapa de la trampa que le ha tendido en Moscú.

Y aquí la sorpresa: seguimos a un Schwarzeennegger, en plena eclosión de sus poderes como estrella, como protagonista lleno de otredad mientras llegamos a la América cínica, ruidosa, y con grandes verdades urbanas a la que parece poco acostumbrado.

Hill no tiene la mirada zopenca de un Stallone o de otros esbirros del reaganismo: su policía soviético es un hombre de honor regido en unas condiciones normativas distintas y su contraste con el americano lleva a Hill a evocar algo de la mirada inquietante de Billy Wilder.

La película se beneficia de esto y gracias a eso, y por supuesto, a los villanos, al reparto (atención a la juvenialia de Laurence Fishburne a Gina Gershon) y al poder de Belushi-Schwarzie la película se sigue viendo con admiración y justa diversión. ¿Qué más pedir?

Y sin abrazos finales.