Cuando en 1973 Elvis estaba dejando de ser Elvis ofreció desde Hawai el que se convirtió en el primer concierto trasmitido por satélite a todo el mundo.
El rostro del artista denotaba cansancio y el estereotipo del ademán marcaba un curso que sería definitivo pero el poder seductor de su voz y el buen gusto por el rock and roll y las baladas poderosas no le habían abandonado.
En nuestros días, al asistir a la reproducción del recital grabado, se tiene la conciencia de hallarse ante un hito de alto valor histórico, impagable e irrepetible en el que hasta la indumentaria del cantante adquirió desde entonces valor icónico.
Su interactuación con un público entregado también es memorable.

La filmación y edición de la actuación ofrece una visión certera de lo que sucedió aquella noche de enero y se agradece la combinación de primeros planos, medios y lejanos junto a los oportunos mosaicos y ágiles fundidos.

Videntes, iluminados, crédulos, descreídos, los sueños, la vida y la muerte enredados en una maraña mientras juegan su sempiterna partida en la que los roles se repartieron de antemano y cada cual conoce el suyo.
Película de emociones y de sentimientos descritos con fina perspicacia psicológica en forma de acción pero también a través de primeros planos muy elocuentes que definen a la perfección los perfiles y su profundidad.
Inquietante, intensa, de argumento sugestivo y original, de dirección magnífica y de una interpretación -la de A. de Córdova resulta memorable- que se acerca a la perfección.

El libro del destino es muy antiguo, tiene las letras desgastadas y por eso hasta el último acto nadie acierta a interpretar correctamente lo que en él hay escrito.

El peculiar universo de H.G. Wells cobró formas distintas a lo largo de una bibliografía selecta entre cuyos títulos destaca el homónimo de la película.

El mérito de D. Taylor consiste en que fue capaz de dirigir una película solvente, fluida y plausible a partir de un texto de muy difícil adaptación porque el relato se enrosca como una virulenta condena sobre sí mismo y en él se implican el ámbito de la psicología, de la antropología y de la filosofía.

B. Lancaster y M. York desempeñan sus roles entre el cielo y en el infierno con profesionalidad acreditada para dar credibilidad a un argumento que adopta la textura de un espejo cóncavo para que los seres humanos se miren en él.

Inquietante, dolorosa y desasosegada propuesta de S. Lumet -a partir de la homónima novela de E.L. Wallant- que representa un golpe violento sobre la satinada superficie de un celuloide que es incapaz de resistir tanta presión.
Película de culto en la que R. Steiger ejerce como singular maestro de ceremonias y la letanía se entona con música de Q. Jones.
Hasta ahí todo perfecto.

Las tramas subordinadas y las actuaciones de algunos secundarios son de rango menor y eso impide al largometraje convertirse en obra cumbre.

Pero nos hallamos ante una película para recordar, para recapacitar y para revisar de vez en cuando.
Como ejercicio de reflexión personal porque a veces la vida se expresa en blanco y negro.

La banda sonora invita a la tensión en los primeros fotogramas de la proyección porque se refugia en una penumbra elegante pero desazonadora. La iluminación, los decorados y un sentido encomiable de la pausa recrean el ambiente de un Londres brumoso propicio a que cualquier experiencia pueda suceder.
Así que la suerte está echada.
Lo que tenga que suceder, sucederá.

N. Ibáñez Menta borda su papel y una prometedora T. Hurtado proporciona la réplica adecuada.