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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
9
13 de abril de 2010
83 de 85 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sólo quien ha tenido hermanos sabe lo plastas que pueden llegar a ser, lo difícil que puede hacerse convivir con ellos. Si somos el mayor tendremos que tolerar mocos, llantos y cacas, seremos injustamente acusados de las peores maldades y sufriremos el castigo de la indiferencia y el arrinconamiento, deberemos compartir e incluso perder lo que antes era nuestro, nuestro y sólo nuestro: padres, juguetes o casa dejarán de pertenecernos, el efímero imperio del que éramos dueños se desmoronará ante nosotros. Si somos el menor, pagaremos los platos rotos del príncipe destronado, recibiremos burlas, broncas y toñas sin cuento, seremos sus bufones y sus esclavos, nada se nos confiará y siempre nos tendrán por irresponsables, nunca creceremos lo suficiente para que dejen de vernos como enanos quejicas, meones y malolientes. Y sin embargo, cuánto los echamos de menos cuando no están, qué difícil es a veces vivir sin ellos cerca. Tanto o más que vivir con ellos. Así de extraño es el amor entre hermanos.

La sangre es la sangre. Por muchas lecturas políticas o sociológicas que quieran buscarse (que las hay, y no son pocas) y por mucho que se hurgue en su deuda con Thomas Mann, Zola o Dostoyevski (que sin duda existe), lo que explora por encima de todo “Rocco y sus hermanos”, lo que articula en definitiva su mensaje, es el amor fraternal, un vínculo que convertido en atadura y malinterpretado puede ser catastrófico y abocar a las más dramáticas situaciones.

Durante largos minutos, Rocco es poco menos que invisible. Camuflado en el centro de sus cuatro hermanos, apenas tiene protagonismo. Serán la falta de voluntad de Vincenzo y la debilidad moral y la mala cabeza de Simone las que le obligarán a asumir una responsabilidad que no le corresponde y para la que no está preparado, precisamente porque su amor de hermano le impide ver que la bondad y la comprensión no sólo no son, muchas veces, la respuesta a los problemas, sino que muy a menudo suponen la peor de las soluciones posibles, como dejar que el gorgojo corroa y arruine un saco entero de lentejas por no haberlo separado cuando tocaba. De que Ciro lo entienda a tiempo dependerá el futuro de Luca, el regreso a la tierra natal, la posibilidad de recuperar la inocencia perdida en la gran ciudad.

Que una peli de casi tres horas se vaya en un suspiro es un mérito que hay que atribuir a mucha gente: a Visconti, a su equipo de guionistas, a la fotografía de Giuseppe Rotunno, a la extraordinaria música de Nino Rota o a las magníficas interpretaciones, muchas de ellas (como corresponde tratándose de un melodrama) al borde de la histeria y el desafuero, entre las que destacan las de Renato Salvatori como Simone y Annie Girardot en la piel de Nadia, que protagonizan dos excepcionales escenas, ambas a campo abierto, que no deben ser desveladas y que son de lo más crudo y sobrecogedor que puede verse en una pantalla de cine.

Un melodrama soberbio, desmedido, rotundo, sublime donde los haya.
Normelvis Bates
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5
19 de enero de 2010
131 de 182 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recuerdo perfectamente el día en que me hice fan de Quentin Tarantino. Fue en 1993, en un cine ya desaparecido de mi ciudad. Eran las cuatro de la tarde y habría, a lo sumo, cinco o seis butacas ocupadas. Había oído y leído maravillas acerca de la ópera prima de un desvergonzado e impertinente jovenzuelo que, decían, revolucionaba no sólo el thriller sino las bases mismas del cine contemporáneo, y me moría de ganas de comprobar si era cierto. Falso, era todo falso: “Reservoir dogs” no era lo que decían, sino que resultó ser más, mucho más, era un giro de 180 grados en el modo de entender no sólo un género o incluso el cine sino la realidad misma. A pesar de la mala calidad de una copia descolorida y llena de lamparones, uno intuía que aquella brillante exhibición de dominio de los resortes narrativos y visuales del cine era, con todas sus imperfecciones, más que una simple película, era el espíritu de una época hecho cine.

Las siguientes pelis de Tarantino las fui viendo en cines abarrotados de un número creciente de seguidores rendidos a sus encantos, y aunque tanto la apabullante “Pulp Fiction” como la madura e injustamente infravalorada “Jackie Brown” evidenciaban el incontestable talento de su autor y bastarían por sí mismas para justificar toda una carrera, con algunas de sus aventuras paralelas empezó a mosquearme la sensación de que, por mucho que hubiera siempre gente dispuesta a reírle todas las gracias, el talento de Tarantino tenía también sus limitaciones. Las dos entregas de “Kill Bill”, pese a su desbordante despliegue visual, mostraban evidentes síntomas de agotamiento de una fórmula que, jugueteando con la banalidad y la parodia, corría el riesgo de convertirse en un espejismo tan brillante y entretenido como vacuo y desprovisto de significación.

Del mejor cine de Tarantino apenas quedan, en “Malditos bastardos”, quince tristes minutos, los primeros, los que separan los títulos de crédito y la primera aparición de ese cretino que, no en vano, encarna Brad Pitt: un amago de western alpino, tenso y claustrofóbico, resuelto en una brutal tormenta de disparos y serrín. Después, nada. Un interminable y superficial espectáculo de argumento amorfo, arrítmico y deslavazado, protagonizado por personajes planos y desdibujados que mantienen entre sí soporíferos diálogos que nada aportan a una acción ya de por sí boba e inmasticable, cuyo único punto de apoyo es la excelente actuación de Christoph Waltz y que avanza, de cabezada en cabezada, hasta los idiotas minutos finales. Es triste admitirlo, pero da la impresión de que el talento de Tarantino, como el cine en que vi “Reservoir dogs”, se ha ido, tal vez para siempre. Su inagotable repertorio de ocurrencias parece limitarse, ahora mismo, a hacer algún chistecillo con el número de la nota que, como mucho, su peli se merece. Y aunque no le faltará quien se lo ría, yo recordaré, a partir de ahora, el sábado de enero de 2010 en que dejé de ser fan de Quentin Tarantino.
Normelvis Bates
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9
19 de noviembre de 2009
78 de 80 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué ocurre cuando oímos aquello que sabemos y sin embargo nos negamos a admitir? ¿Es posible ser feliz viviendo una mentira que nosotros mismos hemos creado y alimentado durante años? ¿Puede nuestro miedo a las aristas de la vida inhibirnos de dar y recibir emociones auténticas y convertir nuestra existencia en una árida abstracción intelectual que nos protege pero nos aísla de quienes nos rodean? ¿Qué es preferible, una vida apacible y rutinaria pero fría, junto a seres a quienes en el fondo no amamos y que no nos proporcionan más que una falsa sensación de bienestar, o arriesgarnos a ser sinceros, a desnudar nuestros sentimientos y admitir la posibilidad del fracaso y el error, a desviarnos del camino ficticio que nuestro intelecto ha dibujado para nosotros sin tener en cuenta la plena satisfacción de nuestras emociones? En uno y otro caso, ¿qué futuro nos espera? Y si miramos atrás, ¿qué encontramos?

Las grandes obras artísticas son aquellas que abren interrogantes, no las que proponen respuestas. Las que causan inquietud y zozobra, no las que proporcionan comodidad o sosiego. Las que no nos permiten respirar mejor, sino que nos fuerzan a preguntarnos qué hay detrás del acto mismo de respirar, su utilidad y sus consecuencias. Las que nos obligan a enfrentarnos con la vida, sea cual sea el precio que ello conlleve.

Woody Allen traza en “Otra mujer” un profundo e hiriente retrato de Marion Post, una mujer que en apariencia ha colmado todas sus expectativas vitales, que es, recién cumplidos los 50, lo que siempre aspiró a ser: una respetada profesora universitaria de filosofía, felizmente casada con un hombre tan culto e inteligente como ella. Una conversación oída por casualidad la lleva a encararse consigo misma y con su relación con quienes la rodean, y se descubre, en los ojos y la memoria de los demás, convertida en una mujer gélida, distante y exigente, en quien todos ven un juez antes que una esposa, una hermana o una amiga, un intimidante ídolo digno de respeto pero a quien nadie es capaz de imaginar haciendo el amor sobre el suelo del salón. Y Marion contempla, por primera vez, el vacío sobre el que se sustenta su vida.

“Otra mujer” es, sin duda, una de las películas más redondas de la filmografía de Allen. Todo en ella muestra al gran cineasta que hay en él y el altísimo grado de depuración al que puede llegar su cine: la sabia mezcla de realidad, sueño, ficción y arte, los diálogos, literariamente cincelados pero no impostados, la bella y limpia fotografía de Sven Nykvist, que se recrea en encuadres de turbadora desnudez y en poderosísimos primeros planos, la exquisita banda sonora (Satie, Mahler, Bach), o las ajustadas y sobrias interpretaciones, entre las que destaca sobremanera la de su protagonista principal, una sobrecogedora Gena Rowlands que logra transmitir la lacerante angustia de esa mujer que acaba de encontrar, inesperadamente, la entrada que conduce a su propio infierno. Y que ahora ha abierto la puerta.
Normelvis Bates
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8
31 de marzo de 2010
77 de 81 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay muchas muertes en “Asesino implacable”. Lo primero que aparece muerto es la mirada de Michael Caine: glaciales, inexpresivos, inhumanos, los ojos de Caine son el perfecto espejo del alma de Jack Carter, el despiadado asesino a sueldo que, desoyendo a sus patrones, regresa a su Newcastle natal para saldar cuentas con los responsables de la sospechosa muerte de un hermano al que no quería pero al que se siente obligado a vengar. Y es que Carter filtra todos sus sentimientos a través de la violencia, sólo mediante la muerte parece capaz de experimentar algo parecido a una emoción.

El segundo de los muertos es Newcastle. Fría, inhóspita, envuelta en una permanente neblina meona, la ciudad que recibe a Carter es una sórdida reliquia de la Revolución Industrial metida en un ataúd mohoso y oxidado: calles grises y húmedas que mueren en sucias y humeantes factorías, ferries desvencijados, hipódromos ruinosos, pubs mugrientos donde viejos obreros desdentados engullen una cerveza tan negra y viscosa como la arena de sus playas. Newcastle es una puta vieja, cansada de trajinar y roída por la edad y las enfermedades, de la que los hampones casposos y horteras que la gobiernan sacan lo único que puede ofrecer ya: porno cutre y calcetines sudados.

Del resto de los muertos no hablaremos, porque no importan mucho. Subrayada por la excelente e hipnótica música de Roy Budd, la mirada que Hodges arroja sobre los personajes y el escenario en que se mueven a lo largo de la primera parte de la película está tan cargada de naturalismo, es tan fría y nihilista, que cuando llega la esperada explosión de violencia de su tramo final, los hombres caen uno tras otro y nos parece que es inevitable que lo hagan. Ése es su destino. Las mujeres, por su parte, son simples objetos de placer: como un coche, como un arma, como un teléfono, Carter las usa y las olvida después. Tampoco ellas merecen piedad alguna.

Michael Caine, en su estreno como productor, compone un personaje antológico, atractivo y odioso a partes iguales, inmisericorde y extremadamente cruel, elegante y dotado de un negrísimo sentido del humor, que ilustra a la perfección el giro cínico y ultrarrealista que dieron las pelis de gangsters a finales de los 60 y principios de los 70, cuando, apagadas ya las últimas lucecitas de la era pop, asomaban sus feos rostros las drogas duras, el hormigón, la violencia global televisada y el desempleo. Muy significativamente, puede verse en la peli una copia del “Let it bleed”, uno de los mejores discos de la mejor época de los Stones, monarcas absolutos del Rock tras la separación de los Beatles. “Asesino implacable” es el espejo del mundo en crisis que mató al Sargento Pimienta, el último de los muertos que Jack Carter apartó de su camino y dejó que se desangrara.
Normelvis Bates
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6
21 de febrero de 2012
94 de 118 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una vez más, ha ocurrido. Críticos puestos de rodillas y lamiendo el suelo a sus pies. Multitudes de sesudos cinéfilos sacándole en hombros del cine, arrojando pétalos de rosa a su paso, tratando de tocar su túnica con la punta de los dedos. Palabras y más palabras de loa y agradecimiento: gracias mil, amigo Roman, por una auténtica obra maestra, por tu certera y ácida radiografía del lado oscuro de la civilizada sociedad occidental, por tu negro sentido del humor, por este atrevido “tour de force” entre cuatro paredes y en tiempo real. Qué timing, qué precisión, qué risa, dios mío. Gracias, oh Roman, gracias mil.

No es que me moleste que se admire el innegable talento de Roman Polanski, sobre todo cuando es merecidamente, pero no deja de ser irritante esa costumbre, que crece en adeptos a medida que las salas de cine se van despoblando de auténticos maestros, de recibir entre babas las obras de ciertos directores, sobre todo de edad avanzada, como si al ser generoso a la hora de valorarlas se estuviera reconociendo algo más que la calidad de una peli concreta. Hay autores, por decirlo en plata, con los que, por si las moscas, está bien visto ser servil antes de que palmen. Muchas de las críticas que se pueden leer sobre esta y otras películas son simples ejercicios de coba que dan la impresión de haber sido escritas con el piloto automático y le dejan a uno la misma sensación que esos fariseos Oscars honoríficos a toda una carrera, invariablemente recibidos con un cerrado aplauso y la misma gente que durante años ninguneó al homenajeado puesta en pie con una sonrisa de oreja a oreja. Disculpad, por tanto, que este seguidor casi incondicional de Roman Polanski no se una a vuestra ceremonia y se quede sentado y hojeando un libro de John Cheever mientras vuestras palmas recuperan su temperatura normal.

“Un dios salvaje” no es una gran película. No es ni siquiera una película notable. De llevar otra firma, se la consideraría la obra prometedora de algún joven autor, tal vez venido del mundo del teatro, con mucho que aprender, un simple esbozo de lo que podría hacer en el futuro. No ofrece nada nuevo ni especialmente destacable, ni en el plano formal, inscrito en una tradición muy asentada en el cine, ni en el temático, donde no pasa de ser una variante más, no especialmente distinguida, de un tema recurrente tanto en el cine como en la literatura del siglo XX; en ese aspecto concreto, de hecho, mordisquea y roe como un hámster, es un simple juego de niños. Frente a unas interpretaciones en general notables, aun con momentos de sobreactuación, pesan demasiado lo estereotipado de los personajes y los giros propios de la obra teatral, lastrados por su artificiosidad, que chirrían cada vez que se traducen a términos cinematográficos, como ese whisky mágico que después de dos sorbitos saca a flote lo peor de cada uno y prepara el terreno para el clímax dramático final. Como si Papá Pitufo fuera escocés y nosotros fuéramos y nos lo creyéramos.
Normelvis Bates
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