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España España · Barcelona
Críticas de Borja C
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Críticas 17
Críticas ordenadas por utilidad
10
12 de agosto de 2019
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Béla Tarr afirmó en una entrevista, a propósito de su película A londoni férfi que cualquier director de Hollywood podría haber contado la misma historia en treinta minutos (la película dura dos horas y veinte), pero que él no quería contar una historia, sino mostrar la vida de ese hombre. Al pensar ahora en Drvo pienso en Béla Tarr automáticamente y no es de extrañar pues Gil Mata fue alumno suyo en la escuela de cine, ahora inactiva, de Sarajevo. Sus cines comparten mucho, eso es innegable, pero distan mucho en lo que un servidor considera esencial. La mirada.

Solamente con el primero de los veinticinco planos que componen el film podemos apreciar que este prometedor cineasta portugués sabe captar lo que sus ojos filtran. Un plano secuencia que va desde la niñez hasta la vejez haciendo convivir dos tiempos históricos y dos tiempos cinematográficos diferentes no es algo que pueda sorprendernos hoy en día, pero cuando la forma y el fondo son tan perfectamente armónicos y la pulsión de una sola imagen consigue por si sola evocar ese estado anímico que tanto ansiaba Tarkovski, la cosa cambia.

Conforme la obra va perpetuando un sentido casi olvidado en el séptimo arte, el de una observación y una pausa tan elegante como trascendente, esa mirada tan preciada se va acentuando y alejándose de cualquier otra cosa jamás vista. Es cierto que hay retazos de Tarr, de Tarkovski, de Sokurov, e incluso de Angelopoulos, pero en verdad Drvo tiene alma propia, como cualquier obra maestra que se precie. Su sencillez y brillantez son fruto de una visión humilde y sumamente personal de ver el mundo, reclamando un estilo patente en poquísimas obras del cine actual sin querer parecer algo que no se es. En palabras más llanas, Drvo sería una película “pequeña”, aludiendo a su fascinante fluidez y reposada belleza. Íntima.

La historia, para el que le interese, no es algo novedoso, chocante, revolucionario ni transgresor. Es más bien un retrato de la verdad de una situación, del paso del tiempo, del olvido y la necesidad de recordar para avanzar. El hombre viejo que vemos se acompasa con el niño en un instante de absoluta conexión, reuniendo pasado, presente y futuro de nuevo en una sola toma. Con el árbol como elemento presente pero no simbólico, pilar maestro en éste poema casi soñado. El tintineo de las garrafas de cristal vacías, los gemidos de agotamiento del viejo, el agua que fluye… Todo el sonido juega un doble papel como la imagen, lo escuchamos cuando no deberíamos y aún lo retenemos cuando ha dejado de sonar. Los planos son, en términos técnicos, trampas. Hay varios trucos con la cámara en varias secuencias para hacernos creer que es un plano ininterrumpido. Y yo pienso, "da lo mismo". El sentimiento que genera vence a cualquier certeza. Podría decirse que ésta es una película que hay que ver con los ojos pero abrazar con el espíritu, como algo que parece sólido pero se derrama suavemente entre los dedos a medida que pasa el tiempo. Incontenible por su propia naturaleza.

André Gil Mata es uno de los pocos directores actuales a tener en cuenta porque consigue crear verdadero arte mediante la cadencia de imágenes, rozando la claridad y la autenticidad del cine más puro y austero. Un cine sobrio, lleno de sentido y significado, que no pretende ser nada más que lo que es —siendo, como consecuencia, nada menos que lo que es—. Películas como esta, me hacen tener fe, me hacen entrar en un mundo animado entre el sueño y la vigilia, para después poder quedarme en silencio durante unos minutos e intentar volver al mundo real y hacer una inevitable comparación. Sabiendo que lo que he experimentado es el arte de la imagen en movimiento, del recuerdo, de la creación y del olvido. El niño enciende la hoguera para que llegue el anciano, que es él. Juntos esperan la luz de un nuevo día en el mismo plano que abre y cierra un ciclo perfecto de movimiento, gesto y palabra.

Más en: https://cinesinfin214878919.wordpress.com/2019/08/13/drvo/
Borja C
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8
8 de mayo de 2019
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un suicidio que podía haber sido evitado lleva a Matiss a recabar información sobre una persona a la que no conocía y menos aún le importaba, a intentar llenar ese vacío que conforma su existencia y en cuyo epicentro empieza a nacer la semilla de la culpa. En el archivo donde trabaja todo está milimétricamente ordenado, pero su perdición es tan inmensa como la luz que baña el agua bajo el puente.

De noche, el hombre surge de la sombra que a su vez lo conforma. La oscuridad lo abriga hasta hacerlo parte de ella para recalcar en un par de movimientos que algo oscuro alberga su persona. El primer plano de la película ya nos muestra la materia de la que está hecho. Su figura se ve compuesta por una oscuridad tan opaca que no deja verlo en la noche. Así pues, al ir hacia el puente y arrojarse un poco de luz sobre esa negrura, ve a la chica al borde del puente y la observa. Una mirada penetrante por parte de la chica, que dice mil cosas, que pide auxilio, no surte ningún efecto en el hombre de las sombras que pasa de largo. Ella se lanza al abismo. Y él despierta de su letargo, para bien y para mal.

Películas como Krisana son las que hacen pensar sintiendo. Cada fotograma respira un aire ahogado y a la vez melancólico que con ayuda de un hábil uso de la cámara invita a la reflexión casi sin querer. Toda la cara visible del hombre tras el suceso no es más que su tapadera, ya que el falso interés —en la acepción de cobarde— y no la redención son los que mueven sus actos. Una visión nihilista y existencialista del propio ser humano que al interesarse por otro cuando éste ha dejado la vida, crea una relación algo morbosa en base a un misterio que podía haberse resuelto con un simple acto por su parte —esto es, efectivamente, evitar el suicidio—. Todo ello no deja de ser irónico ya que la naturaleza de Matiss, que es un hombre atormentado que deambula solo en un mundo vasto y sin atisbo de luz, posee un aura de pesimismo que se va a dar en todos los personajes vivos de la cinta y que da muchos motivos para hacer de él alguien digno de subirse a ese puente.

Todos son suicidas en potencia y esta es una de las verdades que hacen al film tan grande. Mostrar la cara burlona de algo tan serio como esto y al mismo tiempo darle una vuelta de tuerca al convertir al propio Matiss en un ser apasionado por buscar un porqué, de conectar con alguien que ya no está; en definitiva, de hacerle tener pasión por vivir, puede resultar horrible a primera vista, pero Kelemen sabe moldearlo mediante la atmósfera y su genial fotografía. No es sino en la forma donde se encuentra la figura, en los pequeños detalles. Los movimientos de cámara, la música y los sonidos hablan más que las palabras y mediante su unión consiguen transmitir ideas y pensamientos que explican cada situación. Por poner un ejemplo: en la noche del suceso, se oye graznar lo que parecen gaviotas para acentuar la caída y la muerte de la chica. Al día siguiente Matiss va al puente de nuevo y el sonido de los niños jugando —nueva vida, juventud— se ve radicalmente acallado y sustituido por el graznido de los pajarracos cuando él se asoma. La imagen acompaña al sonido y no al revés. Es algo más que un recuerdo, más que un flashback; algo que solo responde al arte cinematográfico (como la marcha fantasmal al final de The Broken Lullaby de Lubitsch).

“El ser humano se ha extraviado”. Es una de las frases que dice el policía encargado del caso y la premisa de la obra. Una idea se lleva al extremo cerca del final. En la conversación entre Matiss y el amante de la chica, mediante un travelling circular que señala el hundimiento de ambos en su propia impotencia y culpa, la hipocresía de estos dos hombres sale a relucir entre botellas de vodka. Se habla de la culpa, pero no hay arrepentimiento por parte de Matiss, que es tan responsable como el otro hombre de lo sucedido. Queda de manifiesto la ceguera impuesta por una idea de superioridad moral y un sentimiento de justicia barata que impide vislumbrar el hecho razonable y tácito de que el suicidio es obra de los tres (el amante por inducción, la víctima por voluntad y Matiss por omisión).

Al final se ve claro. Otra mirada, que esta vez ha de forzarse, porque su fuente parece irreal. ¿Un milagro o una broma macabra? Esa mirada es la que hace vidente al ciego frente a su verdad más profunda y es por eso que no puede soportarla. Tras una subida de la oscuridad a la luz —inversa a la caída principal de la luz a la oscuridad—, un viaje de lo feo a lo bello y un vómito necesario frente a la casa de Dios, se produce la visión que lo lleva a escalar el muro de su interior. Para finalizar la búsqueda que no tendría que haber existido y recobrar una humanidad perdida. La chica está viva sí, ha resucitado (figuradamente) y él solo puede rogarle el perdón. Un perdón tan sincero como mediocre y que obviamente, obtiene un silencio devastador como respuesta. Después un gesto, una visión de felicidad que supone un estacazo en el alma para Matiss quién, tras escalar el muro del remordimiento se ha topado con su verdadero ser, con su verdadera pasión. Y cae. Se da cuenta de su error humano, de que está mal empezar a vivir por una muerte que podía haber evitado. Hurgando en el pasado para esclarecer la nada. Dando sermones sin potestad de hacerlo y rogando un perdón que no merece. Los pájaros graznan acusando.

Sigo en "spoiler" por falta de espacio.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Borja C
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10
7 de enero de 2019
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una sobriedad exquisita y la avidez de un poeta árido, Erice deja fluir el cuento que se convierte en mito. Ana e Isabel, hermanas y opuestos, acuden al visionado de Frankenstein de James Whale. El cine llega a sus vidas. El monstruo también, y con él Dios.

Pasando por alto una simple conexión entre lo real y lo imaginal puede creerse que el aliciente de la película sirve solo para sembrar una duda en Ana. ¿Por qué el monstruo mata a la niña y porqué lo matan a él? Su hermana sabe que en el cine todo es mentira, ¿pero acaso lo es? Acaso El espíritu de la colmena lo es también? No. Puede ser que en este mundo idealizado —la colmena, distinta e igual a la de Cela— no quepa una verdad tan fuerte como la que Ana vive en el río. Puede ser que no seamos capaces de saber que el monstruo es real y ese encuentro tan fantástico sucede de verdad.

Haciendo memoria, en el cine como en la historia se han dado acontecimientos "inexplicables", pero no por ello menos reales. El hecho de que un iluminado guíe con la Verdad o que un místico explique cosas que hoy en día parecen harto olvidadas es algo similar a lo que acontece en los finales de Ordet o Stalker. Algo imposible de explicar con las herramientas actuales, con la fría sistemática o la racionalidad. Aspectos que representan a Fernando, un ser atrapado en sí mismo y en su mundo interior —falso y calculado—. Es él quien no puede ver más allá de los cristales/panales mientras el eco de su voz resuena en su cabeza, remitiendo a su cíclico encarcelamiento interior. Es él quien niega el dulce olor de una seta debido a su condición de dañina, separando el bien y el mal de manera tajante. Como si no hubiera grises.

Los personajes son el retrato de un rol espiritual que se acentúa al saber que sus nombres concuerdan con la realidad y que, por tanto, son “reales”. Ellos no son muy distintos a las abejas de Fernando, viviendo entre paredes y ventanas ámbar, ensimismados con sus tareas bajo el sol y la luna. Pero Ana es la esperanza. El contrapunto con su hermana, no en forma bíblica —no son como Caín y Abel— sino en cuanto a revelación y crecimiento personal. Isabel no cree en fantasmas ni espíritus, su juego infantil se reduce al susto y la sorpresa, con resultados vacíos a largo plazo, pues solo busca una reacción inmediata. Mientras que Ana lo toma más en serio. La escena en la que ve a su hermana, desplomada en el suelo, e intenta dilucidar si es otro de sus trucos o una verdad aterradora hacen que sepa qué es temer por la pérdida de un ser querido. Y mientras busca ayuda, desesperada, siembra las semillas de un alma y un pensamiento en continuo devenir. Al igual que cuando Isabel entra en la casa abandonada por una de sus puertas; la incertidumbre, el misterio, el miedo de no saber dónde ha entrado o porque ha osado hacerlo. Toda la realidad, tan práctica e insulsa para los demás, se torna ideal para Ana. Para ella el hecho de entrar en lo desconocido supone un sinfín de posibilidades, hasta quedar desubicada y aliviada, en cierto sentido, cuando su hermana sale por “el otro lado”. Cosas tan simples como el sonido del tren resonando en las vías, el olor de una seta o el monstruo de una película son para ella algo más de lo que su naturaleza sugiere. Y es por esto que el destino decide mandarle un mensaje.

Un personaje sin nombre, sin historia, sin voz, aparece saliendo del tren —mensajero de lo desconocido— para acomodarse en la casa encantada, donde habita el espíritu. Entonces éste se convierte en ser; y el cuento en mito. El reloj desaparece y con él, el tiempo real. Un gesto de compasión —manzana— se torna símbolo y Ana da un paso más en el escalón del alma. Pero, de nuevo, se presenta otra prueba para que dude, para que cambie. Su amigo —el espíritu en cuerpo— se desvanece o, en una lectura verosímil —histórica—, es asesinado. Ana descubre la sangre y su mente choca con una realidad distinta —la tangible— mientras surge un debate en su interior que culmina con la figura de su padre ante la puerta de su santuario. La culpa y el planteamiento de aceptar esa realidad la sumen en un estado de evolución. Ella madura de manera consciente por primera vez en toda su vida y huye al bosque donde la noche la abraza y ve su reflejo en las aguas azules. Ahora la película se asemeja a la de Whale. ¿Símil? Sí, pero no. Ella recurre a un apartado divino de la naturaleza y de su ser mientras intenta descifrar qué pasa en el —su— mundo. La escena más real de toda la cinta se presenta pues como una onírica visión que sugiere mucho más de lo que muestra. Pues el monstruo, el espíritu, se aparece, revivido en una forma que sugiere una mezcla entre un recuerdo y una idea, primero mediante el reflejo, luego en carne y hueso. Se acerca a ella. Ana sabe que va a morir, ha visto la película. Y ahora, también sabe porqué. Con un gesto de ensoñación que parece decir: —Que así sea (retazos de “la chica callada” de El séptimo sello); Ana da su vida, de manera sustancial, repudiando su cuerpo y anteponiendo su espíritu.

Continúa en "spoiler" por falta de espacio.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Borja C
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Outer Space (C)
Cortometraje
Austria2000
6.6
620
8
8 de febrero de 2019
7 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
De dureza sensorial, de concepto interesante y de inmersión total. La "obra cumbre" del austriaco Peter Tscherkassky se presenta como un trabajo en su línea del material encontrado, que provoca en el autor de esta crítica una reflexión necesaria sobre el tema de las vanguardias, los experimentos y demás cosas, cada vez más veneradas, pero igual de engañosas en el panorama del celuloide. El lado oscuro del Cine, el que habla de la propia naturaleza de éste —como medio o ente— me hace pensar sobre su verdadero concepto y finalidad.

Con una simple, pero intrigante propuesta, Tscherkassky recicla de forma caótico-dramática fragmentos de la película The Entity (Sidney J. Furie, 1982). Corta, superpone, desmonta e incluso rompe el celuloide para mostrar el terror del aislamiento y la paranoia en un espacio cerrado.  Una joven se sitúa al pie de una casa, que es el motivo principal del film. Un lugar sombrío amparado en la oscuridad de la noche y que evoca un sentimiento de tensión muy poderoso. Hasta entonces, hemos sido partícipes de un tratamiento legítimo del film, no hay grandes cambios ni roturas graves. Pero en cuanto la chica se adentra en ella, somos testigos de una epiléptica situación que despierta el lado instintivo de la mente. Nos induce. Esto es porque el exterior de la casa es un espacio; el “espacio exterior” que da nombre al título, respondiendo a un cambio de roles —debido a una asignación del espacio cerrado con la inmensidad barbárica del infinito, el interior se convierte en exterior en una metáfora dimensional— y en el que existen unas normas diferentes a las del interior que, como veremos, es dónde se manifiesta el ente, el creador y el propio Cine.

Al entrar en la casa, comienza la angustiosa recreación del acto penetrante de un ser consciente—en este caso, una actriz— en un universo que escapa a la razón y dónde todo es locura. Literalmente, el cuerpo de la chica entra en las imágenes y se desata el pánico de la mano de un “ente” que ataca. Como si de una posesión fílmica se tratase, ella se ve presa de la propia obra; siendo sometida a las exigencias de un montador— el propio Tscherkassky— que, con su actuación directa, no hace otra cosa que manipular el lenguaje cinematográfico, por medio de su destrucción. No solo en términos de interacción demiúrgica con la propia película, sino llegando a manipular directamente el film. Tscherkassky trastoca literalmente el celuloide mientras éste está en marcha, hasta que las imágenes comienzan a tartamudear y a descarrilarse—nótese como las partes laterales “salen” de su marco y puede verse claramente el rollo de película—. El espacio exterior es un cuadro de disfunción cinematográfica; un infierno vanguardista (porque responde a un movimiento) que persigue la destrucción de una ilusión— ¿la hollywoodiense?— mediante la mal llamada, en este caso, "no-narratividad" y el violento montaje del que hace uso.

El monstruo invisible persigue a la chica por cada habitación, sometiéndola y provocándole un miedo irrefrenable ya que no hay manera de esquivarlo: dónde va el ojo, va el objetivo y viceversa. Entonces opta por atacarlo en un acto obviamente suicida. Ella vive en la película y si la aniquila, ella es destruida. Como si nosotros quebrásemos a golpes el espacio que ocupamos en la existencia. Así pues se pone de manifiesto la naturaleza viva del Cine, que aquí va más allá del personaje y sugiere un problema a la hora de extrapolar la obra al ideario cinematográfico. Después de un ataque que se repite en bucle, la máquina/realidad se ve debilitada, su búsqueda de un fragmento más calmado se muestra difusa y tambaleante; hasta que se focaliza en una imagen opaca de la chica, con los ojos fijos en ninguna parte. Una imagen muerta.

La pregunta que me ronda la cabeza es, como con casi todas las obras de vanguardia —cine experimental— que no son resultado de la new age, o simplemente sirven a la nada es la siguiente: ¿Es esto una película? No lo sé, supongo que depende por dónde se mire. Lo que está claro es que es una nueva forma de ver el Cine —legítima o no— que se distancia del ideal artístico (porque no es arte).

Como es habitual en los trabajos de Tscherkassky, abunda el uso del negativo y el fundido encadenado, factores que ayudan a la experiencia inmersiva y asfixiante. Haciendo posible una unión plástica entre el mundo real y el del aparato volviendo inmediato y brutal el acto de ver. Destruyendo y reconstruyendo la obra en un ritmo abstracto, de sonido desgarrado y fragmentos de imagen, de manera que se consigue sepultar el modo de comunicación estandarizado en el cine. Así como la chica se ve atrapada en un mar de violencia en el que la cámara la golpea, nosotros sentimos un incómodo estupor mientras participamos, inevitablemente, en su agonía.

Más en: https://cinesinfin214878919.wordpress.com/2019/02/08/outer-space/
Borja C
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10
10 de mayo de 2019
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El el buen cine todo está calculado, lo queramos ver o no. Pero siempre hay factores ajenos al control humano. El movimiento de la niebla, la forma del agua, el pliegue de la ropa al viento… En esta gran obra del maestro ruso Aleksandr Sokurov el sonido del agua se filtra en diferentes escenas, así como el continuo flujo del vapor. Humedad ambiental en contrapunto a la imagen seca que responde a un deseo del creador, pero que lo trasciende incluso a él cuando se libera.

Sokurov se apoya en las artes plásticas para construir sus imágenes y lo hace sabiendo muy bien que las dos artes son muy distintas. Es por esto que su obra es tan diversa y discontinua. Pero con Tikhiye stranitsy continúa lo que esbozó en Krug vtoroy (The Second Circle), experimentó en Elegiya iz Rossii y culminó en Kamen. Consigue encontrar su estilo y lo que es más importante: su sentido.

Una ciudad que es una mente y un purgatorio al mismo tiempo se muestra gris, húmeda y sobre todo, ahogada. Su carácter de metrópoli suburbana infinita impide cualquier atisbo de luz o esperanza. No se puede respirar. En la atmósfera que Sokurov dibuja todo se crea y se destruye en torno a un hombre, un asesino. Vagabundo entre los recovecos de su propia conciencia, en eterno debate consigo mismo. ¿Qué hacer? Es la pregunta sobre la que gira Whispering Pages. Todo el caminar desorientado y errático de “éste” Raskólnikov —puesto que esto es una inspiración y no una adaptación de Crimen y Castigo— no quiere decir más para él que para nosotros. El mundo es sórdido, está oculto entre muros grises donde no hay alegría. El sol no existe pero tampoco la luna, porque el cielo no se da a conocer —si es que existe, y si es así nadie se atreve a mirarlo—. Todo se reduce a un laberinto de calles y casas lúgubres y sombrías. Unas cloacas donde la miseria del hombre se manifiesta en cada esquina. Las putas y los perros vagan riéndose absurda y diabólicamente. Los hombres, viles o pusilánimes, se arrojan a un vacío onírico tan real que asusta. Entre salto y salto, el abismo retumba como cuando una piedra hace eco en un pantano tranquilo. Y en el fondo está el techo del mundo-mente. Las personas, cobardes e ignorantes, reducidas a carnaza se arrojan entre carcajadas al hueco de un espejo que refleja lo que podrían ver si alzasen la vista. Hablando más claro: miran abajo para ver el arriba.

Raskólnikov, inconscientemente, sabe que las personas que allí viven no tienen futuro ni perdón y que por supuesto, él tampoco. Su crimen se transforma en un pecado presentado en forma de cárcel urbana, donde la asfixia no es solo física, sino también mental. Para él se abre una brecha entre sí mismo y el resto, obsequiando su maltrecho espíritu con escenas propias de una pesadilla a la que se accede estando lúcido. La poca esperanza que se ve en el film viene dada por la presencia de Sonia, quien lejos de parecer un calco del personaje de Dostoievsky se reduce al símbolo del bien en el mundo-mente de Raskólnikov. Su dialogo no deja lugar a dudas. Aunque todo sea negro siempre hay un haz de luz —como el del cuadro, El Hallazgo del Laocoonte de Hubert Robert, presente en la obra— y en cuanto a su proyección sobre el asesino se produce el cambio sustancial con la obra de Dostoievsky. Aquí no hay confesión ni castigo material. Pero sí hay castigo espiritual. Redención irresoluta que lleva a la rendición a la inmundicia que tanto lo humilla e intenta esquivar. Al final Dios no existe o no se quiere que exista. La zarpa del animal demoníaco acoge al asesino, lo cobija del mundanal infierno en el que deambula cada día. Le da de beber leche de su ubre.

Raskólnikov no se redime, se rinde al mal y a la desesperación. Y por eso su desprecio continuará. No hay Dios en Sokurov, no hay cabida para él dentro del sosiego del mundo de la mente y el alma humanas. Con la visión del pueblo ahorcado y pendiente de su propio juicio se adelanta lo que viene siendo el final de la humanidad a pequeña escala. Porque la destrucción viene de dentro. El abismo se abrirá ante nuestros pies o bien la noche absorberá nuestras pobres almas.

Más en: https://cinesinfin214878919.wordpress.com/2019/05/10/tikhiye-stranitsy-whispering-pages/
Borja C
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