Un vendedor de cuchillos para a repostar en una gasolinería; sin embargo, el camión del combustible aún no ha llegado, por lo que le tocará esperar en la cafetería de la esquina.

La película me mantuvo en vilo durante sus noventa minutos. Tipos muy diversos se ven forzados a compartir espacio mientras aguardan a poder marcharse; la tensión irá en aumento. El principio me recordó lejanamente a "Cayo Largo", el clásico de Huston. Francis Galluppi dirige con estilo, escribe diálogos ingeniosos, define a los personajes de un trazo. Se preocupa de esos pequeños detalles que sirven para crear ambiente -el aire acondicionado estropeado, la tarta especialidad de la casa, el jukebox, el crucigrama-. Puedes sentir el calor, el nerviosismo, la tragedia mascándose en ese lugar perdido de Norteamérica. Cuando crees que ya conoces el asunto, la cosa da un vuelco y sólo mejora. Esto, señores, es cine negro del bueno; muy negro. Una entrega sorprendente, divertida y afilada que pasa volando. Bravo, Galluppi.

Un programador empieza a trabajar con una computadora, Agnes, que le empieza a aconsejar sobre asuntos amorosos.

Comedia que juega a explotar los estereotipos que han rondado siempre a los científicos, a los cerebros superdotados. Ya saben de quiénes hablamos: personas hábiles con los números, torpes en las relaciones sociales. El episodio viene a ser el “The Big Bang Theory” de los sesenta. Pero sin gracia. Veinticinco minutos que se hacen largos, muy largos, asquerosamente largos. Todo lo relacionado con ese ordenador celoso ha envejecido mal. El público destinatario ideal de este capítulo podrían ser niños de entre ocho y diez años. O quizá ni eso. Quizá es que el tipo de humor que aquí se practica ya no funciona… o incluso puede que nunca, ni siquiera entonces, haya funcionado. Muy decepcionante.

Son los seres inmorales, aquellos que viven al margen de la ley y la civilización, los mejores representantes de la condición humana. Frente a sus fechorías y actos vandálicos, los cuales ejecutan sin pestañear y sin atisbo de mala conciencia, coexisten muchos otros gestos suyos que suelen pasar desapercibidos y que denotan una serie de valores, un conjunto de sentimientos, como la bondad, la lealtad y la compasión, y que en cierto modo les redimen de toda culpa.

Peckinpah, con su habitual estilo exento de sutileza y demás ñoñerías, nos muestra las aventuras y desventuras de un grupo de pistoleros perseguidos por la justicia. Con su tiempo acabándose, condenados indefectiblemente a la muerte, la cámara persigue a estos irremediables perdedores en un viaje sin esperanzas. Son hombres que exprimen su vida hasta el límite, que viven sin miedo, sin pensar jamás en rendirse o abandonar, que sólo desean seguir su camino. Son asesinos brutales, fríos y crueles, pero también son seres capaces de amar. Y el maestro Peckinpah nos conduce a un final insuperable, emotivo y hermoso, lírico y amargo, en el que ese condenado grupo de salvajes habrá de elegir la mejor forma de terminar sus días.

Una película excepcional, imprescindible para cualquier cinéfilo.

Lydia Tár, una artista de reconocido mérito, prestigiosa directora de orquesta, afronta los últimos ensayos antes de grabar la quinta sinfonía de Mahler, lo que pondrá un broche de oro a su carrera. Sin embargo, se verá afectada por una serie de incidentes.

Todd Field, director que apenas se prodiga, utiliza un tono engolado para narrarnos una debacle. Traza un perfil complejo, medido, de una mujer talentosa borracha de poder, amenazada por la cultura de la cancelación. A la vida ordenada y elitista de la músico asomarán disonancias, malas vibraciones; una bomba podría estallar en forma de escándalo.

Una larga entrevista sirve de carta de presentación al personaje público, del que luego iremos asimilando más información, observando las relaciones que mantiene con su esposa, su hija pequeña, sus alumnos, sus compañeros de trabajo, su mentor. Antes de que comprendamos lo que ocurre nos hallaremos atrapados en un thriller psicológico absorbente. Cate Blanchett, intérprete con tendencia a la sobreactuación, está hipnótica.

Unos jóvenes piensan que abrir un negocio en un pueblo abandonado de Texas (donde varias décadas atrás se cometieron crímenes horrendos) es una buena idea.

El señor de la motosierra vuelve a emplearse a fondo. No hay manera de que el pobre hombre se jubile, lleva en activo desde 1973. De cualquier forma, siempre le ocurre igual: al principio nadie le aguanta un asalto, pero luego se atasca con la víctima más débil a priori. En todos estos años no ha aprendido nada.

Nunca he sido fan de la mítica “La matanza de Texas”, creo que ha envejecido regular. Ese terror que se recrea minuciosamente en los elementos sórdidos, que busca resultar desagradable a toda costa, hoy da lugar a productos insustanciales, desfasados, que invariablemente se inclinan hacia el cachondeo.

Los personajes carecen de profundidad. Tenemos a los texanos, unos paletos racistas; y al grupo de visitantes, unos idealistas que planean “hacer del mundo un lugar mejor”. En comparación, el señor de la motosierra no parece tan malo.

Han tenido el detalle de no estrenarla en cines, y así evitar que algún inocente gaste dinero en verla. El festín se presenta conciso, condimentado con un par de apuntes sobre el pasado de los protas, rebozado en vísceras, con ritmo, sin complejos. El primer asesinato y el último son los mejores. Acabas con la sangre hasta el cuello.