Hace unos años vivía en un estupendo apartamento, en una de las mejores zonas de la ciudad. Incluso tenía mi centro de estudios a tiro de piedra (nunca ejercí tal opción). Compartía semejante lujo con dos estudiantes de veterinaria, ambos simpáticos y glamurosos, uno más gordo que el otro. Nos llevamos bien un tiempo.

A la hora de comer, lo recuerdo m-i-l-i-m-é-t-r-i-c-a-m-e-n-t-e, colocábamos nuestros manteles unipersonales, cubiertos, comida y bebida y encendíamos la televisión. Los tres conversábamos de un modo natural y fresco mientras masticábamos o sorbíamos, alguna tos, hasta que, siempre a las dos y media, siempre de súbito, el más enjuto de los dos veterinarios se arrancaba con unas palmadas acompasadas con la sintonía de una serie que venía a comer con nosotros. "Friends".

Fuimos todos friends un tiempo.

El gordito no comprendió que me cargase a su amigo el delgadín. No comprendió que sus palmaditas acabaron por desgarrar mi neocórtex y desatar mi odio.

Ahora como sólo, sin mantel unipersonal y sin palmadas. Pero me cuentan que aún reponen esa serie un poco más tarde, a la hora de la siesta. Bien. Porque así, a duermevela, podré preguntarme en silencio porqué odio tanto la sintonía de una historieta que, lo sé, siempre me pareció una simple gominola.

Claro que las gominolas se pegan al paladar. ¡¡Y yo odio eso, veterinario de plástico, amigo mío!!