Una mujer desea que el alma tenga cuerpo y no lo contrario, como todo el mundo cree. Es un motivo suficiente para asesinar a don carnal y ser etérea aunque uniforme en un mundo donde los balones de baloncesto siguen siendo esféricos, de color naranja con rayas negras, aunque a veces sean distintos.

Se llama María y alguien llegó en avión con una niña contratada como apuntadora de frases para anunciar que su vientre se abultaría y que su cuerpo se convertiría en enigma para salvar almas encerradas, ciegas y sordas.

Godard quiso encontrar a su propio Dios, buscó a una apuntadora personal, alguien que relacionara la infancia, la pérdida y la fascinación musical frente a las distancias irreconciliables de una familia. La apuntadora fue inocente, delicada y lírica.

Para él mismo se buscó el papel de ángel diligente y vengativo, buscando la delicadeza en otra María. La incomprensión actual de los milagros en el novio taxista, la irreverencia sexual en la otra pareja que se cruza en los pasajes del argumento y la carne mostrada como piel que cubre un futuro, una inquietud, un deseo por convertir el alma en lo esencial.

Y más libros, música protagonista, frases incompletas en escenas ahorcadas. Lejos queda la Nouvelle Vague, pero la esencia se mantiene siempre plasmada y aunque no enganche como película, sí suelta anzuelos atrevidos en una visión propia y permanente del mundo, de un dios y de sus milagros anónimos.