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España España · Las Palmas de Gran Canaria
Voto de Arsenevich:
9
Intriga A casa de dos estudiantes van llegando los invitados a una especie de fiesta de fin de curso. El invitado que más temen es su tutor y profesor, un astuto criminólogo que sostiene que el crimen perfecto no existe, aunque ellos se han propuesto demostrar lo contrario. En efecto, con su llegada crece cada vez más la tensión y el nerviosismo de los jóvenes. Y no es para menos, porque tienen un cadáver encerrado en el arcón que sirve de mesa para la cena. (FILMAFFINITY) [+]
7 de enero de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sólo el maestro Hitchcock podía darse el lujo de destruir de un plumazo el eterno debate acerca de la importancia del contenido sobre el continente o viceversa. Con «La soga» ofrece un experimento visual osado y temerario, al tiempo que se aventura a contar una historia cuyo trasfondo filosófico y sociopolítico alcanza profundidades inusitadas, todo ello envuelto en una milimétrica trama criminal y enfundado en la percha y la sofisticación de la «high society» neoyorquina de finales de los cuarenta. Personalmente es una película que no me canso de ver y que con cada visionado me permite descubrir nuevos detalles, tanto a nivel técnico como discursivo. El mayor ejercicio experimental de un genio sin precedentes.

Un largo, larguísimo y extremadamente expresivo plano secuencia de setenta y ocho minutos. Se dice pronto. Que sí: que hubo que cortar unas seis o siete veces para cambiar los rollos de película y que Hitchcock se sacó de la manga el truquito de dejar la cámara en la espalda de personajes con trajes oscuros o la cubrió con la tapa del arcón…, vale. No había otra manera de hacerlo, pero lo que en verdad quiero destacar es, por un lado, la manera en la que el director «habla» con la cámara en esta película, al tiempo que genera una empatía total con el ojo del espectador. A través de esos movimientos tan fluidos y naturales casi tenemos la sensación de que somos uno más de los invitados al infausto banquete que Brandon y Phillip celebran en la cámara de los horrores en la que se ha convertido su coqueto piso del centro. Vamos y venimos desde el salón hasta la cocina, nos acercamos al amplio ventanal del fondo, al rincón donde está colocado el piano, a la mesa de centro donde han servido las bebidas…, y nos asomamos, claro, a la tumba improvisada del malogrado David Kentley. Por otro lado quisiera hacer hincapié en la forma en la que esa mirada que Hitchcock nos confiere a través de su cámara se va volviendo enferma minuto a minuto, en cómo va degenerando a causa del mortecino crepúsculo, de la ingesta de alcohol, del crecimiento de la culpa, de la insoportable luz pulsátil del neón, del ejercicio discursivo monstruosamente irónico de Rupert Cadell (perfecto James Stewart) y, sobre todo, en la manera en la que la intensidad narrativa va creciendo y en cómo se agiganta la angustia inherente al hecho que desencadena el núcleo narrativo. En un momento dado da la sensación de que nos pondremos a gritar y de que seremos nosotros mismos (ya presentes en ese apartamento) quienes, empujados por la desesperación culpable, abriremos el arcón y descubriremos el pastel, como hiciera el infausto protagonista de «El corazón delator» de Poe.

Sí. Porque Hitchcock, a través de su ojo perverso que es la cámara, nos ha introducido irremediablemente en el corazón del crimen perfecto, nos ha vuelto cómplices ineludibles de los asesinos. Creo que aquí radica el logro más significativo de «La soga»: el trabajo visual, esmerado, milimétrico, meticuloso, no es tan sólo un caprichoso ejercicio de estilo ni una frivolidad estética del director, sino la manera más efectiva de atrapar al espectador y de encerrarlo en la claustrofobia asfixiante de la trama. El título del film, tan simple, tan rematadamente trivial (en inglés ni siquiera tiene el artículo: es simplemente «Rope»), no puede referirse únicamente a ese trozo de cuerda que aparece un par de veces frente a la cámara. No. Se trata de otra cosa: de un lazo, de una cuerda que se anuda a nuestro alrededor y que nos inmoviliza durante setenta y ocho minutos. Una soga que nos somete a presenciar y a participar del macabro juego que crea el acerado y (también) milimétrico guion. El símbolo, como siempre en Hitchcock, perfectamente camuflado tras la apariencia de un cine-espectáculo sin tanta profundidad como la que en verdad posee.

No hay espacio para hablar del trasfondo filosófico con tintes nietzscheanos del discurso. Merecería la pena centrarse en ello, porque olvidándonos de todos los alardes técnicos del film y centrándonos sólo en la historia también tendríamos una cinta riquísima y llena de mérito. Pero no. Sólo diré que el Rupert Cadell de Stewart se torna hacia el final de la proyección en uno de los personajes más cobardes, miserables, despreciables e hipócritamente despiadados de la historia del cine. Un demiurgo perverso que da forma a dos mentes criminales para, después, hablar de tergiversaciones e interpretaciones equivocadas. Sin duda una mala semilla…

Otra obra colosal del genio británico, una profunda y subyugante mirada al fenómeno del crimen perfecto que tanto le fascinaba. Brillante ejercicio de estilo que nos deja una película única en su especie, inclasificable, o quizá tan sólo factible de enmarcar en una categoría que, osadamente, me he inventado: el cine al milímetro.
Arsenevich
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