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Voto de Doctor Zaius:
8
6.0
8,928
Drama
Un cuento moderno sobre la obsesión por la popularidad. Stafford Weiss es terapeuta y escribe libros de autoayuda. Tiene una mujer sobreprotectora, un hijo antigua estrella de la TV en rehabilitación y una hija que acaba de salir del psiquiátrico. La principal cliente de Stafford es una famosa actriz, a punto de interpretar el papel que hizo su madre en los años 60. (FILMAFFINITY)
15 de abril de 2015
13 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los tópicos favoritos de la industria del espectáculo es el manido “Hollywood: la fábrica de sueños”. Esta película de David Cronemberg arranca con esa alusión a la maquinaria cinematográfica norteamericana de forma sencilla: un primer plano de una joven que va en un autobús, aparentemente dormitando, nos hace incapaces de distinguir si todo lo que vamos a ver a continuación es una inmersión en su soñar o una narración que corresponde a su realidad diegética. Después de unos segundos sosteniendo un primer plano de su rostro dormido, una elipsis nos lleva de la mano de la propia chica a descender del bus. Comienza la película y carecemos de certezas acerca del estatus de la protagonista o de su trayecto: ¿está soñando todo lo que empieza a ocurrir o está inmersa en algo que se parece a la ciudad de los Ángeles en 2015?
Me gusta el cine de Cronemberg por cosas como ésta. En apenas un primer minuto de película, de forma sencilla, sin trucos ni discursos, sin trampas ni retorcimientos, ya ha introducido con eficacia un elemento de incomodidad en su propia historia: no sabemos si lo que vamos a ver va a seguir la lógica de las narraciones realistas (isomorfas a nuestra realidad) o si el director va a permitirse entrelazar en ella todas las líneas de fuga (abolición de las leyes físicas y emergencia aleatoria de lo imaginario-inconsciente principalmente) que caracterizan el soñar. Estos mecanismos que vuelven inestable la misma materia de la narración son parte fundamental de su discurso cinematográfico. Y ambos juegan al mismo tiempo en dos sentidos aparentemente opuestos: estructurando, por una parte, una pesadilla al ajustarla al armazón de un relato “clásico”, y, por otra, saboteando una narración “normal” con escenas escapadas de los peores sueños. Ambas líneas de fuerza tensan el film tirando en sentidos opuestos, configurando así una película que aparenta reposo cuando en realidad está en un equilibrio precario que se desmorona alternativamente entre las consecuencias de la pesadilla dramatizada -la tragedia- y el drama torpedeado desde dentro -la aparición de los delirios-.
La estructura de la película se ajusta a un esquema clásico emparentado con las tragedias griegas nucleadas en torno a la familia y a la idea fantasmática de su unidad. Se nos presenta, pues, una familia que reúne todas las apariencias contemporáneas del éxito pero que en realidad oculta toda clase de disfunciones y traumas en su seno. En paralelo a ésta, la película toma como foco a una actriz ya mayor para los cánones hollywoodienses que trata de ser fiel a su propia imagen de mujer eternamente joven y deseable. Las vidas de todos ellos se cruzan sin mezclarse realmente: comparten espacios y limusina, gurú de autoayuda y recepciones y fiestas, botiquines de medicamentos y paranoias, clínicas de desintoxicación y agente cinematográfico. De alguna forma son sonámbulos que caminan en medio de la bruma de su sueño de éxito, se hablan sin decirse nada, simulan tener vidas ahormadas al canon que se proyecta en sus películas cuando realmente en ellas sólo son destacables las marcas de un fracaso personal superlativo.
No es casual esta elección de elementos centrales. La familia canónica occidental -blanca, heterosexual, con niños, chalet y piscina- y la mujer como objeto de deseo reificado son, quizás, los dos destilados ideológicos más notables salidos de la industria del espectáculo durante el siglo XX. Ambos han cimentado estereotipos hechos de hormigón armado y, a partir de sus imágenes en movimiento, se han levantado miles de narraciones capaces de crear, difundir y mantener una idea de normalidad cuya solidez reposa en su carácter imaginario y cuya presencia avasalladora ha moldeado sueños y proyectos vitales instalada despóticamente en el imaginario colectivo. No sorprende, pues, que el director elija estos objetivos, que dispare contra ellos con todo lo que tiene por la vía de mostrar el reverso siniestro sobre el que se levantan y las estructuras putrefactas que los mantienen en pie.
Para llevar a cabo el dinamitado, la cámara de Cronemberg se cuela en la intimidad de los protagonistas como un invitado no deseado. Escudriña habitaciones y automóviles, se instala en salones y caravanas de rodaje para mostrarnos las miserias que, más que salpicar las paredes de este supuesto paraíso constituyen su armazón. Ese Hollywood de puertas para adentro que ya hemos visto en muchas películas anteriores -situación que el director parece dar por supuesto- y que constituye el mismo centro de otro pequeño infierno en la tierra. Es ese no-relacionarse entre los personajes, ese no-estar realmente en ningún lugar y la sensación que se desprende de todo ello configura el núcleo de la película, enroscado en la familia a la que regresa la chica del autobús por motivos que se van desvelando a medida que avanza el metraje.
Cabe destacar singularmente, en medio de esa caracterización de los personajes que se hace a partir de los escenarios por los que transitan, los momentos que se desarrollan en las piscinas de las casas. El símbolo por excelencia del éxito, la materialización líquida del haber cubierto todas las casillas en ese juego de la oca del triunfo profesional, es aquí el portal que comunica directamente con el mundo de las pesadillas. Una conexión brutal que nos hace preguntarnos, una vez más por el estatus de los protagonistas y de la narración, y que sirve para interrogarnos acerca de la fragilidad estructural -en términos de verosimilitud- de todo relato.
(sigue en "spoiler)
Me gusta el cine de Cronemberg por cosas como ésta. En apenas un primer minuto de película, de forma sencilla, sin trucos ni discursos, sin trampas ni retorcimientos, ya ha introducido con eficacia un elemento de incomodidad en su propia historia: no sabemos si lo que vamos a ver va a seguir la lógica de las narraciones realistas (isomorfas a nuestra realidad) o si el director va a permitirse entrelazar en ella todas las líneas de fuga (abolición de las leyes físicas y emergencia aleatoria de lo imaginario-inconsciente principalmente) que caracterizan el soñar. Estos mecanismos que vuelven inestable la misma materia de la narración son parte fundamental de su discurso cinematográfico. Y ambos juegan al mismo tiempo en dos sentidos aparentemente opuestos: estructurando, por una parte, una pesadilla al ajustarla al armazón de un relato “clásico”, y, por otra, saboteando una narración “normal” con escenas escapadas de los peores sueños. Ambas líneas de fuerza tensan el film tirando en sentidos opuestos, configurando así una película que aparenta reposo cuando en realidad está en un equilibrio precario que se desmorona alternativamente entre las consecuencias de la pesadilla dramatizada -la tragedia- y el drama torpedeado desde dentro -la aparición de los delirios-.
La estructura de la película se ajusta a un esquema clásico emparentado con las tragedias griegas nucleadas en torno a la familia y a la idea fantasmática de su unidad. Se nos presenta, pues, una familia que reúne todas las apariencias contemporáneas del éxito pero que en realidad oculta toda clase de disfunciones y traumas en su seno. En paralelo a ésta, la película toma como foco a una actriz ya mayor para los cánones hollywoodienses que trata de ser fiel a su propia imagen de mujer eternamente joven y deseable. Las vidas de todos ellos se cruzan sin mezclarse realmente: comparten espacios y limusina, gurú de autoayuda y recepciones y fiestas, botiquines de medicamentos y paranoias, clínicas de desintoxicación y agente cinematográfico. De alguna forma son sonámbulos que caminan en medio de la bruma de su sueño de éxito, se hablan sin decirse nada, simulan tener vidas ahormadas al canon que se proyecta en sus películas cuando realmente en ellas sólo son destacables las marcas de un fracaso personal superlativo.
No es casual esta elección de elementos centrales. La familia canónica occidental -blanca, heterosexual, con niños, chalet y piscina- y la mujer como objeto de deseo reificado son, quizás, los dos destilados ideológicos más notables salidos de la industria del espectáculo durante el siglo XX. Ambos han cimentado estereotipos hechos de hormigón armado y, a partir de sus imágenes en movimiento, se han levantado miles de narraciones capaces de crear, difundir y mantener una idea de normalidad cuya solidez reposa en su carácter imaginario y cuya presencia avasalladora ha moldeado sueños y proyectos vitales instalada despóticamente en el imaginario colectivo. No sorprende, pues, que el director elija estos objetivos, que dispare contra ellos con todo lo que tiene por la vía de mostrar el reverso siniestro sobre el que se levantan y las estructuras putrefactas que los mantienen en pie.
Para llevar a cabo el dinamitado, la cámara de Cronemberg se cuela en la intimidad de los protagonistas como un invitado no deseado. Escudriña habitaciones y automóviles, se instala en salones y caravanas de rodaje para mostrarnos las miserias que, más que salpicar las paredes de este supuesto paraíso constituyen su armazón. Ese Hollywood de puertas para adentro que ya hemos visto en muchas películas anteriores -situación que el director parece dar por supuesto- y que constituye el mismo centro de otro pequeño infierno en la tierra. Es ese no-relacionarse entre los personajes, ese no-estar realmente en ningún lugar y la sensación que se desprende de todo ello configura el núcleo de la película, enroscado en la familia a la que regresa la chica del autobús por motivos que se van desvelando a medida que avanza el metraje.
Cabe destacar singularmente, en medio de esa caracterización de los personajes que se hace a partir de los escenarios por los que transitan, los momentos que se desarrollan en las piscinas de las casas. El símbolo por excelencia del éxito, la materialización líquida del haber cubierto todas las casillas en ese juego de la oca del triunfo profesional, es aquí el portal que comunica directamente con el mundo de las pesadillas. Una conexión brutal que nos hace preguntarnos, una vez más por el estatus de los protagonistas y de la narración, y que sirve para interrogarnos acerca de la fragilidad estructural -en términos de verosimilitud- de todo relato.
(sigue en "spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
También sorprende-fascina la figura de un Robert Pattinson que actúa a modo de psicopompo (“guía de almas” en la mitología griega), conductor hierático de limusina y observador externo de una realidad que, intuimos, le repele y le seduce, actuando como representante del espectador en el propio interior de la película. A posteriori, leyendo sobre la génesis del film, uno se entera de que el guionista de éste -Bruce Wagner- ejerció tal profesión mientras daba sus primeros pasos en el mundillo cinematográfico angelino y comprende el porqué de la mirada de ese personaje y su situación en el interior de la trama.
Así pues, después de dos horas de metraje, y como conclusión de una tragedia que se va construyendo a base de contribuciones pequeñas, comprendemos cómo el tópico de “la fábrica de sueños” designa un microcosmos pesadillesco, cómo los cánones de normalidad que genera la industria del entretenimiento surgen de verdaderas fosas sépticas ideológicas y, cómo, sin pretenderlo, las marionetas que dan vida a esta constelación de mistificaciones, disfrutan de una vida de lujos y beneficios materiales a costa de carecer de una vida merecedora de tal nombre.
Finalmente, cumplida su misión, no sabemos si la protagonista llega a abrir los ojos. En la demolición personal que ha llevado a cabo resuena la imperiosa necesidad que tenemos como público de ser espectadores de otras películas, de otros relatos que se salgan de los rígidos límites formales y narrativos que promueve la industria hollywoodiense. La imperiosa necesidad de demoler los cánones que surgen de las entrañas de la máquina cinematográfica al servicio de una dominación cultural que a estas alturas ha alcanzado la condición de planetaria.
Así pues, después de dos horas de metraje, y como conclusión de una tragedia que se va construyendo a base de contribuciones pequeñas, comprendemos cómo el tópico de “la fábrica de sueños” designa un microcosmos pesadillesco, cómo los cánones de normalidad que genera la industria del entretenimiento surgen de verdaderas fosas sépticas ideológicas y, cómo, sin pretenderlo, las marionetas que dan vida a esta constelación de mistificaciones, disfrutan de una vida de lujos y beneficios materiales a costa de carecer de una vida merecedora de tal nombre.
Finalmente, cumplida su misión, no sabemos si la protagonista llega a abrir los ojos. En la demolición personal que ha llevado a cabo resuena la imperiosa necesidad que tenemos como público de ser espectadores de otras películas, de otros relatos que se salgan de los rígidos límites formales y narrativos que promueve la industria hollywoodiense. La imperiosa necesidad de demoler los cánones que surgen de las entrañas de la máquina cinematográfica al servicio de una dominación cultural que a estas alturas ha alcanzado la condición de planetaria.