El CinExin era un pequeño proyector de cine para niños. El que me regalaron tenía la carcasa azul, su manivela manual para proyectar las películas al ritmo que a uno se le antojara, e incorporaba dos extractos de clásicos de Disney. Uno era un fragmento de “Robin Hood”.
No sé cómo el sufrido aparato aguantó incólume el tute que le metimos, pero demostró ser resistente.
Lo bien que lo pasábamos oscureciendo la habitación y viendo apenas un minuto o algo menos de “Robin Hood”, oyendo el ruido de la manivela que hacía girar el pequeño operador de turno. Como aquella versión del CinExin era muda, nosotros mismos incorporábamos las voces y los efectos sonoros en plan cutre e improvisado.
Es curioso cómo una película retrotrae a veinticinco años atrás y provoca un pinchazo de nostalgia por aquel proyector de juguete con el que muy probablemente más de un director de cine de hoy comenzó sus andanzas.
Y es que todo lo que uno ve en la pantalla siendo niño se graba con un valor sentimental que no tiene precio.
“Robin Hood” fue la versión a lo Disney de las conocidas aventuras del arquero del bosque de Sherwood. Pero lo que para mí la distinguió de cualquier otra de Disney fue aquel ruidito de la manivela en la penumbra, con el zorro-arquero soportando estoicamente las barrabasadas de una pandilla de pillos que le hacía retroceder, avanzar y detenerse mil veces en el rectángulo de la sábana blanca en la pared, y que ponían en su boca todo tipo de frases absurdas, coreadas por el alegre estallido de las carcajadas infantiles.