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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 182
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
4 de mayo de 2024
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El demonio no necesita pretextos para hacer de las suyas, y sus travesuras en «Demonic» (2015), de Will Canon, no son nada despreciables, ni el estropicio que causan. Hasta los maderos acuden a la vieja casa donde sucede todo, para echarle el guante y detenerlo con cargos de asesinato múltiple. ¡Pobre demonio! ¿Qué culpa tiene él de que acudan unos espiritistas, o demonistas aficionados, a husmear en un lugar donde estaba él tranquilo, sobando, hasta que le despiertan... y le cabrean mucho?

Nuestro grupo de «cazadiablos» está liderado por Bryan (Scott Mechlowitz), un fulano que parece saber tanto de escrúpulos como de aquello en lo que van a meter las narices, a ver si consiguen el «hit doc» del año y se sacan con él algunas perras, a costa de algunos de esos espíritus que habitan en la casa presuntamente encantada, a la que van de turismo sobrenatural.

A Bryan no se le ocurre otra cosa que comentarle a la «ex», Michelle (Cody Horn), que le pida a su actual novio, John (Dustin Milligan), que les haga de guía, ya que parece ser que en la casa vivía la mamá de este, y tuvo ahí un «affaire» con un demonio, que no terminó de acabar bien. Lo lógico sería pensar que el tal John enviase a la porra a Bryan, pero decide acompañarlos para no dejar sola a la «churri», enfrentarse con su sentimiento de culpa por haber abandonado a la mamá en manos de aquel indeseable ser infernal que acabó con ella, y de paso ajustarle las cuentas.

Will Canon tiene el punto de partida para desarrollar, tecleando a «seis manos» con Doug Simon y Max la Bella, la historia que este último creó con James Wan. Canon, que intentará que no se le escape ni una, y menos el travieso demonio, nos deja el arco del «background» más plano que un lenguado, sin dimensión de profundidad alguna, más que la percha de turno para contar y exhibir el pifostio que se armará en escena.

Los personajes hacen su «mise en scene» sin que se haya elaborado un mínimo trasfondo de sus vidas, sus motivaciones, y se muestran ante el espectador como seres algo acartonados y unidimensionales, a excepción del John de Dustin Milligan, quien hace algo de esfuerzo para aportar, mediante su algo postiza actuación, un poco de autenticidad a su persona dramática.

Aparte de Mechlowitz, Milligan y Cody Horn (quien es objeto de la todavía latente disputa del puesto a macho alfa, entre los dos chicos y el propio demonio), el resto del reparto está incluido básicamente para desempeñar el rol de carne de cañón (en este caso, carne de demonio). Son Frank Grillo (detective Mark Lewis) y Maria Bello (Dra. Elisabeth Klein), los que, recordándonos a la mítica pareja del mundo de «The X Files», Mulder y Scully, darán un importante contrapeso, para darle el toque más serio y adulto al asunto: los que investigarán los trágicos sucesos; los que mimetizarán a un papá y a una mamá desconcertados después de que el depredador haya saltado al nido, o al corral.

Milligan y Mechlowitz poseen un atractivo y una belleza como pocas veces he apreciado en uno o varios protagonistas de una película, y encima dan el pego en su esfuerzo para imprimir carácter y dramatismo a sus respectivos caracteres.

Habrá quien criticará el desentone de edades entre ambos bloques de protagonistas. Como si la presencia de Grillo y Bello desencajara en el entorno o contexto de la película, pero la incidencia de interacciones intergeneracionales, más allá de una falta de cohesión en la configuración del elenco protagónico, puede abarcar un más amplio espectro de la complejidad de estas relaciones. Además, en términos comerciales, también puede obedecer a un interés de los productores para llegar a una mayor sección del amplio espectro de los perfiles de las audiencias.

Excepto las escenas diurnas iniciales, en las que se prepara la «expedición» a la casa (previa entrevista con John), la cámara compone espacios dominados por la oscuridad, en donde destacan determinados puntos aislados de luz condensada (la luz diegética de linternas y focos, tanto de los chicos, como de la policía; y la composición extra diegética del espacio lumínico). De modo que se pretende transmitir la constante y estremecedora percepción de una presencia maligna, acechando todo el tiempo, incluso cuando ésta no hace sus apariciones explícitas.

En la construcción de los juegos de luces y sombras, Michael Fimognari establece el fondo del frenético lienzo. Sobre él, los movimientos y los planos, la fugacidad de los cuales se ve incrementada por el montaje en las escenas de acción dentro del claustrofóbico espacio de la casa. Dando esta sensación de desorientación, caos... y muerte, que atrapa al equipo entero de Bryan. Lo cual contrasta con los primeros y más estáticos planos de las conversaciones del detective y la doctora con John en el cobertizo del establo, improvisadamente convertido en sala de interrogatorios; un asfixiante mínimo espacio, no menos inspirador que el interior de la casa.

El trabajo de Fimognari redunda en la creación de un set totalmente sobrecogedor. En donde ningún rincón, exceptuando la también sumida en penumbra «oficina de campaña» que la policía ha instalado al lado de la casa para analizar el material de registro y/o grabaciones del equipo de Bryan, no parece seguro para nadie. Incluso el lugar del «tête à tête» de la Doctora Klein con John (el establo), se antoja potencialmente peligroso a nivel intuitivo, incluso antes de que eclosione el sorprendente final.

Una funcional pero efectivísima banda sonora de Dan Marocco, que es una lástima que no podamos disfrutar en una audición separada de la película, combina con sentido del «pacing», muy bien acoplada a la evolución «in crescendo» que van presentando los eventos de la narrativa, tanto a nivel instrumental como temático (aunque sin mojarse en desarrollar claros leitmotivs que la hagan memorable). La oscura tonalidad de los elementos orquestales confluye con los efectos electrónicos de sonido, en la intencionalidad descriptiva de la partitura.
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Jordirozsa
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7
1 de mayo de 2024
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Christian Tafdrup nos atrapa mortalmente en sus redes para intoxicarnos del mal ambiente que logra crear, hasta un clímax que, a más de uno, le hará pensar en tomar un tranquilizante (sin exagerar). Tan profundo escarba y araña el guion de esta trama, notablemente tejida; diseñada para ir haciendo de las suyas en nuestros lóbulos prefrontales, largo tiempo después del visionado.

El director, también coguionista con su hermano Mads Tafdrup, se deja de mandangas y pastiches, y en su caso no sabría decir si la falta de efectos (tanto sonoros como visuales), impactantes y floridos, es un demérito o, al contrario, una clase magistral de eficiencia cinematográfica. El realizador danés funambula sobre el minimalismo más básico en lo que respecta a «artefactos» del terror más convencional, con lo más cotidiano, simple y humano, para generar el delirio intuitivo que nos llevará al espantoso final.

Se usa el cromatismo fotográfico, el lenguaje no verbal de los actores (buenísimos en la expresión de emociones y elementos subtextuales en general), los espacios, y, como no, un sonido que armoniza con la banda sonora de Sune Kølster. En esta línea minimalista (no hay grandes leitmotivs, no hay gran variedad tímbrica de instrumentos — básicamente el sombrío y disonante retumbar de metales), son los naturales y básicos ingredientes que se exprimen hasta el último momento para convertir una pacífica estancia de fin de semana, en un letal y asfixiante infierno, donde la violencia más cruda y explícita emerge en el último momento para dejarnos atónitos, tal lo hace el mago sacándose el conejo (nunca mejor dicho), de la chistera.

Tafdrup se muestra hábilmente creativo en este comedimiento buscado, tanto a nivel temático, como de ejecución. Desmarcándose ostensiblemente de tópicos y clichés, por lo menos en cuanto al estilo de realización, puesto que del argumento pocos elementos de originalidad ya podremos rescatar. No son nuevos los relatos de terror en el seno de familias o grupos de ellas, que confluyen en un determinado contexto.

El diseño artístico no es una excepción, introduciéndonos en un idílico espacio vacacional de Italia, del que, en la escena introductoria, nos esboza lo que sería, para todo ser humano, el ideal de apacibilidad, confort y belleza. Un auténtico placer para los sentidos: gastronomía, arte (música), y un espacio diurno en una soleada jornada veraniega, con descanso bajo la sombra, con la frescura de una piscina en la que los más pequeños disfrutan de los placeres que el entorno rural ancestral ha legado a un mundo que ha transformado un entorno de labor y supervivencia, en el que se arropaban familias extensas unidas por la necesidad, reemplazadas ahora por otras que buscan la desconexión y el relax, no menos importantes para el ciclo vital humano.

El acierto es ir convirtiendo la experiencia visual cinematográfica del remanso preciosístico de la escena inicial, en una paulatina, constante, lenta pero sin pausa, degradación y claustrofobización de la atmósfera en la que se desarrolla la acción, cuyo clímax llega a su punto álgido dentro del viejo (pero bien cuidado) automóvil del personaje de Hedja van Huêt (Patrick). Ahí confluye lo desgarrador, esperpéntico, y se recogen los elementos de planting, pero sólo como antesala del remate final, el tiro de gracia que, en el último plano, nos mostrará algo tan dantesco como potencialmente anulador.

Este sutil y paciente camino, por otra parte hábil en conseguirlo en tan sólo 97 minutos de metraje, puede ser criticado por su aparente parsimonia. Pero no hay que confundirnos. La velocidad de los eventos en las coordenadas físicas (espacio y tiempo), es algo bastante relativo. E irrelevante en términos absolutos. Bajo la corteza empírica de estas medidas, los procesos psíquicos que mueven las relaciones entre los personajes, y la progresiva e impasiblemente irretroactiva degeneración de estas, marca un compás muy distinto: el que hace avanzar realmente y nos hace perder la noción del tiempo si aceptamos, como los desdichados daneses, la invitación a entrar en esta puerta abierta. Por lo tanto, sería un error juzgar esta pieza en términos convencionales de pacing.

El papel de todos y cada uno de los protagonistas de Speak no Evil, implica una exigente demanda de presencia en cámara, lenguaje no verbal, implementación de diálogos... en los que se focaliza la médula del entendimiento y conexión necesarios, para entrar en el mundo de la historia que nos propone Christian Tafdrup.

La expresión verbal — a través de los diálogos, básicamente —, muy devaluada en las producciones cinematográficas contemporáneas en pro de un lenguaje visual y sonoro omnipresente y todopoderoso, está muy eficazmente explotada con la carga de subtextos que entrañan las alocuciones entre los caracteres de la historia. Hasta los niños transmiten una elocuencia asombrosa.

Para conseguir esta eficacia en los actores, que per se es indudable, y no se puede poner en tela de juicio su savoir faire ante la cámara en cuanto a presencia corpórea y expresividad vocal, Tafdrup explota los procesos de identificación con los personajes, en su soporte de valores y contravalores (ahí ya los esquemas morales de cada uno) que encarnan, y del indiscutible poder, en estos procesos de identificación, de la cándida inocencia y pureza de los chiquillos que aparecen en esta narrativa.

Ahí funcionan, como reclamo o cebo a esa identificación requerida, tanto momentos premonitorios de la mirada de Bjørn, ya incluso en la primera escena; la constante incomodidad de la sufrida madre, Louise (Sidsel Siem Koch) ante los gradualmente más sorprendentes devaneos de la conducta de sus huéspedes; la tan sombría personalidad como ácida e incomprensible conducta de Patrick (Fedja van Huêt); la, ya desde casi el principio, sociopática afectividad de Karin (Karina Smulders); y, sobre todo, la pura inocencia de los niños, que transmiten a través de los objetos que tienen al alcance.
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Jordirozsa
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6
23 de abril de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tenemos una manufactura canadiense, con personal, tanto en el apartado técnico (Jeff Chan, director; Norm Li, fotografía; Chris Pare, Peter Huang, guion... ), como en el actoral (Alexia Fast, Brett Dier, Alexis Knapp o Joel David Moore), no demasiado trillado en batallas cinematográficas, y por lo tanto sin demasiado eco ante unas cámaras que apenas nos permiten reconocer a Lynn Shaye o a Alan Dale, entre las filas del elenco, y a John Bishara al cargo de una partitura que no sólo no mata, sino que además le resta enteros a una cinta, por su escaso sentido de la pertinencia y la coherencia temática. En esta cinta, las llamas de los más conocidos apenas sirven para darles a ellos mismos un brillo más o menos estable, que a penas duras logra transmitir algo de su luz al resto.

«Grace: The Possession» tiene un potente activo, que es su perspectiva narrativa, que nos sitúa en la primera persona de la protagonista, y al hacerlo incluso usando el lenguaje visual de la cámara, al principio acechan sombras de dudas sobre si se trata de una de esas de «cámara en mano», género muy trillado, pero todavía en apogeo de su uso en aquél entonces a mitad de camino, más o menos, entre los primeros «dos mil», y nuestras coordenadas actuales.

Y si en películas como «The Blair Witch Project» teníamos que cargar con las más veces cansino punto de vista subjetivo de una cámara doméstica o de un móvil, en «Grace: The Possession» nos daremos cuenta de que la errática y no pocas veces molesta panorámica que se nos pone delante, no es de un «video-recorder» casero, sino desde el propio sistema perceptivo de la prota.

Aunque el punto de partida sea el de una técnica que en su momento causó un impacto de novedad en la industria, y que vio diluido el entusiasmo de la audiencia por su uso, Jeff Chan se la juega, reinventando el asunto y poniéndose en el lugar de la protagonista (o del protagonista, según como se mire), para justificar el diseño visual, más o menos conseguido que nos ofrecerá esta cinta.

El resultado es tan surrealista como poco efectivo. Norm Li desaprovecha las posibilidades que el replanteamiento y reinvención de la cámara en mano le ofrece, y se limita a apalancarse en varios trucos caseros, proporcionados por un juego de efectos que no da la talla para lo que pretende ser. A nivel narrativo, una idea muy prometedora que se queda a las puertas de desarrollarse en toda su plenitud. Li, en vez de explotar, tanto artística como técnicamente la posición diegética que le concede el guion, mantiene al espectador en la tesitura de verse «aprisionado» en la piel de Grace, pero no como si viéramos con sus ojos, sino como si la muchacha estuviera filmando en súper 8 en algunos momentos, sobre todo al principio, en la escena de la universidad, con criterios poco claros y caóticos, tanto en lo que respecta a las texturas, como a las composiciones cromáticas.

La música de Joseph Bishara no es la que en su día para sus trabajos en las sagas de «The Conjuring», «Annabelle» o «Insidious». El que es el compositor habitual de los Wan para las cintas dedicadas al universo Warren, en esta ocasión, cuya contribución hubiere resultado esencial para la creación de una atmósfera envolvente que mantuviera al público atento, compensando así en parte los desacatos del apartado visual, no aporta gran cosa, permaneciendo en un discretísimo plano, y en cierta medida deja a su suerte algunas escenas clave que podrían haber aportado momentos con una elevada carga de dramatismo.

Uno de los apartados en los que la película da el pego, es en la construcción del set. La acción se desarrolla en tiempos y lugares diferentes, perfectamente definidos, separados, y tan contrapuestos entre sí, que podemos hacernos idea de la disonancia que produce la intersección de ambos en la mente de Grace, de quien vemos una terrible lucha en un doble plano: por un lado, la atmósfera de la universidad, con todo lo que representa; una oportunidad para Grace, para descubrir, desarrollarse plenamente y construir su propia autonomía y personalidad, y que contrasta con el oscuro o tenebroso, rancio, oprimido por el fanatismo religioso... mundo en el que ella nació, y del que apenas había salido, siempre cuidada por una extravagante abuela. Huérfana de madre, y de padre desconocido (¿hija bastarda de cualquiera de la localidad?). Esa lucha por un proceso de individuación que amenaza con ser permanente e implacablemente castrador para Grace, no es más que la analogía de la lucha que libra para deshacerse del demonio que la atormentará.

La universidad representa un entorno al que salir, dejando atrás el estado de dependencia emocional y personal. El campus, así como el resto de entornos relacionados con su ambiente (incluidas las fiestas), representan todo lo que Grace precisa para hacer su proceso de transformación, así como un bloque antitético a todo aquello que la ha mantenido hasta entonces (y en cierto modo la mantiene, recordemos las llamadas a/y de la abuela, Lynn Shaye), que aun en la distancia pretenderá tener a Grace (a modo de voz inconsciente «superegoica») atada a su represivo mundo de normas y de creencias asfixiantes, cuyo poder anulador no se hace plenamente consciente y real en nuestro acompañamiento a la protagonista, hasta que es forzada a dejar la Universidad, después de una desafortunada experiencia etílica en una celebración a la que fue invitada (ella no había probado nunca el alcohol).

La efectividad, pues, del departamento de arte en la creación de estos dos mundos diametralmente opuestos, del que el más oscuro y tenebroso será el que terminará por fagocitar la mente de Grace, es uno de los logros de la cinta, que nos recuerda a la mítica «Carrie» (en sus múltiples versiones), el horror derivado de una experiencia tan terrorífica de la espiritualidad (en este caso la cristiana católica), que incluso da más miedo que el propio demonio.

Esta dualidad de escenarios, cuyo contraste genera una importante fuente de tensión,
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Jordirozsa
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3
21 de abril de 2024
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Tras ver la película de Eros D’Antona, quedan dudas sobre sus verdaderas intenciones con esta peculiar historia. A primera vista, nos encontramos con una obra que, por su apariencia, catalogaríamos dentro del terror de demonios o espíritus. Sin embargo, se percibe una fusión temática en personajes y situaciones que, en varios momentos, se desvían del molde típico al que la película intenta adherirse durante sus breves 86 minutos.

Un rasgo distintivo y llamativo de esta producción italiana es su ambientación en los páramos de la ruralidad americana, que nos ofrecen escenarios ideales para tramas de terror y lo sobrenatural sin ningún problema. Por otro lado, resulta incomprensible el desaprovechamiento de las ricas posibilidades que un escenario italiano autóctono podría ofrecer. Europa y, en este caso, los excepcionales entornos de Italia, son una mina de oro inagotable en términos visuales, temáticos y narrativos.

Nos encontramos, entonces, ante una decisión de producción que no solo resulta desconcertante sino que añade una capa de misterio a la película, que se presenta bajo el genérico velo de 'error'. «Demonic» o «Haunted», su título alternativo, cumple con sus parámetros minimalistas en ciertos aspectos, especialmente en fotografía y montaje, con el director a cargo de ambas áreas. Junto a su hermano Roberto D’Antona, quien no solo asume el papel protagónico sino que también colabora en el guion y la supervisión musical, con Andrea C. Pina ofreciendo una banda sonora mediocre, nos encontramos con una producción que se aleja de los grandes medios y plataformas digitales, tomando más bien la forma de un proyecto casero que no destaca tanto por su calidad final o sus pretensiones, sino porque, en esencia, es un proyecto gestado y consumido entre los dos hermanos.

El riesgo de este tipo de proyectos es caer en un «modus operandi» endogámico y cerrado que puede restar enteros al trabajo. Esto se contrapone con la ventaja de crear un equipo humano más unido y manejable, con el fin de tener ideas más claras y optimizar recursos. Sin embargo, tal situación debería permitir, aunque no garantiza, obtener un producto final exitoso.

A pesar de que los D'Antona «bro's» tienen una buena premisa narrativa para ser desarrollada, confluyen en la liza, la escasez y el desaprovechamiento de recursos materiales, técnicos y hasta actorales a partes iguales, con un cierto nivel de realización patosa. A pesar de ello, y como ya hemos dicho, se salva algún elemento del aparato técnico, como es la fotografía. Así, sin ser nada sobresaliente, el manejo de la cámara explota con cierta eficacia y el registro lingüístico de la imagen, gestionando con cierta habilidad nada menospreciable tanto a nivel de implementación como de planificación.

En el marco de un set que se reduce a las dimensiones de una pequeña casa apartamento en la que se circunscribe el desarrollo del arco narrativo, este reducido escenario provee de las condiciones necesarias para dar fuerza al ritmo narrativo. En este aspecto, resulta interesante cómo el entorno del interior de la casa, que en principio tendría que ser un espacio proveedor de protección y tranquilidad frente a un exterior desconocido, inquietante y percibido como inseguro, (terminamos teniendo solo prácticamente vistas de la calle desde dentro, en la puerta de entrada al habitaje) acaba convirtiéndose justamente en el lugar de emergencia y manifestación del espíritu o espíritus demoníacos que tienen el rol de increíbles antagonistas en esta historia.



El recurso narrativo que sitúa la interioridad de la casa como escenario principal de lo sobrenatural, en lugar del típico exterior oscuro e inquietante, invierte la dinámica usual del horror que asocia el peligro con lo desconocido externo. Aquí, el hogar, tradicionalmente un refugio, se convierte en el núcleo del terror. Esto puede interpretarse como un reflejo del estado mental del protagonista, sugiriendo que los demonios que enfrenta podrían ser proyecciones internas de sus miedos, traumas o deseos reprimidos.

A nivel simbólico, este giro en la trama podría sugerir que las verdaderas amenazas provienen de dentro de nosotros mismos, no del exterior. La casa como microcosmos de la mente del protagonista se presta a múltiples interpretaciones: la lucha interior con demonios personales, el enfrentamiento con el propio yo, o la confrontación con un pasado que el personaje busca, infructuosamente, dejar atrás al aislarse físicamente.

El aislamiento del protagonista en la casa puede verse como una metáfora de la retirada psicológica que a menudo precede o acompaña al colapso mental. La casa, en este contexto, no es solo un espacio físico, sino una extensión de la psique del personaje, donde las barreras entre realidad y percepción se desdibujan. Por lo tanto, los sucesos paranormales podrían ser manifestaciones de una mente en crisis, buscando externalizar conflictos internos que no pueden ser resueltos en el plano de la conciencia ordinaria.

Esta interpretación enriquece la narrativa de la película, proporcionándole una profundidad psicológica que va más allá del mero susto superficial. Ofrece al espectador una experiencia más inmersiva, invitándolo a cuestionar la naturaleza de la realidad y la posibilidad de que los horrores más grandes se originen, de hecho, dentro de nosotros mismos.

En «El Resplandor» (1980), la locura de Jack Torrance se manifiesta gradualmente en el espacio aislado del Overlook Hotel, que actúa como un espejo de su desintegración psicológica. La casa en «Haunted», similarmente, se convierte en una arena para la batalla interna del protagonista, con los fantasmas sirviendo como metáforas de conflictos internos. En ambos casos, los edificios son más que meros fondos; son participantes activos en la trama, ampliando el sentido de encierro y reflejando la desconexión entre los personajes y su entorno. La elección de este recurso no solo rinde homenaje a un clásico,
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Jordirozsa
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7
13 de marzo de 2024
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Sin duda, Malcom McDowell, uno de los últimos grandes de su generación, actor antes que estrella; intérprete antes que bufón de masas; persona antes que fenómeno mediático; procedente de los escenarios británicos, conocidísimo por su gran actuación en «Calígula» o «Time after Time» (1979), de Nicholas Meyer, es quien sostiene el peso de esta película.

Aporta a la cinta una inusitada frescura. Una inusual y hasta simpática fotografía de un «refinado» asesino en serie, que hará todo lo que esté en su mano para salirse con la suya, indemne de sus crímenes, pero a la vez con un atisbo muy sutil de remordimiento, que cae por su propio peso, desde la perspectiva del narrador, que es su personaje. En este sentido nos puede hacer evocar a otros personajes suyos como el de la «Naranja Mecánica», dirigida antaño por el gran Kubrick, en la que se entremezclan no pocas tonalidades y matices de personalidad en un mismo personaje, colorido por un rico cromatismo de emociones y contradicciones morales.

No estamos hablando de la clásica sobrecogedora figura del asesino, desde el puro terror, como podríamos ver en la atormentada y trágica figura del Norman Bates de Anthony Perkins. McDowell confiere a su personaje un punto ácido, socarrón... que busca intencionadamente (como narrador de su propia historia) la empatía de la parte más «gamberra» del propio espectador. Algo magistralmente conseguido en su papel de «Calígula», una figura muy impopular en determinados momentos de la historia. El emperador «asesino», que sin embargo y paradójicamente, se convierte en un icono de la libertad sexual. Un actor que siempre, o casi siempre, ha logrado imprimir este carácter poliédrico. Su poderoso magnetismo, su carisma, su característica fisionomía, marcada por su mirada saltona, burlona, locuela..., no constituye en sí una emergencia acaparadora, ni se erige con espurios divismos como el que rozan en algunas de sus interpretaciones, bordeando el histrionismo estrafalario, otros actores como Joaquín Phoenix. McDowell se mantiene en su posición, en su plano; y si otros elementos de factura no brillan más, no es porque él los eclipse; por si mismos, son incapaces de estar a su altura.

Para una obra que se podría ejecutar perfectamente en formato teatral, la dirección de arte de Shelley Bolton recrea un set en Alaska, tan frío y oscuro como el alma del protagonista. La ambientación que envuelve los acontecimientos, sombría, cruda e implacable, es una metáfora del interior de la psique de Dexter Miles, pero desde la perspectiva del confort interior.
Relativo, pues uno se siente menos seguro imaginándose al lado del barbero, en su casa o en su propio negocio, que en el propio exterior helado. Lo cual sugiere e invita a intuir más tiniebla, frío y crudeza que las propias escenas exteriores.

Las condiciones climáticas de la época del año en la que se desarrolla la acción son esenciales, junto a los siempre reducidos espacios que define el cinematógrafo Adam Sliwinski en sus encuadres, marcando en su paleta de colores ese agudo contraste resultante de la perspectiva marcada por la ambientación. Situando a los personajes y los eventos que viven prácticamente al lado del peligro. Como si hubiéramos dejado a unas cuantas personas encerradas en un salón, con un león hambriento entre ellas.
Al tiempo que esta definición de coordenadas difunde la experiencia de los personajes a la posición del espectador, es uno de los principales elementos que condicionan., definen y justifican el rumbo de los acontecimientos que tendrán lugar ahí. Una especie de laberinto de ratas, cuya funcionalidad y relativamente buen diseño quedan patentes desde el momento en el que la inclusión de un elemento externo a este viciado ecosistema, el agente federal Crawley (Garwin Sanford), que vendrá a investigar los asesinatos cometidos, quedará atrapado dentro de la estructura, transformándose y evolucionando, acorde con esos sofocantes parámetros que nos predetermina el set.

La época Navideña añade la guinda, para avivar hasta el extremo la percepción de frialdad antisocial del homicida; ni lo que supone la celebración de tan entrañables fiestas consigue mitigar la despiadada realidad de los crímenes. Ni la abundante nieve del invierno polar podrá ocultarlos.

El punto álgido, el culmen de la tragedia es que la atmósfera representada justifica el desencadenamiento de las miserias acaecidas en el remoto y aislado páramo de Revelstoke.
Lo novedoso, diferente, creativo, único, idiosincrático..., es que en este crisol, lo maligno se teje, no a base de efectos ni despliegues de estética gótica. El horror del crimen no está explicitado en el carácter, el estilo ni el contenido; al contrario, permanece sibilinamente oculto como un ávido depredador, bajo una capa de amabilidad, simpatía y sencillez que inevitablemente, y en contra de lo que desearía el actor (no sólo el principal; no nos engañemos, todos acabarán siendo víctimas de sí mismos), fuerza el motor de estas dinámicas.

Peter Allen se lo juega todo a una sola carta en el plano diegético: para envolver esta enfermiza esencia del protagonista, utiliza «excerpts» de piezas clásicas. Un retrato del «psicópata refinado», que nos puede recordar aquellas escenas en las que el Dr.Lecter está literalmente flambeando en el «grill» pedazos de cerebro de una de sus víctimas mientras escucha música para piano. Así como villancicos, arreglados por el propio Allen, para acentuar la contradicción entre el espíritu navideño y lo que está sucediendo.
La música original extradiegética podría haber potenciado enormemente el impacto emocional de la experiencia narrativa y su tesis, pero se queda reducida prácticamente a la nada.

Por exceso de confianza en el talento y el currículo de McDowell, o simplemente porque faltaba café en el set de rodaje, Michael Bafaro se antoja detrás de la cámara como una suerte de huevón indolente, al que le da pereza incluso decir "corten"...
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Jordirozsa
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