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España España · Cádiz
Críticas de Sharku
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Críticas 11
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
1
13 de octubre de 2017
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Seguramente ya se haya escrito todo lo posible sobre esta cinta. Poco se puede decir que añada información, morbo o aún más escarnio. Cuando internet encuentra un filón como este, se esfuerza considerablemente en que llegue a todos los rincones. Sin embargo, me veo en la obligación moral de aportar mi granito de arena, de contribuir humildemente a extender la leyenda:

- Dios está en todas partes, Tommy Wiseau también: Esa es la sensación cuando vemos su nombre tras los indicativos de director, guionista, productor y encabezando el reparto. ¿Estamos ante un nuevo maestro del celuloide como Orson Welles o François Truffaut? A los 10 segundos de película queda claro que no.

Lo que no se puede negar es que este enigmático personaje (hay diferentes versiones sobre su fecha y lugar de nacimiento) del que se dice que consiguió el dinero para producir la cinta comerciando con chaquetas de cuero coreanas, es el responsable máximo del despropósito.

- Diversión garantizada: Muchos defienden que el objetivo primordial del cine es entretener. Siguiendo este razonamiento, The Room es perfecta para pasar una divertida tarde de domingo.

¡Pero ojo! Como ocurre con otras tantas cosas en esta vida (la comida basura, los deportes de riesgo, la programación de Telecinco), no debe tomarse a la ligera y hay que adoptar precauciones. En el caso de esta película, ni se te ocurra verla solo/a, o corres el riesgo de desinteresarte por el séptimo arte de por vida.

Para sacarle el máximo jugo a este tótem audiovisual es fundamental verla rodeado de amigos. Así tendrás a gente con quien compartir tus risas y tu incredulidad. Os divertiréis parando y repitiendo escenas porque no creeréis que alguien haya tenido tan poca vergüenza de rodarlas.

Pero la juerga no acaba tras los créditos finales. Entonces es cuando llega el momento de zambullirse en internet. No dejes de leer acerca de la estrambótica historia de cómo se produjo y se filmó la película, ni de disfrutar de los hilarantes memes y vídeos que hay en la red masacrando sin piedad esta obra de culto.

- Únete al fenómeno social: Sí, exacto. Hace mucho tiempo que The Room alcanzó el estatus “de culto” en Norteamérica. En muchos círculos universitarios y en foros de amantes de la Serie B se organizan proyecciones y representaciones al más puro estilo The Rocky Horror Picture Show.

Como prueba de la fama de esta abominación queda The Disaster Artist, la película que el actor y director James Franco realizó sobre el rodaje de tan infame título.

- El 10% de la película son escenas de sexo: Este argumento ya debería convencerte por sí solo. Aunque si mencionamos las canciones empalagosamente ochenteras, la repetición de planos, el intento de copular a través del ombligo… Quizás no tanto.

- ¡Es un drama! ¡Y la hicieron en serio!: Normalmente, las películas de serie Z que tanto nos divierten tratan temas fantasiosos o estrambóticos, sin tomarse muy en serio a sí mismas. El cine cutre está plagado de famosas obras de “terror”, ciencia-ficción o acción que empapan al espectador del cachondeo que debió reinar en el rodaje.

Pero intentar hacer un drama profundo y sensible sobre temas como el amor, la amistad, la infidelidad, la familia… y hacer semejante bodrio, no tiene perdón.

- Importantes lecciones sobre la vida: The Room es una experiencia catártica que te transformará profundamente. Entre las múltiples enseñanzas que transmite, destacan su aportación al mundo del interiorismo (demostrando que una vivienda puede engalanarse con imágenes de cubertería), su mensaje sobre la amistad (jugar al fútbol americano es la mejor manera de unir lazos con los colegas) o su romántica moraleja (no importa a quien ames, lo esencial es emparejarte con aquella persona que pueda mantenerte económicamente).

- Una de las peores películas de la historia: ¡Eso es! Tú podrás afirmarlo con conocimiento de causa. Estamos en el terreno de la inmundicia, en el abismo cultural que muy pocos se atreven a visitar. Estamos jugando en la liga de piezas inaguantables como Los surfistas nazis deben morir, Manos: The Hands of Fate o La matanza caníbal de los garrulos lisérgicos (lástima que la obra que nos ocupa no tenga un título tan resultón…)

El público generalista se toma muy a la ligera la afirmación “la peor película que he visto”. Cuando el listillo de turno se te acerque despotricando de Crepúsculo o de El bosque de Shyamalan, podrás replicarle: “Venga chulo, que yo me he visto The Room”.

Sin contar con que el visionado del presente esperpento ampliará tu bagaje cinematográfico. Si estás cansado/a de debatir en los coloquios cinéfilos sobre cuáles son las obras de mayor calidad, date un paseo por las antípodas cualitativas y encontrarás un mundo fascinante porque, como reza el dicho: “De pelis malas también vive el cinéfilo”.
Sharku
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10
16 de septiembre de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine tiene su propio lenguaje. Hace de los sonidos y de las imágenes sus instrumentos para comunicar y estimular. Estos elementos deben combinarse con la historia para acompañar su significado, para completar sus mensajes o para darle mayor riqueza conceptual.

Siempre he sido un gran defensor del guion. Un buen texto es clave para edificar una buena película: disfruto con los diálogos interesantes, con personajes bien construidos y con una trama atractiva, al igual que me cabreo cuando me toman por tonto y me decepciono cuando un producto no explota todas sus posibilidades. En definitiva, el lenguaje verbal tiene una importancia capital en el film.

No obstante, también me encuentro entre los seguidores que admiran la técnica cinematográfica: que se dejan sorprender por un encuadre arriesgado, que disfrutan de una escena bien montada o que se sobrecogen ante un excepcional uso de la luz y el sonido. Esa técnica que confiere al cine su lenguaje característico. Y es en este campo donde la presente película se hace grande, soberbia, única.

Siendo el señor Stanley Kubrick como era (maniático, perfeccionista, escrupuloso), no es de extrañar que pusiera toda la carne en el asador para que su ambicioso proyecto de época consiguiera la excelencia estética y formal.

El genio neoyorkino (chúpate esa Woody Allen) confeccionó una auténtica máquina del tiempo, transportándonos en cada secuencia a la Europa del siglo XVIII como nunca antes se hizo y como, posiblemente, nunca se hará. A todo ello contribuyen el diseño de vestuario, los decorados auténticos de la época, los maravillosos paisajes de Irlanda e Inglaterra…

Pero sobretodo, la fotografía, a cargo de su habitual colaborador John Alcott. Pocas veces en el cine se ha conseguido tal realismo con la iluminación. Pocas veces se ha alcanzado la impresión de estar viendo un cuadro moverse en cada plano. La leyenda urbana cuenta que la cinta se rodó enteramente usando luz natural. Aunque esto es falso, sí es cierto que en los ambientes de interior, irradiados con velas, no se utilizó ninguna fuente eléctrica de alumbrado, siendo necesarias unas lentes especiales de la N.A.S.A. para rodar las escenas.

Mención aparte merece la música del film, siendo conveniente recordar que una de las (muchas) virtudes por las que Kubrick creó escuela, fue por su habilidad para encajar piezas musicales con las imágenes. En este caso, el deleite es máximo al componerse la banda sonora de piezas clásicas de Mozart, Schubert, Vivaldi… Y, cómo no, la inolvidable Sarabande de Haendel, omnipresente durante todo el metraje, acompañando secuencias memorables.

Aunque no por este despliegue técnico vayamos a pensar que el guión de Barry Lyndon flojea. El amigo Stanley escribió, a partir del texto homónimo de W. M. Thackeray, una epopeya de tres horas cargada de drama, romance, traición, tragedia… Un relato que avanza con un genuino ritmo pausado, mostrando unos acontecimientos siempre consecuentes y realistas.

Kubrick llenó su película con personajes de carne y hueso, capaces de lo mejor y de lo peor. Algunos son cobardes, otros licenciosos, unos son sumisos, otros pendencieros. Pero todos evolucionan a lo largo de la cinta, reaccionando antes los acontecimientos y tomando decisiones, bien movidos por la ambición, la compasión o el rencor.

Es una gozada escuchar su lenguaje, desde la bajeza de los soldados hasta la gélida cortesía de la nobleza. Estos diálogos permiten al espectador recrearse con conversaciones exasperantemente educadas entre personajes que en su fuero interno están deseando partirse la cara.

La descarnada narración ni siquiera permite simpatizar con el protagonista, ya que el señor Redmond Barry es un ser despreciable. Parte de la grandeza de la cinta está precisamente en descubrir como este joven irlandés, quien al principio nos parece ingenuo y enamoradizo, va usando su talento en el engaño y el oportunismo para medrar socialmente, sin importar todo el daño que haga a su paso.

Su representación corre a cargo de un convincente Ryan O’Neal, que consigue transmitirnos todo lo repulsivo y miserable que es su personaje, a través de momentos donde se muestra contenido, furibundo, elegante o altivo según convenga.

Su contrapunto lo pone una estupenda Marisa Berenson en el papel de su sufrida esposa, quien sostiene algunos silencios impresionantes, demostrando que, en muchas ocasiones, sobran las palabras.

Imprescindible por su atmósfera inigualable; por tener una de las BSO y uno de los finales (ay… ese duelo) más espectaculares que existen; por ser la película con mejor fotografía en color que se ha rodado… En definitiva, por ser uno de los films más sobresalientes que se hayan hecho, traspasando su reconocimiento más allá del celuloide, para ser considerado por derecho propio como una obra artística patrimonio de la humanidad.

Barry Lyndon es una obra obligatoria para todo aquél que de verdad ame el cine. Dale una oportunidad, y puede que hagas el des-kubrick-miento de tu vida.
Sharku
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7
16 de septiembre de 2016
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es innegable que la mencionada miniserie de HBO es un referente en cuanto a cine bélico se refiere. Podría haber escrito sobre ella, pero la crítica terminaría pronto: “Es la p**** en vinagre. FIN”.

Los alemanes se lanzaron años después al terreno de la Segunda Guerra Mundial con la estupenda Hijos del Tercer Reich, demostrando que en Europa existen el talento y la capacidad de producción necesarios para engendrar un espectáculo bélico de calidad.

Al año siguiente les llegaría el turno a sus vecinos del norte, quienes, obviamente, no podían ambientar su miniserie en dicho conflicto ya que su participación en la contienda fue más bien discretita. Por ello convenía buscar un período histórico donde valores como el patriotismo, la valentía y el honor del pueblo danés fueran puestos de manifiesto. Un período como el de la Guerra de los Ducados.

En dicho contexto asistimos a la historia de dos hermanos, enamorados de la misma mujer, que se alistan en el ejército para defender su querida tierra del creciente imperialismo alemán. ¿Originalidad? ¿Qué es eso? Es cierto que el planteamiento se antoja mil veces visto. También es verdad que los autores caen en ciertos arquetipos del género: la ambición e incompetencia de los poderosos las acaban pagando los soldados rasos; el batallón donde se alistan los héroes cuentan con el obligatorio novato asustadizo, el noble fortachón y el veterano erudito, etc. Sin embargo nada de esto chirría, ya que el director (también co-guionista), Ole Bornedal, maneja cada capítulo con un ritmo y una consistencia notables, de manera que todo tiene sentido.

Gran acierto hay que conceder a los autores desde el primer capítulo, donde atinan al introducir a los protagonistas desde su infancia. Todo ello intercalado con escenas costumbristas de la sociedad danesa de la época e incluyendo los prolegómenos y las causas del conflicto. Además de seguir la historia ficticia ya mencionada, la narración se beneficia de la participación de los personajes históricos claves en el enfrentamiento, lo que mejora el carácter didáctico del producto. Verosimilitud que no obstante se pierde por la inclusión de unos inesperados elementos fantásticos. Dicho toque sobrenatural va creciendo conforme avanza la serie, confiriéndole un toque personal y dando lugar a algunos detalles de estilo bastante logrados.

Pero donde la serie se hace grande y destaca como una obra a reivindicar es en su apartado técnico. El diseño de producción y la dirección artística son de nivel hollywoodiense, no en vano se trata del acontecimiento televisivo más caro de la historia del país nórdico. Puestos a no reparar en gastos, incorporaron al compositor Marco Beltrami para hacerse cargo de la excelente banda sonora…. Y los fabulosos paisajes de Dinamarca hicieron el resto.

El Sr. Bornedal era consciente de que se encontraba ante un proyecto que requería de un gran compromiso y de toda su capacidad para sacarle el máximo partido. En sus manos, 1864 cuenta con una dirección extraordinaria. El despliegue del realizador va desde planos secuencia (donde se condensa una gran cantidad de información visual), hasta imágenes intimistas y cercanas (permitiendo al espectador ser cómplice de lo que sienten los personajes), pasando por escenas bélicas de gran tensión (sin cortarse un pelo con las dosis de gore).

Puestos a reconocer el buen trabajo de estos escandinavos, hay que admitir también la capacidad de sus actores, confirmando que hay grandes artistas en Dinamarca más allá de Mads Mikkelsen. Sin las interpretaciones de un reparto en plena forma el relato no sería tan creíble ni tan disfrutable. Una grata sorpresa ver actuar a Pilou Asbæk en el papel del atormentado Didrich y a Nicolas Bro asumir la responsabilidad de encarnar al político Ditlev Gothard Monrad, importante figura de los sucesos históricos representados.

Quizás no sea el país más famoso en cuanto a industria audiovisual, pero cualquiera que haya puesto sus ojos en el cine europeo habrá encontrado piezas muy interesantes en Dinamarca. Nombres como Lars Von Trier, Susanne Bier, Thomas Vinterberg o Carl Theodor Dreyer han ayudado a ponerla en el mapa. Desde allí nos han llegado películas asfixiantes, propuestas arriesgadas y algunos de los más descarnados retratos de la condición humana. Pues bien, ahora sabemos que en televisión también pueden dar mucha guerra… y nunca mejor dicho.
Sharku
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6
16 de septiembre de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Y más allá del tópico de “las pelis españolas solo van sobre tetas, homosexuales o la guerra civil”, todavía quedamos algunos defensores que pensamos que, si se busca un poco, se pueden encontrar obras muy interesantes dentro del producto fílmico patrio.

Como todo en esta vida, no es difícil encontrar excusas para animarse a uno mismo a desarrollar una afición concreta. Muchas son las razones que impulsan a un cinéfilo a buscar determinadas películas o a interesarse por según qué cintas. En mi caso, he llegado a retarme a mí mismo a ver todas las películas ganadoras de un determinado premio, todas las que adaptan la obra de un determinado escritor, las que tratan sobre un acontecimiento histórico concreto o, bastante típico, las que constituyen la filmografía de cierto actor/director. Organizar tu visionado cinematográfico temáticamente te da bastantes puntos a la hora de tirarte el moco con tus colegas: ‹‹pues Rohmer estuvo mucho más críptico en Pauline en la playa››, ‹‹para mí la calidad del premio Un Certain Regard en el festival de Cannes ha ido cayendo con los años››…

Precisamente obedeciendo al razonamiento anterior, me interesé hace pocos años por la filmografía de Enrique Urbizu, tras el reconocimiento que obtuvo su película No habrá paz para los malvados (2011). Bien es cierto que sin ser una obra sobresaliente (a pesar del esfuerzo que hicieron durante la gala de los Goya de ese año por encumbrarla casi como si fuera una suerte de El Padrino nacional), sí se trata de un producto diferente a lo normalmente ofrecido por nuestros realizadores, con un estilo personal e impactante.

Tras una rápida y nada difícil búsqueda en internet, tuve acceso a la filmografía del director vasco. Y por fin llegamos al largometraje que nos ocupa: La caja 507. Film que además tiene el aliciente añadido de sus protagonistas, quienes no solo son dos de los rostros más reconocibles de nuestro cine, sino que además ambos son habitualmente menospreciados por el público general. Reacción que se debe a su normal participación en series de televisión (no hace falta mencionar su calidad), campañas comerciales y, por qué no decirlo, alguna que otra peli de mierda (que de algo tienen que comer).

Estoy hablando, como no, de Antonio Resines y José Coronado. Parece ser que Urbizu es un alumno destacado a la hora de sacar petróleo de sus actores, pues ambos están soberbios en La caja 507. El primero aparece contenido, realista y provoca una sensible empatía, mientras que el segundo hace uso de su presencia y su voz para construir un antagonista de altura. Aunque no son las mejores interpretaciones de sus respectivas carreras (para ello véanse Celda 211 y la ya mencionada No habrá paz para los malvados), son buen ejemplo de lo que estos artistas pueden hacer cuando les toca encarnar a personajes llevados al límite.

Ambos se ven involucrados en una trama que se va construyendo sin demasiadas florituras y que, a base de alguna que otra casualidad, acaba provocando efectos devastadores para quienes la protagonizan. Donde se hace fuerte el director es a la hora de dotar de ritmo y entretenimiento a la historia, que va in crescendo hasta un desenlace inevitable. Su visionado es ameno, intrigante y a veces sorprendente.

Pero como es habitual al narrar un thriller como este, a veces se cae en el defecto de introducir algunas situaciones poco verosímiles para hacer avanzar la trama. Además, a pesar del esfuerzo del director, asistimos a algunos momentos mal montados y con cierto aire a telefilm. Sin contar la participación de Goya Toledo, que la pobre mía mejor no lo puede hacer.

Cierto que no es una gran película, pero sí es un producto reivindicable, una prueba de que se puede rodar acción y thriller made in Spain en condiciones. Quien quiera sentarse frente a una pantalla a ver un entretenimiento de calidad, también puede mirar de fronteras para adentro y deshacerse de algún que otro prejuicio.
Sharku
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6
16 de septiembre de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Pleasantville todo es en blanco y negro, los habitantes lo saben, lo admiten y son “felices”: Sonrisas al llegar a casa, la cena preparada tras un duro día de trabajo, deliciosos y opulentos desayunos todos los días, recatadas señoritas que alcanzan el éxtasis con una simple mirada del líder del equipo de baloncesto, jóvenes efebos cuya única preocupación es aguardar el momento para dar la mano a su chica, no hay delitos, todos los habitantes hacen gala de una educación intachable, el pueblo está recubierto de una misteriosa aura ignífuga…

Pero aún así… toda la villa es de color negro, blanco y diferentes tonalidades de gris (colores ideales según la norma de conducta impuesta por el alcalde): negro en los neumáticos de los lustrosos coches; blanco en las acartonadas sonrisas; grises, muchos grises que reflejan la lánguida existencia de los títeres de Pleasantville, falsa utopía amén de un guión televisivo.

Los pleasantvillenses (llamémoslos así) repiten día tras día los mismos hábitos, no entienden de complejidad y no conocen nada fuera de los límites de su pueblo. Así son “felices”, no necesitan saber más y protegidos por la pantalla dan la sensación de llevar una vida plena.

Cuando los protagonistas, David y Jennifer, pasan a formar parte del censo del pintoresco lugar (procedentes de un mundo real, imperfecto, triste en ocasiones y peligroso en otras, con sus lluvias y sus tormentas… en resumen, un mundo a color) la agraciada estabilidad de Pleasantville comenzará a teñirse.

Los pleasantvillenses conocerán gracias a sus nuevos vecinos la auténtica libertad, el libre pensamiento, el sexo, la salida de su rutina… Todo ello simbolizado por las pinceladas de color que poco a poco se van haciendo frecuentes en el municipio. No solo los objetos revelan rojos, azules, verdes y demás, sino que conforme vayan floreciendo nuevos sentimientos en ellos, los habitantes también se colorearán revelando su inconformismo frente a la vida que les ha sido escrita.

Pero tanto pigmento no será admitido por el sector más conservador de Pleasantville, quienes marginarán y discriminarán a las personas de “color” (intensa alegoría del racismo y un triste guiño a la condición humana).

De esta manera el blanco y negro (principal arma del alcalde y su séquito) simbolizará lo establecido, lo supuestamente correcto y la conducta a seguir; mientras que el color significará el inconformismo, el libre albedrío, la esperanza y todos los demás sentimientos que de manera flagrante han calado en Pleasantville.
Sharku
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