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España España · Madrid
Críticas de Charles
Críticas 1,065
Críticas ordenadas por utilidad
7
8 de julio de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Existe un encanto especial en 'Luces de Ciudad'.
Como en casi todo lo que hacía Charlie Chaplin, pero aquí hay algo más: un corazón subterráneo, un anhelo disimulado, que poco a poco va impregnando los días que ves pasar de cierta melancolía.

Porque ya nadie, en los años 30 o en la actualidad, se para a oler las flores.
No se puede, es imposible, la vorágine ciudadana te escupe y te traga, te atrae con sus luces, te deja en la cuneta y vuelve a empujarte a un ruedo de apariencias cada vez más improvisadas.
Las habituales acrobacias de Chaplin siguen siendo graciosas, sí, pero también agotadoras: no está donde quiere estar, sino a donde le han arrastrado, siempre.

Él querría haber hablado con la encantadora muchacha de la esquina pero...
Él querría haberle comprado una de sus bellas flores pero...
Él querría contarle que no es el caballero pudiente que ella piensa pero...
Peros, peros y más peros, porque la supuesta diversión espera, y nunca se puede abandonar aunque nos arrastre al límite del agotamiento: ahí queda ese tipo borrachuzo y olvidadizo, que se hace amigo del encantador vagabundo, y tan pronto le encierra en un abrazo como le pone en peligro con sus intentos de suicidio.

Parecería que no existen más ciegos en esta ciudad que aquellos que nunca se han parado a mirar de verdad.
A observar que están rodeados de la banalidad más absurda, en un espejismo de diversiones, que no por inmensamente ridículo consigue ser menos triste en su deshumanización progresiva.

Tendrá que ser esa chica ciega la que nos devuelva la esperanza, a nosotros y a él.
La esperanza de que, viendo más allá de las apariencias, solo queda lo verdadero, lo que merece la pena.

Algo que hasta al vagabundo más triste puede desatar de la rutina infernal: nunca fue "qué tendrá la ciudad", sino "qué nos estaremos perdiendo en ella".
Charles
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7
22 de junio de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
"¿Recuerdas la primera vez que viste dinosaurios?"
Manda huevos que esta secuela se atreva, en determinado momento, a deslizarnos por la cara nuestra propia y marchita capacidad de asombro.
Como si no fuera ella la responsable de que veamos a los dinos cada vez menos increíbles y más cotidianos.

'Jurassic World: El Reino Caído', sabiendo eso, parece establecer un pacto con el espectador: si tú no dices nada, yo tampoco.
Realmente no queda nada que contar tras la preparación del parque y la apertura del mismo, sus responsables lo saben y tú hace mucho que te has dado cuenta.
Así que lo único por explotar es una generosa ración de nostalgia jurásica, y amor incondicional por las bestias de dientes agudos y garras afiladas.

En más de un sentido, el prólogo es irónicamente divertido: vamos a recuperar los huesos sumergidos, el cadáver de una franquicia que debería estar ya muerta, y vamos a tratar de clonar su esencia, metiéndonos en los obligatorios líos por el camino.
Pero oye, me doy cuenta de que no me he aburrido, y estos lagartos creciditos siguen teniendo toda la carisma que en su momento les vimos.
Una inminente erupción volcánica pone en marcha a la comunidad internacional para sacar de Isla Nublar a toda especie en peligro de extinción, y la propia historia se busca las castañas para que los dos guapos de siempre acaben metidos en el ajo (probablemente la pareja con la química romántica más rara e innecesaria que el cine comercial haya conocido): hay que admitirlo, tiene bastante gracia poner a los dinosaurios en peligro de extinción y pensar que, en la era de manifestaciones y ofendidos, no vayan a faltar luchadores de pancarta por derechos que nunca han tenido.

A partir de ahí, es un no parar gozoso y afortunado: ríos de lava creando laberintos inconvenientes, el parque reclamado por la misma naturaleza que desafió, salvése quien pueda de los grandes bichos malos y set pieces que tienen el tremendo buen gusto de hacértelo pasar tan mal como sus protagonistas, gracias a un trabajo de dirección impecable y más inteligente de lo acostumbrado.
Colar mercenarios y empresarios de malvadas intenciones ya casi que parece el peaje obligado, y si no cantan es porque no tienen bigotillo que retorcerse, pero seamos sinceros: a estas alturas, el discurso de los dinosaurios como armas de guerra tiene menos de metáfora por la explotación animal que de simple y pura ciencia ficción alegremente ingenua.
Vale Bayona, si quieres hazme creer que el corazón de esta historia es el amor entre un hombre y su velociraptor, pero te lo compro porque tiene que haber algún bicho que no quiera hacer trizas a Owen, Claire y los secundarios cómicos de turno.

La "novedad" para la saga, si acaso, viene por parte de un tercer acto orientado más a la sugestión o el terror directo, que haciendo una diferencia tan radical con el tramo espectacular de la peli da la impresión, más que nunca, de estar viendo una recopilación de historias sobre dinosaurios a las que se les ha añadido la coherencia argumental justa para que no chirríen.
Le sienta bien a la saga centrar su atención en un solo depredador en la oscuridad, ante el que la cámara se recrea casi de forma erótica por su cruel ferocidad, subrayando una vez más que no estamos aquí por los humanos que huyen, sino por las bestias que reclaman la dominancia de un territorio que creímos nuestro.

En una nota final menos esperanzadora que de costumbre, un viejo conocido habla de barreras que se han cruzado demasiadas veces, y de peligros que el ser humano, en su arrogancia, ha ignorado.
No deja de ser palabrería simpática para dar la bienvenida a lo único que quedaba por hacer, lo que hemos estado esperando desde la primera película.

Así que larga vida a lo que está por venir, y al T-Rex.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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7
22 de abril de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el fondo, el rollo crepuscular está muy visto.
La tercera edad es una segunda juventud si se sabe llevar, los viejos rockeros nunca mueren, nunca es tarde si la dicha es buena, etcétera, etcétera, etcétera.
Por eso era necesario recuperar al grandísimo Ashley Williams tan caradura e irresponsable como siempre, sin que hubiera aprendido demasiado después de posesiones infernales y litros de sangre.

‘Ash vs Evil Dead’ no deja de ser una inmensa tontería entretenida, pero se permite el lujo de ser su propia tontería: nada más y nada menos que un guiño cómplice al espectador de toda la trilogía, o el codazo amistoso de ese viejo colega que te incita a que te rías.
No busca nuevos espectadores, ni tampoco ser lo más grande que hayas visto en tu vida, sino decirles a los que estaban en aquella cabaña del bosque que las mierdas de los muertos nunca terminan.
Con esa declaración de intenciones por delante, la cosa podría ser un chiste privado, pero resulta que nada se ha rebajado, siguen habiendo los mismos desmembramientos, los mismos muertos asquerosos y los charcuteros planos subjetivos que ya echábamos de menos.
Si se han divertido los responsables, también se han dejado la piel para entretener al (poco) público respetable.

Al principio en su caravana, Ash malvive bebiendo con un ligue cada día de la semana, pero dónde otros verían la oportunidad de hablar del fracaso del héroe, aquí sólo hay un gilipollas que sigue calculando sus probabilidades de mojar cada vez que sale a la calle.
Un Peter Pan, que no crece porque nunca lo ha necesitado.
Por alguna razón, pensamos que los relatos de combatir el mal tienen que estar protagonizados por gente con cierto código de conducta, luchadores o antihéroes, pero hay que alabar la sinceridad con la que se ha abordado de nuevo a Ash: no existe un afán de deconstruirle o hacerle la última esperanza de la humanidad, sino en mostrar que hay personas que nunca cambian, que siempre cogen la decisión más fácil o equivocada, y eso está más que bien.

Por suerte, el Necronomicón no queda muy lejos, y allá que vuelve para desatar de nuevo sus tormentos, en forma de poseídos que parece que tienen mini-mangueras por el cuerpo (esa sangre no podría ser más falsa, pero tampoco podría importar menos).
La novedad esta vez viene por parte de Kelly y Pablo, dos jovencitos que apenas empiezan a comprender el lío en que se han metido, y el que sean particular coro griego de Ash acaba dando sus frutos: te están cayendo bien, como a él, aunque sólo sea porque, entre réplica y réplica a sus tonterías, revelan cierto carácter inocente que ya hace falta entre tanta afilada viejuna ironía.
Los tres emprenden un viaje para acabar de una vez por todas con el libro maldito, y si parpadeas o te dejas llevar por la hemoglobina quizás te pierdas el humor más sutil de todo el conjunto, en forma de un Estados Unidos enloquecido y decididamente grotesco, donde conviven chamanes mexicanos, tenderos hechiceros de medio pelo o veteranos chalados que apenas necesitan excusa para empezar su propia guerra de Vietnam.
En este contexto, casi que lo de menos son unos cuantos poseídos: habría que darles las gracias por hacer que el panorama sea algo más normal.

Claro que no existe un Peter Pan sin Nunca Jamás: aparece, brevemente apuntada, la posibilidad de que Ash esté siendo un campeón porque intenta acabar con el Necronomicón, y si no fuera así no sería nada.
El niño sangriento y letal se ve forzado a madurar, tras una vida de muertes y seres queridos perdidos, en el que probablemente sea el momento más serio de esta posesión que empezó décadas atrás.
Pero es precisamente por lo que estamos viendo esta serie por lo que el puto libro no va a ganar: porque sigue habiendo sangre nueva, y a nuestro estúpido favorito no vamos a abandonar, como tampoco harán quiénes le siguen y soportan.

A veces, volver a la cabaña del hogar es justo lo que se necesita.
Y justo eso, sin grasas añadidas, es lo que esta serie brinda al fan de toda la vida.
Charles
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7
21 de marzo de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El diablo está en los detalles.
En esas patas de gallo que se alargan cada día más, en esas carnes fofas que descienden un centímetro más, o en ese clareado pelo que se cae sin cesar.
Digamos que es una gran putada no poseer la inmortalidad.

Pero, ¿y si te la concediera una tipa milenaria de tetas al aire y cuerpo escultural?
‘La Muerte os sienta tan Bien’ sólo supera su mala baba con su creciente locura y excentricidad, retratando un posible Hollywood donde es importante acoplarse a una dictadura de las arruguitas de más.
El mérito de la carcajada no es exclusivo de las hostias a la industria de la imagen, sino porque nada hace más gracia que ver a los “serios de la clase” pasándoselo bien: Goldie Hawn ya tiene galones en esto, pero entre Meryl Streep y Bruce Willis existe una competición magnífica por ver quién es más dibujo animado sin caer en la parodia.

Al final, el humor no es sólo por las risas, sino para hacernos tragar más dulcemente el puro veneno de dos lagartas vanidosas, oportunistas y absolutamente chifladas, enganchadas al calmante bisturí de un cirujano que no tiene muy clara la diferencia entre amor y sumisión.
No sé por qué, el terreno sigue siendo de dibujo animado, con agujeros en el cuerpo y cuellos retorcidos, pero no deja de ser un escenario nada ajeno a las revistas del corazón.

Quizá la inmortalidad no iba de esto.
Quizá es algo inmune a dos perras ansiosas que se van a pasar la no-vida repasándose la chapa y pintura.

Pero, en la mejor tradición de las comedias descojonantemente serias, esa es una reflexión que apenas dura un segundo: volvemos a estar demasiado ocupados viendo como todavía hay maneras de sacarse de quicio para rascar un segundo más de juventud.
Tocará morirse, de verdad, para ver que las arrugas son lo de menos en la inmortalidad.
Charles
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6
8 de enero de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se tiene la creencia de que los lugares espantosos lo son siempre, aunque nadie esté ahí para comprobarlo.
Un cementerio siempre permanece embrujado, un templo siempre guarda espíritus, y un caserón en la colina es hogar de sombras sin dueño.

Pero en 'El Caserón de las Sombras' nadie se encuentra nada que no haya traído.
Como una invitación de cena errónea, allá se concentran distintos personajes, empujados por la tormenta que ruge afuera, trayendo platos perversos, con los ingredientes de sus propias ansias y miedos.
Uno se puede pasar todo el rato esperando un espectro, o quizás una siniestra dama bajando la escalera... pero no hay nada sobrenatural que pida alimento.

Muy al contrario, son Philip, Penderel y Gladys los que vienen demandando cobijo, fuego y cena, entran casi sin pedir permiso y poco se preocupan de los hermanos Femm que les han abierto la puerta.
No es de extrañar que, por esa misma vía, el ambiente se enrarece cuando todos dejan al descubierto sus propios fantasmas: juventudes solícitas entregadas, imperios vacíos levantados y tormentos muy humanos inundan la lumbre del viejo caserón, que sólo actúa como útero monstruoso de sus embarazos resentidos, compuestos de culpas y reproches.
El extraño comportamiento de los anfitriones y el temible mutismo de su mayordomo Morgan pasa a segundo plano, hasta que salta, voraz y febril, después de haberse contenido durante toda la decadente velada.

De alguna manera, parecería que nos hablan de dos épocas enemigas: Penderel habla de guerras lejanas en el frente, mientras exhibe juvenil despreocupación; y todo parece indicar que en esa casa hace mucho tiempo que el polvo y la oscuridad vinieron a desterrar cualquier comodidad.
Pero los hermanos Femm se las apañaron para sobrevivir, para perdurar sobre una roca azotada por el viento que silba furiosamente para derribarles, y por eso todo el grupo de visitas inesperadas parece el peor insulto del destino: belleza y juventud que nunca han podido disfrutar, normalidad que se les ha negado sin cesar.
Y, como si de una catarsis se tratara, el grupo deja su huella de caos en la casa, como si se les hubiera invitado a ello, pues no había otras criaturas que allá les fueran a acechar.

Porque hay sitios que llaman a la desesperanza, que creemos que siempre permanecen sumidos en sus propias tinieblas.
Pero es justo preguntarse si, en todos nosotros, no existe un moribundo psicópata del piso de arriba, que baja cuando nos creemos amenazados, para recordarnos cómo nos quedamos en las sombras de nuestro propio caserón.
Charles
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