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Críticas de cinedesolaris
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Críticas 353
Críticas ordenadas por utilidad
7
28 de noviembre de 2014
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 'Magia a la luz de la luna' (Magic in the moonlight, 2014), de Woody Allen, Stanley (Colin Firth), es un mago que sólo cree en lo tangible, como el científico protagonista de 'Orígenes' (2014), de Mike Cahill. Para él la magia o la ilusión son trucos, juego con las apariencias. No son más que engaños, mentiras. Por eso, acepta la propuesta de su amigo Howard (Simon McBurney) de desmontar la falacia de una supuesta medium, Sophie (Emma Stone). No cree en entidades espirituales o trascendentes, sólo en representaciones y fingimientos. No hay otra vida más allá de la vida, u otras dimensiones, sino otros escenarios. En 'Magia a a la luz de la luna', Allen desmonta la rígida y cuadriculada perspectiva de Stanley, pero no porque se incline hacia el otro posicionamiento. Alienta ante todo la interrogante, constata nuestros límites, y sí afirma que lo fundamental es encontrar la razón con la que abrazar la vida, porque ahí sí se puede encontrar la magia a la luz de la luna. Esa misma perspectiva epicurea proyectaba en la transformación y decisiones del protagonista de 'Medianoche en París' (2011), como cuestionaba, en el otro extremo, en 'Vicky Cristina Barcelona' (2008), la mirada turista de la pareja protagonista, así como la inconsistencia de los depositarios de sus proyecciones, la pantalla pasional que representaban los personajes de Javier Bardem y Penelope Cruz. O, en 'Blue Jasmine' (2013), la enajenación de la protagonista, otra mirada ficcional enquistada en un modelo de vida que se sustentaba en el atrezzo que la decoraba como signo distintivo de posición, un modelo sustentado en los accesorios.



La evolución de Stanley se precisa en las variaciones interpretativas de Colin Firth. En los primeros pasajes, su arrogancia y presunción se evidencia en su elevado volumen de voz, como si actuara en un escenario, y los demás fueran espectadores en la distancia de un teatro, y en la rigidez de sus maneras. Progresivamente, cuando comienza a poner en duda su propia perspectiva, modera y suaviza su volumen de voz, y sus gestos corporales resultan más desenvueltos, expresivos, acordes a la flexibilidad de mirada, de actitud, que va adoptando, o, dicho de modo más preciso, con la que se va empapando. Empapados, de hecho, por la lluvia, Stanley y Sophie se refugian en un observador astronómico. Reconoce que tiempo atrás observaba el firmamento como una entidad amenazante. Ahora, junto a ella, su impresión es otra, incluso opuesta. Hay algún crítico estadounidense que ha cuestionado que los modos interpretativos de Emma Stone no parezcan corresponderse con las de una mujer de su tiempo, pero me parece que eso amplifica la singularidad de ese personaje. Más allá de si es una impostora o no, siempre transpira naturalidad (esa manera de estirar sus piernas sentada en un sofá, o el hecho de que esté leyendo suspendida en un columpio), una mujer desprovista de corsés mentales, una mujer que sabe incluso ser directa con respecto a sus sentimientos, sin miedo a la vergüenza o al rechazo.


'Magia a la luz de la luna', resulta más equilibrada que 'Blue Jasmine', cuyas dos líneas narrativas, o perspectivas femeninas, no acababan de encajar armónicamente. No resulta impostada como 'A Roma con amor' (2012). Desde luego, es una de sus obras, caligráficamente, más elaboradas, gracias a la labor creativa de Darius Khondji, potenciando la cálida y luminosa presencia del entorno natural, y la sensación de apertura y amplitud con los amplios encuadres. Transpira abrazo. Quizá el desarrollo dramatúrgico no sea particularmente original, y no posea la magia, en el mismo grado, que alcanzaba en 'Medianoche en París', pero la evolución narrativa transmite la sensación de que fluye, se despeja y expande, acorde a la transformación de Stanley. Su desarrollo es sutil, sereno, empapado por la genuina naturalidad de Sophie. Así destacan instantes como ese largo plano general en la sala de espera del hospital, durante el cual Firth, orando por su tía Vanessa (Eileen Atkins), cambia su actitud, y la narración realiza un giro en su curso dramático. O esa estupenda secuencia en la que Stanley plantea a su tía sus dilemas sentimentales en un doble curso de diálogo, entre lo que se dice y lo que insinúa la manera de decirlo. En la hermosa secuencia final, Allen efectúa una ingeniosa variante de la dinámica de los números de magia y las sesiones espiritistas, con sus efectos sonoros y su juego escénico de entradas y salidas (de desapariciones y apariciones), en la que los actores se desprenden de las máscaras escénicas y apuestan por la razón para abrazar la vida, esa magia a la luz de la luna donde los cuerpos y las emociones se encuentran y mutuamente se empapan.
http://elcinedesolaris.blogspot.com.es/2014/11/magia-la-luz-de-la-luna.html
cinedesolaris
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9
25 de febrero de 2023
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que no parecen de ayer sino de un mañana necesario. En Charles, vivo o muerto (Charles, mort ou vif, 1969), opera prima de Alain Tanner, Charles (Francois Simon), dueño de una compañía relojera, habla a las cámaras de televisión o al espejo, según esté muerto o vivo, aunque le cueste definirse. Porque si su abuelo era un relojero, su padre un hombre de negocios y un relojero, y su hijo un hombre de negocios él es algo que no quería ser, y por eso le cuesta definirse, porque su vida ha sido definida por otros, como quien se ajusta a unas pautas o un guion preestablecido. Cuando tenía veinte años, como acaba reconociendo ante las cámaras, cuando ya habla ante ellas como si fuera ante el espejo de su soledad, no sabía lo que le gustaba pero sí lo que no le gustaba, ese mundo definido, ese mundo que le imponía su padre, ese mundo en el que sentía que no respiraba porque las relaciones humanas le parecían dominadas por el dinero, el conformismo, las convenciones y los prejuicios. Pero no supo enfrentarse a sus circunstancias, a la voluntad de su padre, aceptó su lugar en el mundo, en la cumbre heredada. Pensó que quizá desde esa posición algo se podría realizar para conseguir algunas transformaciones en el mundo. Pero se convirtió en un hombre muerto, en un hombre preocupado por su sustento, con su vida diagramada, como usaba unas gafas que realmente no necesitaba.

Su vida era un escenario, ya bien definido en los primeros planos: Francois ocupa el espacio vacío del encuadre; parece que un trabajador está dedicándole unas palabras de homenaje, pero la naturalidad de la circunstancia queda en evidencia cuando la cámara retrocede y muestra cómo lo está leyendo ante las cámaras de quienes realizan el documental. Su soledad, sus frases ante el espejo, es su camerino, aquello que permanece mudo, porque su vida es presentar una imagen conveniente que procure beneficios. Hasta que el espejo de soledad empieza a temblar con voz cada vez más resonante, y Francois decide despertar, rebelarse, decir lo inconveniente, y desaparecer, en los márgenes, entre las sábanas de la cama de una habitación de hotel de la que ya no desea levantarse. Despierta, negándose a ser un engranaje, a ser una función en un sistema, para postrarse. Se desconecta de esa inercial vida ritualizada que le había enajenado. Rompe con una vida organizada, estructurada, que le asfixia, como el marinero de En la ciudad blanca (1983) que trabaja entre maquinas en un barco, y decide ir a la deriva entre las calles de Lisboa con su cámara de vídeo como si su mirada despertara y empezara a observar con detenimiento, dotando de singularidad todo aquello que compone, genera, los encuadres de la vida, como si no la hubiera mirado hasta entonces. Y el tiempo es fluir, el cuerpo de una mujer que es olas del mar y cortinas meciéndose por el viento. El tiempo se despliega y estira, no es producción.

No son los únicos personajes en el cine de Alain Tanner que deciden buscar otra dirección, de modo premeditado o de modo impulsivo, que optan por otro planteamiento de vida o que rompen con una dinámica de vida, desmarcándose del tráfico impuesto, cuestionando los instituidos códigos de circulación por la vida, como el que encarna Trevor Howard en A años luz (1981) decidido a volar como los pájaros, o las chicas de Messidor (1979) convertidas en prófugas. La libertad tiene también sus abismos, sus trampas, sus callejones sin salida. La negación tiene que convertirse en construcción, en opción, sino se aboca a la deriva, a la colisión o al extravío ¿Es factible sembrar una alternativa forma de vida, materializarla y hacerla duración, una actitud que supere el mero gesto disidente y se arraigue? Charles parece encontrar esa opción en Paul (Marcel Roberts) y Adeline (Marie Claire Dufour), una pareja, cual bohemios anarquistas rurales, que vive en una granja, separados del mundanal ruido, y que no parecen necesitar lo que se supone que hay que necesitar (¿por qué no arrojar el coche por un terraplén, para qué sirve algo que parece más bien el emblema de nuestra degradación, si, como apunta Francois, propicia la obesidad por la postura que hay que llevar al volante, es semillero de muertes por los recurrentes accidentes, no propicia el intercambio comunicativo, a no ser la grosería, incentiva el aislamiento, la fragmentación social, cada uno en su cajita o cápsula, y por añadidura las empresas de petroleo y fabricantes de aceite y chapa han conseguido que se gasten fortunas en la construcción de carreteras y además envenenan el mundo, y encima todavía las personas piensan que eso es la felicidad?).
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cinedesolaris
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9
15 de enero de 2023
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta difícil pensar en un film noir más febril, tortuoso y desabrido, de tumescente nocturnidad, que Noche en la ciudad (Night and the city, 1950), de Jules Dassin, para la que Joe Eisinger adapta la novela de Gerald Kersch. La urgencia, como llameante desesperación, palpita, sin resquicio de respiro, desde su formidable introducción, la persecución en la noche que sufre el protagonista, Harry Fabian (Richard Widmark). La crispación de los encuadres, el desasosiego que transpiran unas edificaciones y calles que parecen cernirse y ahogar al personaje en su huida, como si estuviera atrapado en un laberinto del que no fuera posible encontrar la salida, porque realmente está solo. De hecho, en el primer encuadre es una figura mínima en ese espacio nocturno desacogedor, en la que las únicas presencias humanas son perseguidor y perseguido. Quizá estas sensaciones, de indefensión, no se hubieran logrado plasmar si Dassin no hubiera empezado a sufrir la persecución del Comité de Actividades antiamericanas (HUAC) que determinía su exilio en 1952. Darryl Zanuck, jefe de del Estudio de la Fox, le indicó, en 1949, que probablemente fuera incluido en la lista negra de Hollywood, ya que su nombre había sido mencionado por algunos de los que ya habían declarado ante el Comité, y se le relacionaba con tres organizaciones con vínculos o afinidades comunistas. Aún así le comentó que aún podría disponer de tiempo para dirigir otra producción para la Fox por lo que le propuso que dirigiera, en Londres, Noche en la ciudad. Ya durante el rodaje sería incluído en la lista negra, por lo que ya no le sería permitido el acceso al Estudio para participar en el montaje o supervisar la banda sonora. De todas maneras, Zanuck aún le propondría dirigir otra producción, la comedia Half Angel, con Loretta Young, pero las presiones políticas determinaron que fuera reemplazado por Richard Sale. Durante 1951 otros directores, Frank Tuttle, Michael Gordon y Edward Dmytryk, le mencionarían, como a ellos mismos, como uno de los siete directores comunistas que formaban parte de la Asociación de directores (junto a Bernard Vohaus, Herbert Biberman y John Berry). En1952, Bette Davis le propondría dirigir la obra de teatro que ella protagonizaba, Two's company, pero tras cancelarse por la indisposición de la actriz, Dassin optaría por exiliarse antes de que fuera citado por el Comité de Actividades Antiamericanas.

Queda patente en esa primera secuencia que Fabian es alguien que huye aunque, como quedará también manifiesto en la posterior secuencia, a la vez sea alguien que persigue, obstinadamente, algo. Su persecución obcecada le convierte, paradójicamente, en perseguido. En la siguiente secuencia, en la casa en la que se refugia, el hogar de su novia, Mary (Gene Tierney), se nos revela la posibilidad de otra elección que quizá esté desperdiciando por su empecinamiento en ser algo más en la vida, en ser, como él mismo expresa con desesperación sombría, alguien, algo más que un mero delincuente de poca monta que busca clientes para un garito nocturno. Mary, una vez más, tiene que prestarle dinero no solo para que pueda salir del paso (por la deuda con su perseguidor) sino para su nuevo proyecto o sueño de consecución de riqueza (relacionado con las apuestas). La fotografía en la que se les ve a ambos en Venecia es la imagen de esa realidad que pudieran materializar si Fabian no ambicionara ser alguien importante en un universo regido por la codicia y la traición. El vecino de Mary, un constructor de juguetes, Adam (Hugh Marlowe) le define como un artista sin arte, lo que le aboca a ese extravío, como quien no sabe dónde encauzar sus inquietudes. Otro espejismo surge cuando cree que podría controlar el negocio de la lucha libre, aprovechándose de la integridad de un afamado viejo luchador, Gregorius (Stanislaus Zybszko), que desprecia las malas artes de los que rigen ese negocio y de los que luchan, como es el caso de su mismo hijo, Kristo (Herbert Lom), a quien cuestiona que haya convertido tal deporte en un mero circo con payasos, con su luchador El estrangulador (Mike Mazurki).
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cinedesolaris
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9
12 de abril de 2021
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Leon Morin, sacerdote (Leon Morin, pretre, 1961), de Jean Pierre Melville, adaptación de la novela Corazón apasionado, de Béatrix Beck, premio Goncourt 1952, comparte con su opera prima, El silencio del mar (1949), circunstancia, la ocupación de Francia durante la II guerra mundial, y la oposición o pulso entre aparentes contrarios, entre quienes se afirman, y encierran en el inmovilismo, y quienes intentan abrir brecha y generar diálogo y conciliación armónica, que en el segundo caso no es solo de ideaso representaciones, sino de índole amorosa. En la primera, quienes se amurallaban en el silencio, pese a los denodados intentos del oficial alemán por generar conversación, como protesta contra una ocupación que, en su caso concreto, se explicitaba en la resignada aceptación de alojarle como inquilino, se transmutaba en receptiva empatía cuando comprendían que su intransigencia era excesivamente inflexible ya que el oficial alemán no es lo que representa, su uniforme, sino una singularidad que, de hecho, no comparte la actitud de sus compañeros oficiales. Para él la ocupación no es sinónimo de anulación sino de mutuo enriquecimiento. Leon Morin, padre, es el relato de una doble ocupación que concluye con la negación de la conciliación armónica plena, el diálogo amoroso pese a que el diálogo dialéctico se haya establecido como apariencia de comunicación, aunque más bien derive en ocupación y sumisión, porque hay quien se mantiene firme, de modo inflexible, en su posición de luz dogmática, como si su particular uniforme, su sotana, fuera una coraza y un vallado, y quien, a la inversa, expuesta a la fragilidad de su falta emocional se pliega y somete, lo que determina que, ante la falta de receptividad, quede sumida en el temblor de la intemperie.

Barny, encarnada por una excepcional Emmanuelle Riva, que combina la fragilidad herida de sus memorables personajes de Hiroshima, mon amour (1959) y la posterior Relato íntimo (1962), la obra maestra de Georges Franju, y el talante sublevado de esta, es una viuda comunista y atea, con una hija, que vive en un pueblo de los Alpes franceses, secretaria en un colegio, en el que admira, sobremanera, a su jefa, Sabine (Nicole Mirel). No sólo la admira sino que se siente atraída por ella, como si percibiera en ella, en esa mujer deslumbrante, una imponente virilidad. Una atracción que define su apertura de mente, su sublevación a los contornos de los límites, y también su necesidad afectiva, su sensibilidad a flor de piel y su necesidad, sin retraimientos, de sensualidad y piel. Su reemplazo será un hombre que tampoco es un hombre aunque biológicamente lo sea, y que porta también falda, su sotana, un cura que no ejerce de cuerpo de hombre, sino que es su uniforme, su dogma. En principio, es una imagen, sin fisuras, una figura a la que Barny pretende desestabilizar, y desmontar sus presunciones, con su espontanea expresividad, incluidas alusiones a sus actividades masturbatorias. Pero se encuentra con quien, como su jefa, transmite firmeza, y sobre todo resiste sus embates cuestionadores, o provocadores, con templanza. Se convierte en un desafío, un roca en la que encontrar su fisura. La atracción se entremezcla, enmaraña, con ese propósito o reto, como por otra parte, en la atracción amorosa, en ocasiones, cuando no se advierte la fragilidad o vulnerabilidad en quien se ama, la constatación de su correspondencia, se le pone a prueba. Pero en este caso, Leon se mantiene tras las barreras de su sotana y convicciones religiosas que desenfunda con rotunda determinación. El deseo de Barny queda explicitado en un sueño en el que el sacerdote la besa (aunque fuera un sueño, fue suficientemente motivo para sulfurar a las instancias religiosas, y para que no fuera estrenado en algunos países, como España).
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cinedesolaris
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8
23 de julio de 2022
20 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Men (2022), como la excepcional Annihiliation (2018) está protagonizadas por mujeres dañadas emocionalmente. En ambos casos, una relación sentimental también está dañada. Annihilation parte de esa circunstancia de desconcierto y perplejidad en la que te preguntas quién es la persona a la que presuntamente amabas y con la que llevabas años conviviendo. ¿Es la misma que creías que era?¿En algún momento la percibiste como era o más bien era según la idea que te habías hecho? En Men, el daño es irremisible, porque parte de un ruptura, o abandono, ya que Harper (Jessie Buckley) quiere que concluya la relación, que se tornará muerte literal, cuando James (Paapa Essiedu) se precipite en el vacío Entre la ruptura y la caída, la incapacidad de asunción de una conclusión. Él no acepta que pueda terminar esa relación. Él no sabe encajar que la relación se precipite de modo ineluctable en el vacío. Su necesidad, su deseo de que la realidad se ajuste a su voluntad, protesta porque no acepta que la realidad no sea como quiere que sea. Su negación se tornará agresión (una bofetada), y obcecado asedio que no es sino reflejo de un desquiciamiento. No se preocupa de entender las razones de ella (o más bien no quiere) sino de demandar que la película (de la relación) no termine (como si no pudiera terminar). Su atolondramiento, cuando intenta acceder por la ventana desde un piso superior, determina su precipitación en el vacío. En ambas películas, la acción transcurre en un espacio que difumina las fronteras entre lo real o familiar y lo imaginario o insólito. La narración, acompasada, de nuevo, a la cautivadora textura de la magnífica banda sonora de Ben Salisbury y Geoff Barrow, se corporeiza como un desplazamiento inmersivo, definido por la extrañación, en las sombras enturbiadas de los recovecos emocionales de Harper, en su herida emocional. La narración es un proceso de recuperación como una muda emocional. La narración es un prodigio de tránsito sensorial, emocional, en forma de enrarecimiento que deriva en catarsis. La ofuscación se tornará sonrisa.

La narración comienza con una imagen de un exterior (urbano) a la vez velada la mitad de la misma por las cortinas, en correspondencia con la mirada de Harper, cuya nariz sangra. Cuando se aproxima a la ventana, tras ella, en primer término, se entrevé difusa, en segundo término, la caída del cuerpo de James. Ofuscación, herida y caída. Un estado emocional antes de que se precise la cadena de hechos. La narración se corresponderá con el desprendimiento de ese velo que ofusca su percepción, dada su emoción dañada por el impacto de ser testigo de la muerte de su marido, pero también por la perplejidad de un desencuentro enturbiado por un sentimiento de culpabilidad (ya que su ruptura derivó en la muerte de él) y por la incomprensión (su diálogo carecía de componente dialéctico: era un callejón sin salida de dos enunciados intentando que se comprendiera, en el caso de ella, o imperara, en el caso de él, su relato) que generó incluso la agresividad de él. ¿Cómo concluye una relación cuando solo es uno quien desea que termine?¿Cómo lo encaja el otro si siente que varía la narración o relato de su vida, si concibe la circunstancia como un fracaso o una humillación? La reclamación de seguir siendo amado es quizá sinónimo de complacencia de un ego o vanidad. El sentimiento parece quedar en segundo plano porque parece primar la necesidad de que la realidad se ajuste al relato de cómo se quiere que sea la realidad, como si una realidad fuera una inversión emocional inicial que no puede transformarse (degradarse) en números rojos. A esas primeras imágenes iniciales siguen la imagen de un diente de león que se desmenuza y la imagen distante de una casa en ruinas entre un bosque y un prado. A una casa rural, precisamente, se traslada de modo provisional Harper, como si ejerciera de cámara de descompresión de su tránsito emocional traumático.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
cinedesolaris
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