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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 155
Críticas ordenadas por utilidad
7
26 de agosto de 2016
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera película sonora fue El cantor de Jazz (1927), de Alan Crosland, y la primera entrega de los Oscar tuvo lugar el 16 de mayo de 1929: con esos antecedentes tan próximos, no es de extrañar que la década de los treinta fuera la de la consolidación del cine como industria. Pues bien, es precisamente a la década de los treinta en Hollywood adonde nos traslada Woody Allen en su película de 2016 Café Society.

La década de los treinta en Hollywood vio también la llegada a la meca del cine de dramaturgos españoles de la talla de José López Rubio y Enrique Jardiel Poncela para ejercer labores de guionistas en español.

De su etapa hollywoodiense nos dejó Jardiel una serie de aforismos que han sido recogidos por su nieto Enrique Gallud Jardiel en El cine de Jardiel Poncela, publicado a finales de 2015 por Ediciones Azimut. Veamos algunos de esas opiniones en frases cortas, según aparecen en este libro:

EN HOLLYWOOD...
En Hollywood, todo el mundo viste como quiere, y no hay opinión ajena.

HORARIO
En Hollywood se trasnocha como en Madrid y se madruga como en Burgos.

TRABAJO Y DESCANSO
En Hollywood trabaja todo el mundo y todo el mundo parece no hacer nada.

EL AMOR
En Hollywood el amor es gratuito.

MONUMENTOS
En Hollywood no se alzan más que dos monumentos: el uno, que representa un ángel de pie, inmortaliza a Rodolfo Valentino, y el otro, que figura un guerrero a caballo, es el anuncio de una farmacia.

URBANIZACIÓN
En Hollywood hacen calles nuevas todos los días y, cuando os invitan a una fiesta en alguna casa particular, los anfitriones se ven obligados a enviaros, además de la invitación y de las señas, un plano a lápiz del sitio donde está emplazado el edificio.

Particularmente interesante, a mi modo de ver, esta última cita, puesto que la película que nos ocupa se inicia, precisamente, con una fiesta.

Dicho lo cual, lo que Woody Allen nos ofrece en Café Society una historia de folletín: chico conoce a chica y se enamora de ella, pero chica está enamorada de un hombre casado, que además es su jefe. ¿Una historia de folletín? Hmmmmm, quizá necesitemos un segundo visionado de este filme, porque en él, tenemos las grandes obsesiones del cineasta neoyorquino: el amor, el sexo, el judaísmo, la muerte, que son algo así como sus dobles parejas preferidas, si hablamos en términos generales.

Y si hablamos en términos particulares, observamos en Café Society la parodia de la frivolidad hollywoodiense, como en Hollywood Ending (2002): todo el supuesto glamour se fue al garete el día que Peg Entwistle se suicidó en 1932 cuando tenía 24 años arrojándose desde la letra H de HOLLYWOOD en la famosa colina.

Comprobamos también en Café Society relaciones matrimoniales cruzadas, como en Maridos y mujeres (1992). En Café Society se da también la duda acerca de si la chica de la que me estoy enamorando milita en el mismo partido que yo, una broma que recuerda otra similar de Todo lo demás (2003). En Café Society aprece una historia gansteril, como en Balas sobre Broadway (1994), si bien en este caso con mucho mejor desarrollo. En Café Society se recuerda la infancia en un barrio periférico de Nueva York, como en Días de radio (1987). En Café Society se rechaza la prostitución de modo parecido a como ya se hiciera en Poderosa Afrodita (1995). En Café Society se compara el judaísmo con el cristianismo, como sucediera previamente en Hannah y sus hermanas (1986). En Café Society se observa Manhattan con mirada poética exactamente igual que en Manhattan (1979), incluso hay un mínimo momento George Gershwin. En Café Society se sufre el mismo espanto por el paso del tiempo, simbolizado en una fiesta de Nochevieja, que en Si la cosa funciona (2009). Pocas veces ha utilizado Woody Allen un alter ego tan similar a sí mismo, como en Café Society. Y bueno, seguro que se me han escapado otras muchas referencias a películas previas, pero creo que las anteriores son suficientes para que nos replanteemos la pregunta anterior: ¿Verdaderamente es Café Society una película de folletín?

Es Woody Allen, en definitiva, quien se nos muestra tal cual es, con mayor sinceridad que nunca, con mayor claridad que nunca. Y por ello, no me parece ocioso que la acción de gran parte de la película se desarrolle en Hollywood, uno de los ecosistemas menos valorados por el director de Manhattan: porque necesita una perspectiva desde la que observarse a sí mismo. Por eso no me parece fútil que lo que no sucede en Hollywood acontezca en Nueva York: porque Woody necesita también reconocerse a sí mismo.

Con todo, hemos de convenir, que todas las referencias a películas previas del mismo autor que hemos enumerado más arriba están bastante más deslavazadas de lo que estamos acostumbrados con este creador. Falta algo así como la lechada que los albañiles ponen a los azulejos para que el conjunto sea más coherente y no parezca el resultado final algo así como un goteo de posibilidades que no terminan de constituir un todo armónico.

Y quiero finalizar ésta con lo que para mí es el principal logro de Café Society: el desdoblamiento o la dualidad de posibilidades, muy evidente en Melinda y Melinda (2004), pero es que en Café Society las dos protagonistas femeninas se llaman igual: Verónica, familiarmente Vonnie una de las dos.

Además de lo anterior, la estética de la dualidad podemos observarla en los dos escenarios básicos: Hollywood y Nueva York; la doble del productor casado, interpretado por Steve Carrell; los dos amores de Vonnie y los dos de Bobby, el protagonista masculino; los dos contextos esenciales de la acción: el familiar y el gansteril; y la gran mentira de la fábrica de sueños, donde el glamour es el maquillaje de crueldad.

Constituye Café Society, por lo tanto, como un diagrama con dos coordenadas sobre las que se van colocando cada uno de los grandes temas de Woody Allen, incljuido él mismo..
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
20 de marzo de 2017
12 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
El caso fue que, una vez en la rueda de prensa tras su proyección en la sección oficial de largometrajes a concurso del Festival de Málaga, Lino Escalera, director de No sé decir adiós (2017), presentó su película como una radiografía de la familia, lo cual es totalmente cierto pues en este filme se analizan las relaciones paterno-filiales, los encuentros y desencuentros de dos hermanas, la adolescencia de quien es hija y nieta o la familia política. Incluso se alude a la familia ya desaparecida, la tía Trini.

Cabe señalar a ese respecto, que la familia no se aborda desde una óptica de denuncia o bajo un sentido de culpabilidad de quienes han errado en algún momento, entre otras cosas, porque todos nos equivocado en nuestra vida con quien no es más próximo. No se trata de establecer victimarios ni víctimas, sino de ofrecer lo que puede ser la tensión familiar cuando el padre, magníficamente interpretado por Juan Diego, se enfrenta a un cáncer de pulmón con metástasis en el cerebelo.

No consiste este largometraje, por lo tanto, en un catálogo de traumas perpetuos, sino de una imagen imparcial de la familia, lo cual ya de por sí merecería una buena crónica, pero prefiero llevar mi reseña por otros derroteros, puesto que no dudo que haya otros críticos que se ocupen de los vínculos parentales.
Podríamos hablar también de la soledad con todas las evocaciones creativas que ello permite, puesto que ambas hermanas, magistralmente encarnadas por Nathalie Poza y Lola Dueñas, la hija de Blanca, que es el personaje de Lola Dueñas, su marido y, por supuesto, el padre enfermo, evidencian enormes carencias afectivas. La hija adolescente es que, por no tener no tiene ni hermanos ni primos, ni tampoco se ve nadie de su edad en la película y ya he adelantado que la soledad es la madre (la triste madre) de la creatividad. Como muestra, un botón y recordemos, por ello, cómo Quevedo buscó el retiro en la paz de los desiertos, acompañado de unos pocos, pero doctos libros, para mejor conversar con los difuntos que los escribieron, según manifiesta en su soneto "Desde la Torre".

Sería posible hablar de una película mediterránea, dado que los dos espacios donde se desarrolla la acción son Almería y Barcelona, con todas las diferencias sociales existentes entre estas dos ciudades arropadas por el mar de cultura.
Pero prefiero dirigir mi crónica a ese poderoso mundo de espectros que define No sé decir adiós. Y es que, efectivamente, como sombras parecen vagar por la vida el padre y las dos hijas.
Y sombras es lo que dibuja Platón en su alegoría de la caverna, como todos sabemos. Los prisioneros, de cara al fondo de la cueva, no pueden verse ellos entre sí ni tampoco pueden ver los objetos que a sus espaldas son transportados: sólo ven las sombras de ellos mismos y las de esos objetos, sombras que aparecen reflejadas en la pared a la que miran. Únicamente ven sombras y lo que Platón, por boca de Sócrates, se pregunta es qué sucedería a uno de estos hombres si lograra soltarse de sus cadenas y acceder directamente a la luz del sol. El resultado final de esta narración platónica no es muy halagüeño, pero al menos un hombre pudo ver la luz. Sin embargo, en la película de Escalera, ningún hombre alcanza a ver la luz para poder contárselo luego a sus compañeros.
Vidas espectrales, por ello, que manifiestan insatisfacción a todos los niveles: el padre, que es profesor de autoescuela, porque sus horizontes no van allá de sus lecciones o la televisión. Carla, una profesional de éxito en el el mundo de la publicidad, porque su tristeza no se rellena con los contratos que pueda conseguir: el sexo con desconocidos, el alcohol y la cocaína parecen ser sus inseparables compañeros de viaje. Y, Blanca, la hermana que se quedó en Almería, cuya situación podría ser la más placentera (tiene trabajo, pareja e hija), porque no se siente realizada, si bien intenta canalizar sus frustraciones en el teatro.
De manera que, me parece cargada de intención una escena en No sé decir adiós, donde Blanca está ensayando una función de teatro, pero los verdaderos protagonistas de la obra parecen ser los espectros.
En la misma medida que considero muy elocuente una escena en la que ambas hermanas están vestidas de negro de cintura para arriba y el plano consiste en uno medio, donde tan sólo se les ve la parte superior del atuendo y dialogan las dos reprochándose los éxitos y fracasos de la otra. Recriminándose por los éxitos y fracaso personales. De ahí que el espectador, que sólo ve el negro de la indumentaria y los rostros anhelantes, asiste desde su butaca a un diálogo de fantasmas con encarnadura humana, valga la redundancia.
Creo que en esa escena, mejor que en ninguna otra, podemos acercarnos a las dos hermanas como si de dos sombras quejumbrosas se tratara.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
18 de marzo de 2017
9 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando caen las primeras nieves en Laponia, los habitantes de esta remota región lo celebran con especial énfasis, porque saben que el de la nieve será el único brillo que verán durante mucho meses. Al otro lado del globo, en una latitud también bastante alta, sólo que en el Hemisferio Sur, concretamente en la Patagonia, la nieve se oscurece por acción de la brutalidad de los hombres en Nieve negra (2017), de Martín Hodara, que forma parte de la sección oficial de largometrajes del Festival de Málaga, cuyo eje dialéctico son los secretos de familia.

Y es que, digámoslo claramente, la familia ha sido un constante quebradero de cabeza para todas las personas que tienen una, es decir, más del 90% de todos los seres humanos que han sido, son y serán, al menos desde que Sófocles escribió Edipo rey hace unos dos mil quinientos años, ignorante en aquel momento de que estaba alumbrando uno de los grandes complejos del mundo actual.

Muchas son las películas de la historia del cine que han tratado de la familia desde muy diferentes puntos de vista. Tan sólo en las últimas décadas, podemos enumerar unos apresurados botones de muestra: La familia (1987), de Ettore Scola, Secretos y mentiras (1996), de Mike Leigh, Celebración (1998), de Thomas Vintenberg, o American Beauty (1999), de Sam Mendes, entre las más conocidas. Y, por supuesto, La culpa del cordero (2012), del realizador uruguayo Gabriel Drak.

Hay, sin embargo, un detalle esencial que separa el filme de Hodara del de Drak, perteneciendo ambos, como pertenecen, al Cono Sur americano, y es que en La culpa del cordero se realiza un análisis completo genérico de la familia, mientras que en la propuesta del director argentino el foco se dirige a una situación en concreto: una acción del pasado, un terrible secreto que marcará las vidas de los miembros de esa familia durante décadas.

Perfectamente construida la historia, y mira que siento debilidad por encontrar fisuras en los argumentos, bajo guion del propio Martín Hodara y Leonel D’Agostino, no voy a entrar en su desarrollo, que esa función corresponde al público, desde luego que Eros y Tánatos se regocijan con sus travesuras características, y en esta reseña todo parece que apunta a Freud, pero sí quiero señalar cómo la nieve pervierte su blancura original bajo el prisma de estos cineastas, para convertirse en el contexto adecuado de la ignonimia. Es una situación parecida a la de los putti en la iconografía milenaria de la melancolía, donde lo mejor que nos puede pasar es que estos niños se alejen lo más posible de nosotros, puesto que personifican la muerte. Véase así en Lucas Cranagh el Viejo.

Y ésa es la idea básica de la película de Hodara: la subversión de un elemento que puede evocar la pureza, como es la nieve, al menos su blancor así parece apuntarlo, para teñirse de las sombras más oscuras en un marco donde la naturaleza no consigue atemperar las pasiones humanas: ni los niños son inocentes en la obra de Lucas Cranagh el Viejo, ni la nieve es sinónimo de limpieza espiritual en la película de Hodara. Al fin y al cabo, como todos sabemos, tan sólo basta el roce con algún elemento ajeno, una pisada humana con barro, por ejemplo, o el devenir diario en las ciudades para que la nieve deje de ser blanca.

Hay otra cuestión en la que también quiero detenerme y es la de la tendencia actual de anteponer la construcción de personaje sobre la elaboración de un guion complejo. Podemos apreciarlo así en largometrajes recientísimos: Fúsi (2015), del director islandés Dagur Kári, Paterson (2016), de Jim Jarmusch, Frantz (2016), de François Ozon, Sólo el fin del mundo (2016), de Xabier Dolan, e incluso Toni Erdmann (2016), de Maren Aden, películas todas ellas donde la sinopsis puede reducirse a dos líneas, y eso si la estiramos bien, puesto que lo que verdaderamente importa es la definición de la persona. No en vano, el título de muchas de estas películas es precisamente el nombre de uno de los intervinientes en la historia.

Pues bien, quizá la principal aportación del largometraje de Hodara que estamos comentando, es que ambas cosas, guion y personajes, están indisolublemente unidas como las dos caras de una moneda diríamos si no fuera ésta una imagen muy desgastada. Con otras palabras: el argumento se construye en la misma medida que el espectador profundiza en el conocimiento de cada uno de los personajes, de tal modo que con esos perfiles humanos tan sólo puede suceder lo que sucede. Quizá por ello, eligió como actores a tres nombres esenciales del cine argentino: Federico Lupi, Ricardo Darín y Leonardo Sbaraglia, entre quienes mantiene muy bien el tipo la jovencísima actriz española Laia Costa.

El aislamiento es necesario para evitar la corrupción de las condiciones de vida de una determinada comunidad arcádica. Véanse a ese respecto los importantísimos estudios de Fernando Aínsa sobre la utopía. Eso mismo sucede, aunque con matices, en el relato “El perjurio de la nieve”, de Adolfo Bioy Casares. Pero el planteamiento de Hodara es completamente subversivo a ese respecto: para este director argentino, retirarse del mundanal ruido equivale a un enfrentarse el hombre a sí mismo, una especie de regreso a la mera esencia de la persona sin que nada ni nadie lo adultere. Es sólo que de ese intenso regreso a la naturaleza de lo que cada uno es no puede esperarse nada bueno.

¿Vidas condenadas al sufrimiento, por lo tanto, hasta que la nieve sea también su sepultura? Probablemente sí, o probablemente la mentira les redima.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
16 de julio de 2023
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
La puesta en escena es minimalista y discurre entre árboles, en este caso, higueras, lógicamente, lo que permite al espectador conjeturar con una posible relación con la multipremiada A través de los olivos (1994), de Abbas Kiarostami, también minimalista y arbórea, mas con no ser una comparación disparatada, precisamente por la parte técnica y elemento natural en que ambos filmes transcurren, debemos establecer algunas diferencias, pues la cinta de Kiarostami se construye como una urdimbre de metacine para mostrar un romance entre dos jóvenes concretos, mientras que la de Sehiri tiene más bien textura de ficción documental, o docuficción, cada cual como prefiera, en un ambiente de protagonismo coral.
De manera muy resumida, Entre las higueras descansa sobre una trama que muestra el trabajo de sol a sol de un grupo de personas de todas las edades, aunque imperan las muy jóvenes, recogiendo higos bajo la atenta mirada de un joven patrón, que rompe los cánones de un señorito agrario, pues viste con mucho desenfado, incluso con la visera de la gorra de béisbol con el logotipo de Emporio Armani en la nuca, que ya son ganas, pues si no le gusta llevar la visera en la frente, que es para lo que se pensó ese aditamento, que no se compre una gorra con visera, digo yo, vaya.
Pero hemos afirmado que Entre las higueras es una ficción documental y eso hay que justificarlo. Nada más fácil, sin embargo, pues Sehiri pasea la cámara por la actividad recolectora de cada uno de los personajes y deja que sean las imágenes en numerosas ocasiones quienes hablen por sí mismas. Así pues, dentro de un lenguaje cinematográfico puro, dado que lo visual se impone a lo conversacional la cámara acompaña a la acción como si un turista accidental estuviera grabando la actividad en el campo, donde, a pesar de los buenos deseos de Juan Luis Guerra de que lleva café, lo único que, digamos, llueve es un trabajo duro para arrancar a los árboles su fruto. Para enfatizar esa función documental del filme Sehiri, al igual que Kiarostami en la película que hemos mencionado más arriba, utiliza actores y actrices no profesionales con todo lo que eso implica de captación de la vida real y no de la realidad interpretada, valga el oxímoron.
Podríamos afirmar, por lo tanto, que Entre las higueras es una película donde no pasa nada, pero sin embargo pasa todo. ¿Qué entendemos por no pasar nada? Pues en este caso, el largometraje de Sehiri se separa significativamente de A través de los olivos, según hemos mencionado más arriba, pues el filme tunecino no se polariza hacia una determinada historia, de amor o de lo que sea, entre dos personajes, sino que nos muestra todo un puzle de posibilidades: cada personaje es un mundo en sí mismo, cada cual con sus propias inquietudes o preocupaciones, y lo que Entre las higueras despliega es una colección de mundos a quienes el azar, el universo o la energía que sea ha hecho coincidir en un determinado momento en un mismo lugar.
Gracias a esa colección de mundos coincidentes, conocemos un poco mejor cómo es la vida en el Túnez rural, incluso en varias escenas se comenta lo diferente que es todo para una mujer en el Túnez urbano, donde incluso beben alcohol. No es Entre las higueras, por consiguiente, una película que analice los efectos de la así llamada Primavera Árabe, que se inició precisamente en ese país y ha sido motivo constante de reflexión entre los cineastas tunecinos durante los últimos diez años, aproximadamente. Y eso es así porque la Primavera Árabe fue un movimiento eminentemente urbano. De ahí que Sehiri en su segunda película (la primera es de 2018, se trata de un documental en sentido propio, lleva en inglés el título Railway Men y no me consta que se haya distribuido en España) dirija su mirada, una mirada de gran ternura, por cierto, hacia el flanco más frágil de cualquier sociedad, el que más desapercibido pasa: el mundo rural; un mundo donde las personas son apenas diminutas contingencias dentro del esplendor telúrico. Un mundo tan frágil, tan frágil, que permanece inmutable a lo largo de los siglos, valga el oxímoron.
Podríamos sostener, ¿por qué no?, que Entre las higueras es una película donde no hay personajes, sino personas, pero todos los personajes están ahí, y las personas también. Según he mencionado más arriba, toda la acción transcurre en una jornada de trabajo de recolección de higos de sol a sol y la acción va siguiendo cronológicamente el paso natural de las horas. No hay flashbacks, ni ninguna otra información previa sobre los personajes, sino que el espectador tan solo conoce lo que en cada momento captura la cámara, que no puede ser mucho, pues la película dura solo hora y media y se trata de un filme coral, por lo que el foco ha de ir pasando de uno a otro.
Pues bien, puede que ese sea precisamente el principal logro de este largometraje: sin saber nada de nadie antes de que empiece la acción, en una película no excesivamente larga en cuanto al metraje, con un número de intervinientes importantes, acabamos sabiéndolo todo de unos personajes, porque estos personajes son precisamente personas sin perder su textura ficcional. En muy pocas palabras, con tan pocos, pero muy buenos mimbres, conocemos las historias de amor y desamor entre algunos de los personajes; sabemos del dolor de los amores imposibles cuando una mujer ha sido obligada a casarse con quien no quería; aprendemos de los malos rollos en la familia a causa de herencias malamente resueltas; observamos pequeños hurtos; asistimos a un intento de violación y abuso de posición predominante por parte del patrón (el de la visera en la nuca, ya saben); somos testigos del desgaste físico de las recolectoras de higo más maduras; atestiguamos los abusos en el pago a los trabajadores; etcétera. Y todo eso es así, la información que transmite esta película fluye con facilidad, porque los personajes son personas, y viceversa.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
1 de abril de 2018
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si nos atenemos a la ficha técnica oficial de Thelma (2017) de Joachim Trier, conceptos como lo sobrenatural, la adolescencia o la homosexualidad surgen por sí mismos, y no van desencaminados quienes observen esas posibilidades en la cinta que nos ocupa, pero ya también en dicha ficha técnica se alude implícitamente a lo que quiero destacar en este comentario. Cito literalmente, referido a Thelma, la joven protagonista: «cada vez que siente algo, causa desastres», lo que desde luego admite un análisis desde lo sobrenatural, la adolescencia o la homosexualidad, pero creo que hay ir más allá, puesto de lo que este filme de Trier nos habla es de la percepción distorsionada de la realidad de las personas que padecen (en realidad casi todas las que pertenecemos a la órbita judeocristaiana) el sentimiento de culpa.
En una obra mítica al respecto, pionera de los manuales de autoayuda que tanto han proliferado en nuestros días, como Tus zonas erróneas, de William Dyer, dedica a los sentimientos de culpa (el sufrimiento por el pasado) y preocupación (el sufrimiento por el futuro) el capítulo V, titulado precisamente así: «Las emociones inútiles: culpabilidad y preocupación».
Ahora bien, ¿qué es lo que causa el sentimiento de culpa en Thelma? Ya lo hemos adelantado, más o menos: cada vez que siente algo, causa desastres; puesto que la joven protagonista de este largometraje se ha criado en el seno de una familia extraordinariamente carente de sentimientos, extraordinariamente religiosa. De alguna manera, con el pan nuestro de cada día, los padres han inoculado a Thelma el virus de la vida entendida como pecado. Vivir mancha, eso ya lo sabemos. Es imposible llevar una vida aséptica, por la más elemental de las razones: una vida concebida en esos términos no es vida y a duras penas podemos considerarla una mera existencia. Incluso el agua, origen de toda vida, ha de contener impurezas para que cumpla su función: el agua destilada es insuficiente para mantener el aliento vital.
Por ello, Thelma, una vez que abandona el hogar familiar para iniciar los estudios universitarios, de manera totalmente contraria a su voluntad, y es muy triste decir esto, empieza a contagiarse de la vida, lo que le provoca un dolor insufrible. En su caso, además, la cuestión se agudiza cuando inicia una relación con otra joven, que además pertenece a una cultura diferente. A partir de ahí desciende a un mundo de pesadilla, que es lo que Trier retrata en su película, puesto que a lo que el espectador asiste es al desarrollo en imágenes de toda la tortura interna que padece la protagonista.
¿Hay elementos sobrenaturales? Afirmativo. ¿Se trata de las vivencias de una chica adolescente? Sin duda, pues Thelma acaba de iniciar los estudios universitarios, de donde cabe inferir que su edad no va más allá de los diecinueve años, con toda la fragilidad que eso implica en cualquier caso, pero sobre todo en el de alguien que, insisto, ha sido educada para no vivir, más bien para desarrollar una existencia insípida de pasiones extirpadas.
¿Aborda este largometraje el tema de la homosexualidad? Naturalmente que sí. ¿No acabamos de decir que Thelma inicia una relación con otra joven? Pero todo ello no son nada más que los pilares necesarios para sostener el tormento íntimo de quien se siente culpable por sentirse viva. De ahí que los elementos sobrenaturales a que aludía al principio de este párrafo no son naturales, valga la redundancia, no son reales, siga valiendo la redundancia, sino que se corresponden a la percepción deformada del mundo que Thelma padece en su interior. Imágenes de su alma torturada.
Hace más de veinte años, concretamente en 1995, Patricia Rozema dirigió la magnífica cinta Cuando cae la noche, que también aborda la cuestión de las relaciones lesbianas entre una joven, en este caso ya instalada en la veinteañería y con intenciones de casarse, con todo el peso que la rigidez católica ha impuesto en la zona francófona de Canadá, y una artista de circo, que también pertenece a otro origen étnico. Sin duda la principal diferencia entre uno y otro filme es que el de Trier es mucho más metafórico en el sentido de bucear, según hemos venido comentando en las líneas anteriores, en las plasmaciones propias de la tortura personal, mientras que el de Rozema indaga en las posibilidades (ilusión, duda, desconcierto, valentía) que un delicioso amor como el que retrata en su película permite.
También podríamos recordar otro largometraje con una enorme carga de religiosidad castrante como Fanny y Alexander (1982), nada menos que de Ingmar Bergman, como todos sabemos, pero no es que Trier quiera enmendar la plana al director sueco (vamos, no creo), pero la originalidad en el caso de Thelma consiste en que nada de lo que vemos en pantalla se corresponde a la realidad sensorial, siendo así que Bergman sitúa la cámara para que veamos los hechos tal cual en micromundo construido alrededor de rigideces irracionales, valga una vez más la redundancia. El tutor en Fanny y Alexander impone un modo de vida. Los padres en Thelma han renunciado al aliento vital.
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Fco Javier Rodríguez Barranco
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