Esta es una película de una fuerza visual y dramática que quita el aliento. Es el terror y el amor en sus estados puros. Posee una estética particular con deuda expresionista que viene como anillo al dedo a un guión prácticamente sin ninguna fisura. Nada más te pones a verla te engancha por su originalidad, ritmo y fuerza.

Nada más empezar a ver la película me di cuenta de su parecido con la maravillosa noche americana de Truffaut: buena direccion, con unos movimientos fluidos de cámara que aspiran a representar las vasta red de relaciones (y complicaciones) entre el personal de la película (y también los lazos que unen al personal con espacios ajenos al filme, que masacran la proyección, insistiendo invisiblemente en no dejarla evolucionar. Esto es más propio de Irma Vep, en cuanto a su preferencia por filmar aquello que no acaba de dejar continuar), Jean-Pierre Léaud, tan asombroso como siempre...
Sin embargo, hay algo que las diferencia de forma abismal y que ha hecho que le rebajara cuatro puntos a Irma Vep con respecto a La noche americana: la fuerza cinematográfica. En Irma Vep hay escenas delirantes que por momentos hacen hibernar al filme. No hay vida detrás de la película, no hay vida detrás de Irma. En La noche americana, el despliegue técnico, el fluido guión y las actuaciones inmensas de los actores llenan de vida la pantalla. El argumento avanza como una apisonadora, a modo de desarrollo dialéctico (resolución de las contradicciones que impiden la realización del filme) que corta la respiración. Un auténtico homenaje al cine.

Irma Vep se duerme en los laureles. Además, hay desconexiones en el guión que lo dotan de una entidad material insuficiente. Un fiasco.

Una película excesivamente moralista y exagerada hasta sobrepasar los límites de la credibilidad: una mujer burguesa que pierde a su hijo (se suicida), por su falta de cariño hacia él, se transforma (a causa del varapalo que supuso su muerte) en Santa Ingrid Bergman, la perfección encarnada. Rossellini parece que intenta darnos clases sobre cómo se debe comportar una persona, llenando el filme de escenas puramente didácticas (para dummies) que convierten a Europa ´51 en una película demasiado simple y, por lo tanto, carente de magia.

Lo único que salva a la película del suspenso es la espléndida (como siempre) Ingrid Bergman.

Días del cielo es amor, misterio, magia, humanidad; palabras que se visualizan enérgicamente en la mayoría de las películas de Terrence Malick. Subrayo enérgicamente porque si hay algo que de verdad sabe filmar (captar) brillantemente Malick, ese algo es la vida. Días del cielo desprende vitalidad, una especie de pasión humana que fuerza a los personajes de sus películas a seguir viviendo en cualquier circunstancia. Este hálito es la fuerza de su cine. En Malas Tierras sobrevive a la mala suerte final de los protagonistas en forma de música (Carl Orff). El impulso es lo que cuenta, es lo realmente humano, es esa llamada que nos lleva a cuestionarnos nuestra forma de vivir. A pesar de las disposiciones azarosas (y perjudiciales) externas a los personajes, estos tocan la eternidad.

Estoy enamorado de Terrence Malick.

Y pensar que estamos viendo una grabación a tiempo real de una época en la que el uso del coche con caballos era generalizado.

(¡No es El Cuarto Mandamiento es una grabación a tiempo real!)