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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 155
Críticas ordenadas por utilidad
7
10 de agosto de 2020
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«Dios también está entre los pucheros», afirmaba Teresa de Ávila (hemos citado de memoria). A lo que podríamos añadir nosotros: «El diablo también está entre los pucheros», al menos a juzgar por Cuinant (2014), primera película en sentido propio del director barcelonés Marc Fàbregas, quien nos ofrece un interesantísimo análisis de las relaciones de pareja en el filme.
Toda la acción transcurre en una cocina mientras se prepara una cena disponiendo las cámaras en los lugares más inverosímiles, como en un instante erótico que durante un segundo se muestra grabado desde el interior de un horno con su cristal translúcido. Y sobre lo primero que cabe reflexionar, en términos generales, es la grandeza y la penuria del cine actual, cuyos medios técnicos permiten rodar un largometraje de hora y media en un espacio mínimo, que además es una cocina real y no un plató, con tan solo dos actores; pero, por otro lado, tropezamos con la indiferencia de la industria y, por lo tanto, de los espectadores hacia apuestas innovadoras de creación. Nada fuera de lo esperable parece interesar a un público cuyo espíritu crítico se haya en avanzado estado de descomposición, no sabemos muy bien hasta dónde. ¡Ah, qué atinado estuvo Federico García Lorca cuando escribió hacia 1930 una de las piezas más revolucionarias de la Historia Universal del Teatro: El público!
Y ya que acabamos de recurrir a un introito escénico, otra de las vías de aproximación a Cuinant es precisamente su enorme vis teatral, que además sigue fielmente las reglas de la unidad de lugar, tiempo y acción que reclamaba Moratín, pues la obra de Fàbregas se desarrolla en un espacio único y la acción que se exhibe dura exactamente el tiempo interno de la cinta. La obra que estamos analizando es una película y, por si hubiera alguna duda, ahí están las tomas falsas que acompañan a los créditos finales, pero uno tiene la impresión de estar asistiendo a una representación en las tablas.
Otro acierto del filme es la elección de los actores que no son las bellezas convencionales de Adam Driver y Scarlett Johansson en Historia de un matrimonio (2019), de Noah Baumbach, dos personas tan perfectas que están obligadas a reproducirse, como diría Woody Allen, sino que en Cuinant Miguel Sitjar da vida a Àlex y Chus Pereiro a Paula, que transmiten la impresión de ser personas reales, un hombre y una mujer como los miles de hombres y mujeres que uno se encuentra cada día por la calle y eso enfatiza el contexto de realidad que la película quiere transmitir.
Y así, una vez situadas las coordenadas esenciales de este largometraje, cabe ahora referirse a la historia en sí, que tienen lugar en un entorno cotidiano que permite reflexionar sobre el ser humano, en general, y las relaciones de pareja, en particular, basado todo ello en la preparación de una cena para dos invitados que son las respectivas exparejas de Àlex y Paula. Creo sinceramente que esa propuesta de trascendencia a partir de acciones banales, como son preparar un pescado al horno o pelar patatas, es lo más valioso de este filme: una apuesta original y sugestiva. Como muestra, un botón: un huevo inesperadamente roto arruina un inicio erótico.
Desnudos afectivamente ante sí mismos, los personajes no tienen más remedio que dialogar para responder las grandes preguntas: ¿Quiénes son? ¿Dónde están? ¿Cómo han llegado hasta ahí? Y ¿adónde van? Lo que una vez más, y habida cuenta de dónde transcurre la historia, ha de recordarnos las grandes preguntas el código personal de Woody Allen: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Cómo he llegado hasta aquí? Y ¿qué hay de cena, cariño?
Según venimos afirmando, la preparación de una cena permite analizar las relaciones humanas, por lo que cabe preguntarse qué ingredientes utilizamos en nuestra convivencia con otras personas, lo que en el filme de Fàbregas se resuelve en dos grandes opciones: la negociación expresa para no herirse o adaptarse al otro/-a y las mentiras. Y es que, seamos realistas, por muy ente social que definiera Aristóteles a los seres humanos, solos nacemos y solos nos vamos para el otro mundo, de manera que cualquier tipo de relación que nos planteemos (familia, pareja, amigos, trabajo) es antinatural y exige, por tanto, una alta dosis de aceptación de lo que no nos es consustancial. De hecho, y esto es una opinión totalmente personal, tan acertada o tan errónea como todas las opiniones personales, yo no me preguntaría por qué ha fracasado una pareja, porque eso es lo que por naturaleza corresponde: yo analizaría por qué hay parejas que sí funcionan e intentaría a partir de ahí alcanzar conclusiones que pudieran ser válidas para otras parejas. Del mismo modo que los científicos examinan determinadas condiciones fisiológicas que pueden ser útiles para la salud de la comunidad, los psicólogos deben analizar determinados comportamientos que pueden ser positivos para otros seres humanos que pretenden vivir en comunidad.
La película no se ceba en detalles desgarradores. Hay que destacar en este sentido el gran trabajo actoral, pues la trama se presta a la sobreactuación, algo que Chus y Miguel sortean perfectamente. La película se desenvuelve según la realidad de la convivencia, con momentos de tensión, de alivio, de humor, etcétera. Y me van a permitir ustedes que haya dejado para el final el andamiaje ideológico, pues Cuinant, de Marc Fàbregas rinde sin duda tributo al método socrático, más conocido como mayéutica, es decir, el parto de los conceptos, que se articula sobre preguntas, donde unas son gratas, pero otras nos rompen los esquemas, que es de lo que se trata, pues de otro modo, no es posible avanzar. Àlex pregunta constantemente a Paula y esta, que, por cierto, es muy hábil para saltar de un tema a otro, cuestiona constantemente a su pareja, algo tan grato para el filósofo ateniense. Pero el Génesis nos condena a parir con dolor y eso es lo que se muestra en la película: cuanto mejor conocemos a nuestra pareja, mayor sufrimiento sentimos.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
19 de mayo de 2018
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Una voluntad filosófica puede venir de manera explícita en la propia película, según es el caso de Lucky (2017), de John Carroll Lynch, donde ya en el propio cartel se anuncia que trata sobre el existencialismo y nos encontramos luego con afirmaciones tan cristalinas como la de que no existe el alma, que es uno de los preceptos básicos de esa escuela filosófica: no existe la esencia, en el sentido platónico del término, es decir, el alma.
Aludamos someramente a que en su obra Ser y tiempo, Matin Heidegger pretende desbaratar tres, a su juicio, grandes prejuicios que se arrastran desde la filosofía griega: 1.- El “ser” es el concepto más universal; 2.- El concepto de “ser” es indefinible; y 3.- El “ser” es un concepto evidente por sí mismo. Para concluir que la pregunta sobre el sentido del ser debe ser planteada. Por ello, según los estudiosos del tema, por ejemplo Carmen Segura, “lo novedoso en el planteamiento de Heidegger estriba en que para llevar a cabo su propósito consideró necesario realizar una “analítica existencial” de lo que llamó el Dasein (el “ser-ahí”, según la traducción de Gaos). Heidegger quiso llevar hasta sus últimas consecuencias el principio fenomenológico que proclamaba la necesidad de “volver a las cosas mismas”, sin necesidad de construcciones metafísicas”.
Si volvemos a Lucky, para recordarnos que solos venimos a este mundo y solos nos iremos de él, esta cinta coloca la acción en uno de los rincones más desolados del planeta, es decir, el desierto del sur de Estados Unidos, rico en cactus, pero poco más vida hay en él, salvo serpientes, alacranes y cosas así, una ambientación en un lugar extremo que ya vimos en París, Texas (1984), de Win Wenders, siendo así que el actor protagonista en ambas producciones es el mismo, es decir, Harry Dean Stanton, que demuestra en ambas producciones un talento extraordinario.
A partir de ahí, se coloca al personaje principal ante una serie de situaciones que se pueden inscribir en el siguiente eje de coordenadas: vivimos con el ataúd a cuestas, como las tortugas, y mucho mejor afrontarlo con una sonrisa, en lo que difiere notablemente del pensamiento existencial donde impera la pena y la sonrisa no existe ni siquiera para ser rebatida. Recordemos tan sólo la enorme carga de melancolía que impregna la vida y la obra de Kierkegaard, padre del existencialismo, fortalecida sin duda por la muerte de su madre y cinco hermanos cuando el filósofo danés se hallaba todavía en edad temprana.
Sin embargo, dentro de ese eje de coordenadas en que discurre Lucky, la soledad y la finitud vitales discurren sobre momentos meramente clínicos u otros tiernos, sin cebarse en la desesperación (de hecho, no hay tal desesperación) e incorporando destellos cómicos, según son las dos apariciones de un agente de seguros de vida, como no podía ser de otra manera, o la pena de Howard, interpretado por David Lynch, por habérsele escapado su tortuga, con toda la carga simbólica asociada a este animal que hemos sugerido más arriba: una criatura de extraordinaria longevidad, pero condenada a caminar con su ataúd desde el mismísimo nacimiento.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
11 de marzo de 2018
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Pues ése es el tiempo que oficialmente dura The Party (2017), una película de Sally Potter, cuyo título en inglés coincide con el inmortal guateque de Blake Edwards (1968) con un más inmortal aún Peter Sellers. Quizá el filme de Potter debiera haberse denominado The Dinner, puesto que no hay tal fiesta en este largometraje: se trata más bien de una cena entre amigos para celebrar el reciente nombramiento de la anfitriona, Janet, interpretada por Kristin Scott Thomas, al puesto de Ministra de Sanidad inglesa. Claro que, si bien lo pienso, cena, cena, lo que se dice cena tampoco hay en esta cinta: idea de cena, sí, pero luego nadie se sienta a la mesa, incluso las viandas se queman en el horno, por razones que luego veremos.
Pues bien, de sanidad va la película que nos ocupa, según adelanté en el primer párrafo de esta reseña, pero es que Bill, interpretado por Timothy Spall, marido de Janet ha tenido que acudir a la sanidad privada para evitar las listas de espera del NHS, que se respetan rigurosamente, incluso cuando se trata de un caso urgente, como es del Bill. Este personaje, cuya edad debe estar muy próxima a los setenta años, me permite, además, disertar sobre las tres patas que componen el banco de cualquier persona humana: lo físico, lo afectivo y lo intelectual; pues nos hallamos ante alguien con un serio problema de salud (lo físico), profesor universitario de filosofía y sociología (lo intelectual), que está viviendo un apasionado romance con Marianne, una joven doctoranda a quien ha tutorizado para llegar a PhD.
Algo hay de Woody Allen en todo eso, pero quiero resaltar que esa estructura triple en las personas que aparecen en este filme se puede extender, con mayor o menor claridad, a todos los caracteres que aparecen en escena, si bien en el caso de Gottfried, el sanador holístico, interpretado por Bruno Ganz, la parte intelectual es más difícil de apreciar. Así, por ejemplo, Martha, lesbiana, es también profesora de universidad (lo conceptual), compañera de Facultad de Bill, está casada con Jinny, interpretada por Emily Mortimer (lo sentimental) y se inició sexualmente en sus años de estudiante con Bill (lo corporal). Todo eso se cuenta en la película y son pequeños secretos que se van desvelando en las diferentes escenas. Janet es ministra, esposa y amante, etcétera.
Pero es que el gran patriarca de la estructura tripartita de la vida fue Platón. Aristóteles era más bien proclive a las dicotomías (vertebrados e invertebrados, potencia y acto, necesario y contingente, etc.), pero Platón, desde luego, fue el gran filósofo de las divisiones en tres: tres son las maneras de conseguir la inmortalidad (el sexo, la fama y la contemplación de las ideas inmortales); tres son las partes en que debe estructurarse la sociedad (los filósofos, los militares y los artesanos); tres son las almas del hombre (la concupiscible, la irascible y la racional); y tres, en definitiva, son los personajes que intervienen en el mito del auriga: el propio auriga y los dos caballos alados, cuya conducción no es nada sencilla. De manera que no podemos ignorar este vínculo con la filosofía clásica al considerar la película que nos ocupa.
Por otro lado, sobre un fondo musical, que va cambiando según los vinilos (sí, vinilos) que se colocan en el plato, lo cual pudiera recordar los capítulos doce a quince de Rayuela, de Julio Cortázar, en el que alternan el blues con el jazz y lo clásico, el trabajo actoral es inmenso y se articula sobre una sucesión de primerísimos planos que llenan la pantalla. Sería muy difícil destacar a un actor sobre los otros, porque cada uno de su papel con maestría, pero ustedes me van a permitir que declare mi debilidad por Emily Mortimer, protagonista de La librería, de Isabel Coixet, como es de sobra conocido, y que en The Party, de Sally Potter, da vida al personaje con mayor encarnadura humana, con menos afectación y mayores naturalidad y autenticidad. Todo un soplo de aire fresco en un grupo dominado por el narcisismo intelectual.
Algo que me resulta particularmente grato en este filme es que se adapta a ese tipo de obras teatrales en las que unos son los que empiezan, me refiero a los personajes, y otros los que terminan. Es como si al recorrer la trama los diferentes caracteres se mostraran como lo que realmente son y no lo que representan. Por ello, si bien son numerosas las películas de tema culinario con las que podríamos relacionas The Party, me parece más ajustado establecer un paralelismo con Madrugada (1957), de Antonio Román, basada en la pieza teatral de Antonio Buero Vallejo. Difieren sí en que la película de Potter transcurre en tiempo real y son setenta y un minutos en la vida de los personajes a los que efectivamente asistimos. Pero coinciden, según acabo de señalar, en la podredumbre oculta de los caracteres, que se va ofreciendo poco a poco al espectador..
¿Habrá mejor noticia que una mujer vea reconocidos sus méritos con una designación ministerial? Creo que pocas situaciones más halagüeñas en las sociedad actual. Es sólo que esta reunión elitista de personajes no están a la altura del acontecimiento hasta el punto de April, la cínica April, interpretada por Patricia Clarkson, que también tiene un papel importante en La librería, de Coixet, si bien bastante negativo en este caso, le reconozca a Gottfried, su marido, el sanador holístico, de quien ha decidido separarse, que visto lo visto en las demás parejas, no es la suya la relación más absurda del mundo.
De todos modos, el humor, pequeños chispazos de humor también tiene cabida en este casi mediometraje, ocupando un lugar intermedio entre las bobaliconadas de Benny Hill y la irreverencia genial de los Monty Python. No es un humor desternillante en The Party, apenas esporádicos destellos, pero con ello se realza lo grotesco o lo torpe de los personajes en una película que no pretende hacer sangre de nadie, sino mostrarnos al ser humano tal como realmente es en poco más de setenta minutos.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
4 de mayo de 2017
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Una de las mayores atrocidades que pueden suceder a un país es una guerra civil. De hecho, no se me ocurre algo peor.

Imaginemos ahora que tribus milenariamente rivales son encorsetadas en un mismo estado por los colonizadores blancos y que ello se realiza después de haber desarraigado a los pobladores nativos de África de sus tradicionales medios de vida, y además se les regalan gratis total, previo pago de su importe, naturalmente, todo un arsenal de armas que jamás han pertenecido a su cultura. Creo que se dan las condiciones idóneas para que aquello se convierta en una carnicería, como así ha sucedido, como así está sucediendo, pues hoy, sin ir más lejos, hemos leído en la prensa que el ministro más joven del gabinete somalí ha sido muerto por la policía, al parecer a causa de un error. Y puede que lo del error sea cierto, pero estas cosas ocurren en una sociedad dominada por un ambiente bélico.

Pues bien, de todo eso va la película congoleña Maman Colonelle (2016), de Dieudo Hamadi, que hoy se ha proyectado dentro del Festival de Cine Africano de Tarifa, en su extensión a Tánger, que se ofrece como un documental, pero podríamos decir que un falso documental, o documental creativo, como ya comentamos al hablar de L’abre sans fruit, puesto que también el filme de Hamadi que ahora nos ocupa lo que se pretende es convertir al público en un espectador de una realidad que se impone a la ficción y difiere en eso, por lo tanto, de un formato estándar de documental con valoraciones objetivas, cifras, etcétera.

Es el espectador quien tiene que completar la película y participar en ella de una manera activa. Eso es lo que se espera de él: que cumpla un papel de observador de la realidad y que saque sus propias conclusiones sobre los hechos que se despliegan ante sus ojos.

Así, Maman Colonelle narra la inquebrantable lucha de una coronel, la coronel Horancine para mayor exactitud, de la policía congoleña, destinada en la unidad de protección de la infancia y la mujer, por aliviar el sufrimiento que la última guerra civil ha dejado en el país y cuyas secuelas aún duran.

Salvo quizá lo de Eritrea, que en realidad se trató de una escisión, yo no recuerdo una guerra en África de un país contra otro. Bueno, sí, tenemos la cuestión del Sahara Occidental, tan deplorablemente descolonizada por España, que enfrentó a Marruecos por un lado y Argelia y Mauritania, por otro, siendo así que las hostilidades aún permanecen. Pero no hubo la invasión de un país por otro, sino que se trataba, se trata, de los esfuerzos de esas tres naciones por controlar una determinada región, a quien se le ha negado la posibilidad de ser realmente independiente, puesto que el pueblo saharaui ha pasado de una dominación a otra.

Y si los conflictos no han cesado en África, pero se dan dentro de las fronteras de los diferentes países es porque el modo en que el hombre blanco trazó el mapa de ese continente ha sido una de las mayores crueldades de la Historia de la Humanidad.

Por ello, en Maman Colonelle nos hallamos con niños maltratados o víctimas de abusos sexuales, mujeres violadas, maridos muertos, mutilados sin distinción de edad o sexo, etcétera. Todo ello, insisto, como consecuencia de la última guerra en Congo. No hay alegría en los inmensos ojos de esos niños y las mujeres parecen resignadas a su suerte: si no fuera demasiado trágico, podríamos decir que la guerra es lo único verdaderamente democrático en África, pues se extiende a toda la población de una u otra manera.

Por otro lado, Homo lupus homini, puesto que en un momento dado se presenta la posibilidad de acoger a una agrupación de mutilados en el centro donde la coronel aloja a las mujeres víctimas de violaciones y éstas se niegan. De la misma manera que cuando los mutilados se presentan ante la coronel le exponen que lo suyo sí es un verdadero problema, que lo de las mujeres se refiere a una violaciones que ocurrieron hace mucho tiempo, mientras que los miembros amputados no han regresado al cuerpo humano, salvo en la forma de prótesis, de la que no gozan todos.

De ahí que este documental de Hamadi, a pesar de la poca ortodoxia de su formato, no pretende demonizar, sino que abre las puertas del Congo país y del Congo río para que sea el espectador quien opine.

Y bien, ¿qué futuro cabe esperar? Por un lado nos encontramos con una situación de miseria absoluta, tanto en zonas urbanas, como rurales. Por otro, la estructura del estado, en general, y de las infraestructuras, en particular, es paupérrima, hasta el punto de que la policía se ve obligada a pedir donaciones a la población para poder llevar a cabo su labor social: en la película se ve, por ejemplo, que muchas veces ni siquiera funciona el megáfono de la policía. Y por fin, que las tribus rivales van a seguir compartiendo espacio, cada vez con más muertos que echarse unos a las caras de los otros, de lo que no cabe albergar demasiadas esperanzas.

Es muy poco, realmente, lo que la coronel Horancine puede hacer. Apenas administrar una tila cuando el cuerpo padece gangrena. Pero sirva este documental de Dieudo Hamadi para conocer casi de primera mano la realidad cotidiana de un continente que se desangra y valga también como homenaje a la tenacidad de esa mujer.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
30 de abril de 2016
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Uno se crió pensando que lo de Platón y la caverna era un mito, pero los helenistas prefieren hablar de alegoría, que probablemente es el nombre correcto. Pues bien, situada la cuestión en sus justos términos La alegoría de la caverna de Platón se plantea y analiza en el Libro Séptimo de La República, o el Estado. Muy sucintamente, consiste en unos seres humanos que viven en una caverna subterránea que tiene una abertura por la que penetra luz. En esta caverna viven unos seres humanos, con las piernas y los cuellos sujetos por cadenas desde la infancia, de manera que ven el muro del fondo de la gruta y nunca han visto la luz del sol. Por encima de ellos y a sus espaldas, o sea, entre los prisioneros y la boca de la caverna, hay una hoguera, y entre los cautivos y el fuego cruza un camino algo elevado y hay un muro bajo, que hace de pantalla. Por el camino elevado pasan hombres llevando estatuas, representaciones de animales y otros objetos, de tal forma que estas cosas que llevan aparecen por encima del borde de la pared o pantalla. Los prisioneros, de cara al fondo de la cueva, no pueden verse ellos entre sí ni tampoco pueden ver los objetos que a sus espaldas son transportados: sólo ven las sombras de ellos mismos y las de esos objetos, sombras que aparecen reflejadas en la pared a la que miran.

Únicamente ven sombras y lo que Platón, por boca de Sócrates, se pregunta es qué sucedería a uno de estos hombres si lograra soltarse de sus cadenas y acceder directamente a la luz del sol.

Ese hombre, finalmente, alcanzaría la grandeza y la verdad del sol: "Necesitaría indudablemente algún tiempo para acostumbrarse a ello. Lo que distinguiría más fácilmente sería, primero las sombras; después, las imágenes de los hombres y demás objetos pintados sobre la superficie de las aguas; y, por último, los objetos mismos. Luego dirigiría sus miradas al cielo, al cual podría mirar más fácilmente durante la noche a la luz de la luna y de las estrellas que en pleno día a la luz del sol".

Nos hallamos, por lo tanto, ante una alegoría de la ascensión epistemológica platónica, que progresa de los lugares comunes en que se desenvuelve una humanidad, habitante de un mundo de sombras, hasta la contemplación directa del sol, como símbolo de la verdad y, por ello mismo, del puro bien.

De lo que existe una magnífica metáfora cinematográfica en Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), de Milos Forman, basada en la novela homónima de Ken Kesey, y ahora nos llega El origen del cielo (2015), ópera prima del director chileno David Belmar y que ha sido el filme que ha cerrado la Sección Territorio Latinoamericano en la 19ª edición del Festival de cine de Málaga, donde se plasma la vida en un aserradero de la Araucaria, donde las personas arrastran los pies sin ilusiones un día detrás de otro.

Imperan las imágenes sin palabras e incluso podríamos hablar de una sinfonía de silencios. De hecho, ésta es la primera frase que se escucha en el filme sobre un fondo de cucharas sobre platos de cerámica, cito de memoria:

—Quiero irme de aquí.

Se trata de Miguel Sandoval, protagonista del largometraje, que escandaliza a sus progenitores con una idea revolucionaria. Otras frases en determinados momentos de la película son igualmente útiles para los fines que persigo en esta crónica:

—Cuando te conocí, no eras más que pura sombra —dice la madre de Miguel a Luis, el padre.

—Si te vas, no vuelvas —dice Luis a Miguel.

—No sé cuál mi lugar en la Tierra —lamenta una prostituta que comparte cama con Miguel.

—Yo no quería que se fuera —confiesa Luis a Rodríguez, un compañero de aserradero, referido a Miguel.

De manera que, Miguel es el preso que abandona la caverna de una existencia sin horizontes para buscar fortuna en Santiago de Chile haciendo un curso de agente privado de seguridad: ése es el sol al que aspira. Ahora bien, ¿qué es lo que halla una vez liberado de sus cadenas vitales? Pues, en muy pocas palabras, una sociedad de la que se siente excluido por cuestiones sociales: su mundo en la sierra es otro; pero sobre todo personales: sus patológicos problemas de comunicación.

Y ésa es la revisión subversiva que Bernal realiza de la alegoría de Platón en El origen del cielo, pues si el ateniense redactó todo un corpus filosófico como una vindicación de Sócrates —no es necesario insistir en que el hombre que escapa de las sombras de la ignorancia es quien fue obligado a tomar la cicuta—, lo que el director chileno nos muestra es una cueva sin salidas: presidido por un determinismo sin fisuras, su mensaje es mucho más pesimista, en absoluto utópico. Para el autor de la República, más allá de la oscuridad está la luz de la sabiduría, que además nos hace eternos en la contemplación del sumo bien. Para Bernal, lo negro se mantiene igual de negro, porque puede cambiar el lugar, pero sigue siendo igual de negro, si no más. Al fin y al cabo, ya lo decía Aristóteles: lo de Platón no son nada más que invenciones que no demuestran nada.

Para ello, se vale Bernal de un lenguaje fílmico soportado por la elocuencia de las imágenes: ya hemos mencionado lo escaso de los diálogos en el filme. Lo más fluido que se escucha es una disertación surrealista de la hermana de Miguel sobre la translocación. Pero el poder de la escena alcanza el clímax cuando lo único que se ve en la pantalla es el círculo negro de una linterna, cuyo movimiento sugiere el caminar del personaje. A veces, incluso desaparece ese mínimo punto ambulante.

Caverna, pues, sin sombras la que nos ofrece David Belmar, porque para que éstas se den hace falta que haya luz en algún lugar, siendo así que en El origen del cielo las oscuridades se superponen como tejidos viscosos.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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