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España España · Madrid
Críticas de Charles
Críticas 1,065
Críticas ordenadas por utilidad
6
17 de diciembre de 2018
3 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
“La salvación de Transformers”, la han llamado.
Y bueno, salvación sería si hubiera llegado hace dos películas como prueba de que hay otros caminos expresivos para la saga, más próximos a la esencia ochentera de la serie televisiva (diseños incluidos) que al entretenimiento descerebrado asociado a la franquicia actual.
Ahora, más bien queda como simpático recordatorio de que alguna vez lo pasamos bien entre robots transformables, pero toca que el último apague la luz.

‘Bumblebee’, creo, tiene un concepto erróneo de si misma, porque bucea demasiado tiempo en tópicos como para que su relación chica-robot pase de lo superficial.
Aunque sí, es maravilloso preocuparse, por primera vez, de que haya un genuino centro emocional en el argumento, y en cierta medida todo pase por en medio de dos seres que, cada uno a su modo, han perdido una guía vital, sintiéndose desplazados en un planeta que no les comprende.
También, es fantástico que Charlie sea la primera protagonista tridimensional en una tradición de hombres muy machotes salvando a damiselas hipersexualizadas, a la cual una foto de padre e hija pesa como una losa de tiempos más felices que parece no volverán.
Y sienta muy, muy bien alejarse de la destrucción en grandes ciudades, y enfocarse en una población rural de esas donde el tiempo y la adolescencia se han detenido.

Bumblebee llega allá huyendo de la guerra civil en Cybertron, y lo primero que recibe son disparos muy parecidos a los que le dedicaban los Decepticon, trazando un punzante paralelismo en que no importa tanto la especie, porque en todas partes de la galaxia hay una batalla en curso (si bien los humanos somos los que la practicamos por diversión).
Por una serie de avatares, acabará siendo el amarillo Escarabajo de Charlie en su cumpleaños, y ambos dos encontrarán consuelo de su soledad mientras el cerco sobre el Transformer se estrecha, y otros tantos robots malos vienen dispuestos a jorobarle el refugio. La nota realmente curiosa la tendrá que poner un ejército norteamericano presto a colaborar con los Decepticon, porque no vaya a ser que se pasen al bando ruso.
Justo ahí empiezan los problemas para la cinta, preocupada por ripear el sabor de los 80 en infinitas canciones y constantes referencias, repitiendo clásicas situaciones de extraterrestre marginado, y pasándose por la bujía cualquier coherencia interna con tal de resultar majeta: ¿a cuento de qué Bumblebee a veces se comporta como niño asustado y otras como guerrero vengador, según convenga animar risas o excitar adrenalina, con escenas enteramente dedicadas a su supuestamente entrañable torpeza?

Pues fácil, porque mola saquear un subgénero y estamparle una marca reconocida, a ver si suena la flauta de la taquilla.
No es que se cargue nada, pero a veces molesta invocar una ternura que simplemente no está ahí, y es más construcción artificial que verdadero elemento de guión: los personajes y su entorno son tópicos de tópicos de tópicos, rara vez yendo un poco más allá de lo que todos estamos esperando que hagan.
Con todo, con sus aciertos tontainas y sus floridos errores, este desvío de la épica principal entre buenos y malos metálicos comprueba de nuevo el archiconocido menos es más, y deja abierta la pregunta de si no merecía la pena centrarse en un corazón de hojalata desde el principio, para que la acción espectacular fuera bien acompañada.

Llegando tarde a su propia fiesta, esta recuperación se siente maniobra de marketing, y mucho menos la fresca historia juvenil de atardeceres aventureros y ojitos azules que quiere ser.
Bee, huye de vuelta a Cybertron, que los humanos después de la primera caricia van a querer ordeñarte a ti y a todos tus compañeros.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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9
23 de febrero de 2015
3 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nunca pensé que el hombre de las mallas pudiera volar.
Los otros niños sí, y el público, y el mundo entero también. Eran otros tiempos, cuándo la gente en mallas andaba por la Tierra (¡por la realidad!) y nos sentíamos bendecidos porque ellos estaban allí para salvar el mundo, las veces que fuera necesario. Ahora es diferente, ahora tenemos estos universos, estos grupos de gente extraordinaria, y la era dorada está olvidada. Así como los hombres detrás de aquellas máscaras.
Nunca pensé que el hombre de las mallas pudiera volar, pero... ¿pensaba él lo mismo?

'Birdman' cuenta la historia de un hombre con problemas para comprender que la mejor parte de su vida ha terminado y nunca volverá, pero también tiene algo de opinión sobre este mundo donde esperamos a superhéroes que nos salven, tanto de demonios externos como de los internos (los más aterradores...).
Creamos estos increíbles relatos de gente con poderes que lucha por salvarnos, pero nunca les dejamos donde pertenecen, en las páginas de un cómic donde podemos ver que no son reales, no. Les dejamos entrar en nuestra realidad, porque nadie necesita más charla depresiva sobre simples humanos. Queremos ser mejores, más grandes, más trascendentes.
Luchamos por trascender.

La mayoría de nosotros sabía que es una fantasía, que cuando las luces se enciendan debemos salir a nuestras mundanas vidas. El hombre en mallas, sin embargo, se pasa el día en un uniforme colorido, haciendo casi exactamente las mismas cosas que parece que está haciendo (ah, los efectos especiales), sintiendo la admiración del público, y teniendo el mundo a sus pies.
Ha escapado de la banalidad, y se siente un dios. Lidia con eso sin sentirte algo chiflado.
Y luego, lidia con tu "integridad artística", que quiere hacer algo "memorable" en la "historia del cine". Lidia con no volver a ser ese dios, porque el cuerpo no perdona y los abdominales dionisíacos flaquean con el paso de los años.
Michael Keaton, el caballero oscuro de otro tiempo, ha vivido todo eso, y por eso esta historia es su biografía en carne viva. Sin sentimientos reprimidos, sin ataduras, sentimos su desesperación porque él la sintió en su día, en no ser más el hombre del momento, porque pasó a ser George Clooney (y más tarde Christian Bale).

"No... no existo... ¡no importo nunca más!" dice en boca de otro personaje. Y la ironía es que eres un hombre de nuevo, Michael Keaton, o Riggan Thompson (tanto monta...).
Tratando de actuar como si hicieras algo importante, recogiendo los pedazos que se caen y rompen, luchando cada día por eso llamado sueños. Luchando por importar, como todo el mundo.
El verdadero triunfo sería darse cuenta de que, una vez amado, una vez experimentado lo mejor que la vida puede ofrecerte, esa vida nunca será la misma. El resto es solo caos y fama, la prima bastarda del prestigio.
La Inesperada Virtud de la Ignorancia es pretender no saber eso, siempre tratar de ser amado de nuevo. O fingir que eres todavía ese dios que fue amado.

Nunca pensé que el hombre de las mallas pudiera volar.
Pero él sí lo creía. Y todavía lo cree, no importa si es pornografía cultural, aunque ahora esté recitando las inmortales (aburridas) palabras de Raymond Carver.
Él era amado. Más de lo que jamás lo volverá a ser.
Charles
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8
23 de marzo de 2018
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nunca existirá mayor amor que el que uno mismo se pueda dar.
La rutina de Reynolds Woodcock así lo confirma: doble peine cuidando sus plateados cabellos, manos precisas abotonando su atuendo, milimétrico mimo sobre el tejido.
Los animales más temidos, de hecho, no lo son por caóticos y desordenados, pues en ellos existe un propósito, un método, ante el que todos los demás se someten, asustados.

‘El Hilo Invisible’ transcurre tras una bomba que ya ha caído.
Una bomba llamada Reynolds Woodcock, que ha reconstruido la particular casa de muñecas a su imagen y semejanza, encontrando nula resistencia y reclamando un trono que exige ser gobernado.
La moda es su territorio, y sus clientes los invitados: adinerados con nombre que gozan de las maravillas de su reino, disfrutando de la tonta perspectiva de que, por una vez, alguien manda más que ellos.
Nada cambia en este entorno, porque el dios de la aguja y el hilo no quiere que así sea.
(Y si así lo quiere, más vale que la última ilusa se vaya, y rapidito)

Nosotros no somos conscientes de esta realidad: Woodcock es un profesional, puede y debe permitirse su voluntad.
Por eso su nuevo cortejo entra ante nuestros ojos con facilidad, con una música que Johnny Greenwood siempre disfraza de arrebatadora balada romántica.
Alma llega con su aire inocente para transformar a la bestia en un hombre de verdad… y el primer cuchillazo es autoritario, letal: “tendrás tetas si yo quiero, tú no serás mujer de verdad”.

¿Es el amor un juego de perder, de perdonar?
La pregunta ahí queda, y nada de lo que hagan Alma o Reynolds lo va a cambiar.
Él sólo estará accesible en sus delirios, en sus fallos, en sus bajezas, cuando en su reino la corte no le espere. Todo lo demás, las miradas de Alma, los intentos de seducción, las travesuras ocultas a plena vista… son tonterías de niña pequeña, ilusiones de un amor que se considera malgastado fuera de los tejidos.
Dios sólo permitirá que se le cuide cuando no le importe ser adorado.

Claro que todo dios tuvo que aprender a ser hombre, y así lo señalan esos detalles entretejidos en las telas, pequeñas palabras que un día estuvieron llenas del cariño que les correspondía.
Fantasmas pueblan la casa de Woodcock, almas en pena pertenecientes a un momento en el que disfrutaba de ser sencillo, y no tener que forjar/tejer la armadura de ser poderoso.
Momentos que, pese a que le cueste aceptarlo, viven en las cariñosas atenciones de una Alma que va afilando las garras que le llevarán a su corazón.

“Estar enamorada de él hace que la vida no tenga misterio”.
Quizá sea eso.
Rendirse a la certidumbre, amansarse y renunciar a los arrebatos de carácter que todos ya nos conocían.
Morir un poquito en pareja, porque ese alguien ya nos amenaza como mejor nos gusta, y no nos hace falta buscarlo en otro lado.

(Entonces, me di cuenta de que la melodía de Johnny Greenwood no era una balada: era un esplendoroso réquiem)
Charles
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7
10 de mayo de 2017
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
He aquí una historia que, por fuerza, tiene que ser insatisfactoria.
Percy Fawcett nunca alcanzó la mítica ciudad de oro, y en su lugar desapareció para siempre en las profundidades de la selva, dejando un misterio tan insondable como fascinante.
No vamos a encontrar El Dorado, como él. Pero si podemos perdernos en el enigma que era poder encontrarlo, siguiendo los pasos del Coronel, en una crónica tan detallista como sesgada.

'La Ciudad Perdida de Z' renuncia a todo el trasfondo de leyendas y anécdotas que aportaba su novela original (recomendadísima lectura), y en su lugar apuesta por la única vía en la que cree poder ganar: una sobria biografía de Percy Fawcett, con la intención de que sus vivencias logren inspirar lo que no se puede expresar con palabras.
Quizá no era la manera más acertada de contar la historia, pero en el fondo no importa tanto, porque James Gray se las apaña para construir una apañada aventura, nada grandilocuente, y más efectiva cuanto más contenida: se nota la incomodidad callada de Fawcett, atrapado en un esmoquin con el que debe encajar en la ciega sociedad británica de los años 20, y en comparación saben a gloria esos momentos en los que atisbamos... algo, escondido en la jungla.
La gran aventura solo lo es en retrospectiva: las incursiones en la selva tienen un tono progresivamente más alucinatorio, como espejismos de un lugar donde todo es posible, y cada pequeño descubrimiento parece el prólogo a algo más grande.

Hay belleza en esta aventura, pero una muy especial, quizá demasiado sensible como para valorarla, la clase de belleza que acompaña misterios sin fin y certezas a medias.
Nunca somos capaces de meternos en la mente de Fawcett, todos sus pensamientos nos están vedados, apenas se comprende su fascinación por la ciudad de oro, pero si se puede adivinar en sus violentos parlamentos defendiendo su existencia: esa mítica ciudad es el más allá de su particular obsesión, el eslabón perdido entre el desierto verde que tanto le fascina y la civilización que tanto le incomoda. Un edén entre dos mundos, que justifica su búsqueda a cualquier precio.
La pregunta del patio de butacas podría ser cuándo narices va a encontrar la dichosa ciudad, y nos estaríamos perdiendo lo mejor de la película: la delicada poesía que supone no encontrarla, sino soñarla, imaginarla, llenarla de toda esperanza y abandonar la posibilidad de que exista, solamente para evitar nuestra decepción.

Decía David Grann en su libro que quizás Z nunca existió, que quizá solo fue la suma de leyendas, obsesiones y sueños de millones lo que construyó una ciudad en la selva, y de nuevo es una pena que esa lectura se pierda en su versión filmada, pero a cambio se vive la búsqueda de su mayor creyente, que se convirtió en parte de la leyenda misma.
Un trozo de vasija en la selva, una ancestral escultura entre el macizo de rocas... son fragmentos de un misterio que nunca desvelaremos, y probablemente el espectador buscando su particular El Dorado tendrá que lidiar con la decepción a su manera, por mucho que hubiera deseado ver la ciudad perdida.

Por lo demás, quedan esos bellos momentos en los que conocemos a un hombre extraordinario (al que Charlie Hunnam interpreta con una notable distancia emocional), al que le costaba expresar cariño a los suyos, que intentó toda su vida regresar de la Amazonia, pero que nunca pudo sacarla de su corazón.
Su último viaje es idealización pura y dura: aclamado por las masas, acompañado por el hijo que le despreció, alzado a hombros por los salvajes que siempre defendió... las doradas columnas de fuego que brillan en el río no son El Dorado (¿o sí?), pero tras años de búsqueda (que hemos vivido con él) parecen el destino final más bonito que cualquier soñador podría desear.

Existen junglas fuera de la naturaleza.
Formadas, no por verde y madera, sino por personas, historias, leyendas, misterios... e imposibles.
Perderse en ellas no implica conocimiento asegurado, de la misma manera que encontrar una vasija no implica encontrar El Dorado.
Pero a veces, si estamos atentos a las señales, si nos atrevemos a perdernos, si somos capaces de imaginarlos... somos capaces de ver los rastros de alguna verdad, y también la belleza de que siga estando oculta.
El Dorado, y Percy Fawcett, seguirán existiendo, inmutables e inmortales, en la selva de los que se atrevan a buscarlo.
Charles
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6
15 de octubre de 2016
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay un sentimiento que recorre toda la narración de este falso documental: la tristeza.
Pero que nadie se preocupe, no es tristeza de bajona absoluta, sino tristeza que se acerca más a un patetismo casi cariñoso.
Estos tipos son mascotas de equipos de fútbol, vaya cosa: cuando vas a ver un partido ni siquiera hubieras pensado que debajo de esos aparatosos disfraces hubiera una persona con problemas para llegar a fin de mes.

Pero 'Mascots' tiene muy claro que el mejor humor viene de jugar esa baza patética, porque solo así miraríamos por encima del hombro a toda la variedad de frikis que presenta para después, pasados los minutos, empezar a interesarnos por sus dramas personales.
Un puño alcohólico que fue expulsado de todos los equipos en los que participó. Un fontanero cuya rutina es ser ignorado por el equipo que anima. Una armadillo gimnástica que piensa que su rutina de baile tiene algún sentido profundo. Un pulpo que vive atado en una mezcla de matrimonio y trabajo.
Todos ellos empiezan siendo objeto de burlas (de las de los aficionados y de las tuyas) y acaban siendo merecedores de, al menos, una sonrisa de aprobación. Porque son invisibles, son secundarios y hasta son innecesarios. Pero no por ello dejan de hacer lo que hacen.

Tienen la oportunidad de su vida de destacar, en una competición anual que les junta para ver quién hace la mejor y más espectacular rutina. Y la hacen, y ni siquiera importa quién gana, porque por un momento parece que han ganado todos: ya solo por estar ahí tienen la fama que nunca van a tener.
Y una rutina de baile, un gracioso pero intrascendente número hecho solo para animar, se convierte en auto-superación y, por qué no, hasta en orgullo propio.

Quizá la próxima vez que vayas a un partido pienses en las mascotas de otro modo. Quizá no.
Pero ellos han tenido su oportunidad de brillar. Por mucho que nos estemos riendo (algo que pasa, y mucho, a lo largo de todo el documental).
Solo eso es digno de admirar, aunque sea un poco.
Charles
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