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Críticas de Sergio Berbel
Críticas 839
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
18 de diciembre de 2023
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No existe nada más complejo en el cine que encontrar el punto justo en una tragicomedia, ser capaz de extraer del público la misma dosis de sonrisas que de lágrimas, demostrar que justo así es la vida y conmover al espectador acompañando el viaje catártico de su protagonista. El gran maestro contemporáneo de ello es Alexander Payne. Sin la menor duda, Pedro Collantes se demuestra un discípulo aventajado del cineasta norteamericano con su ópera prima “El arte de volver”.

Sostenida de principio a fin en todas sus escenas por la mejor interpretación en la interesante trayectoria de Macarena García, la extraordinaria actriz interpreta a Noemí, una chica aspirante a actriz que vuelve a Madrid procedente de los USA para hacer un casting para una serie que podría cambiar para siempre su errática e incierta carrera. Pero retornar a la ciudad que dejó seis años atrás es un ejercicio funambulista de alto riesgo porque sus padres ya no son los mismos (maravillosa elipsis que hace que jamás aparezcan en pantalla), su hermana menor ha atesorado demasiadas quejas por su ausencia física y mental, su abuelo está viviendo sus últimos días en la residencia, su ex novio cuya ruptura nunca superó es una presencia fantasmal, su amiga ya no tiene la conexión de entonces y un chico que perpetuamente estaba enamorado de ella se ha rebelado. Hasta el conductor de un taxi es capaz de sorprenderla y sorprendernos a todos en una escena inolvidable.

Nada es como era, todo se desmorona a su alrededor. La vida misma contada mirando a cámara de una manera magistral por Macarena García que está perfectamente arropada por un elenco actoral en estado de gracia: desde el abuelo interpretado por el imprescindible Celso Bugallo hasta su amiga (antes) del alma encarnada por la diosa andaluza Ingrid García-Jonsson, pasando por un siempre inquietante Nacho Sánchez y una sutil y delicada Mireia Oriol.

Todos se entregan en hacer creíbles los constantes vaivenes del drama a la comedia que jamás chirrían y que son precisos y certeros gracias a un extraordinario guión del propio cineasta coescrito junto con Daniel Remón, apoyado en una dirección de fotografía preciosa de Diego Cabezas y una buena partitura musical de Yuri Méndez que siempre sabe acompañar los diferentes tonos del film.

Porque la vida es eso, una inesperada mezcla de drama y comedia, y Pedro Collantes ha sabido plasmarla magistralmente a la primera. Tenemos cineasta para rato.
Sergio Berbel
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10
17 de diciembre de 2023
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Siguiendo la tesis del menos es más, nada capta más mi atención que una historia de verano iniciático de una adolescente y “Ojos negros” es un virtuoso paradigma de ello, siguiendo esa impecable senda que ha escogido el cine catalán para ello. Tan sólo contemplando el plano fijo con el que principia el film, ya entendemos la magnitud de la apuesta de Marta Lallana e Ivet Castelo, guionistas y directores de esta pequeña gran joya del cine iniciático siguiendo la estela de Carlos Saura o Víctor Erice (con el que encuentro bastantes puntos de conexión formal en las escenas interiores del film).

Me atrapa desde su primer segundo, desde ese plano primigenio en el que una espléndida jovencísima actriz llamada Julia Lallana (hermana menor de la directora) mira fijamente a cámara mientras que las primeras lágrimas conquistan su rostro paulatina e inexorablemente sin que nadie pueda evitarlo. Fuera de plano, sus padres discuten porque ella se va a ir a pasar el verano a casa de su abuela materna en un remoto pueblo aragonés llamado Ojos Negros.

Cuando Paula llega a esa vieja y desvencijada casa en una ínfima localidad igualmente anclada en otras formas y otros tiempos tan diferentes a los de la capital, una adolescente de 14 años tendrá que reinventarse para sobrevivir entre una abuela decrépita y su silente tía, amargada por estar encadenada a la pata de la cama de la anciana. Pero el azar juega a su favor y entonces conoce a Alicia y surgirá una amistad sin límites entre ambas, con la intensidad que sólo se puede derrochar a esa edad.

El guión, un portento de sutileza, se ve perfectamente acompasado por una dirección atenta a los detalles, mostrando en planos fijos los elementos rurales y vetustos de una casa que pertenece a otros tiempos, con una iluminación tenebrista y precisa que engarza con el mejor Víctor Erice. En cambio, los exteriores son luminosos, propios del despiadado sol del verano. En ambas facetas, la dirección de fotografía de Jorge Basterretxea es sublime. Especial atención también a la música de Raül Refree, minimalistamente evocadora.

Pero lo que realmente convierte en única la experiencia es la interpretación de las dos adolescentes protagonistas: tanto Julia Lallana (ella, como Paula, es la reina y señora de una función en la que aparece en todas sus escenas) como Alba Alcaine interpretando a su íntima amiga Alicia hacen levitar la cámara, la pantalla y al espectador a través de un sutil juego de espejos entre ambas que va fraguando una relación muy especial y única a lo largo de sus escasísimos 65 minutos que saben a poco.
Sergio Berbel
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10
17 de diciembre de 2023
4 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine más pequeño es el más grande. Las apuestas minimalistas a veces resultan inmensas. La sensibilidad exquisita lo puede todo aun no contando con nada. “Las chicas están bien” es una cinta tan pequeña que resulta imposible no enamorarse de ella. Es un diminuto dulcecito que se te pega de manera incansable al alma hasta que te embelesa. La ópera prima de Itsaso Arana tiene magia, la rezuma por cada poro de cada plano del film. Ha sabido coger lo mejor de Éric Rohmer, tal cual suele tener por costumbre Jonás Trueba, para, sin abandonar ese mismo estilo e idénticas intenciones, llegar mucho más allá gracias a su pátina femenina y tamizar de inteligencia sensible una película tan pequeña como épica, tan adorable como maravillosa.

Pero, bien pensado, ¿acaso podría haber sido de otra forma? Si tenemos a Itsaso Arana a la dirección y guión para conformar una pequeña anécdota minimalista metacinematográfica y metateatral exquisita, nos vamos al campo a rodarla con escasos medios pero infinita inteligencia y nos rodeamos para ello de (ni más ni menos que) Bárbara Lennie, Irene Escolar, Helena Ezquerro y, sobre todo, Itziar Manero (mi favorita, una joven actriz que borda su papel hasta los límites de lo imaginable de la forma más directa y sencilla, haciéndome levitar en una escena en concreto del film), resulta bastante evidente que el resultado tenía que ser magistral. Y doy fe de que lo es.

Tanto la propuesta formal como la argumental son minimalistas. Ni falta que hace más. Basta y sobra con escuchar los diálogos entre estas cuatro actrices en estado de gracia. Tanto los que pronuncian interpretando la obra de teatro que están montando y para la que han ido a refugiarse a un remoto pueblo, textos literarios de un nivel sobresaliente, como los diálogos que nos van regalando entre las conversaciones que tienen entre ellas de manera totalmente orgánica y natural tras los ensayos. Intuyo que muchas improvisadas por estas maravillosas actrices, pero todas cargadas de lirismo, sabiduría, madurez, sentido común y belleza inusitada. Tratan del amor, la muerte, el sentido de la vida, la familia, la orfandad, las desilusiones… Un tratado filosófico completo y magistral contado con palabras muy sencillas.

Pero en el colmo de la libertad creativa, la película se llega a permitir incluso romper la cuarta pared y dialogar con la cámara a través de una escena interpretada por Bárbara Lennie que resulta antológica. Tan sutil como todo lo que derrocha esta película, con una ruralmente preciosa dirección de fotografía de Sara Gallego y con la música clásica que va acompasando las distintas escenas del film.

Su único defecto es su metraje de 85 minutos, que pasa como un suspiro y que deja ganas de muchísimo más. Ojalá durase el doble. O el triple. O el cuádruple. Porque me quedo ansioso por saber más y más sobre sus cuatro mujeres protagonistas, lo que sienten, padecen y viven.
Sergio Berbel
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10
15 de diciembre de 2023
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Existen dos mediometrajes que, más allá de marcar la historia del nuestro cine, calaron hondo en la cinefilia europea e incluso al otro lado del Atlántico. Desde un terrorífico hiper realismo lo consiguió “La cabina” de Antonio Mercero. Desde un aterrador surrealismo nacido de la irrealidad más absoluta no está a menor altura “El asfalto” de Narciso Ibáñez Serrador. Los dos, además, son tremendamente valientes, adelantados a su tiempo en su concepción y estudiadísimas metáforas misántropas sobre el individualismo, la falta de empatía y solidaridad de la sociedad para con sus semejantes y la soledad absoluta en la que vivimos.

Es obvio que lo más llamativo del film, a primera vista, es su aspecto estético. Apartado de cualquier forma de realismo, todo se desarrolla en unos decorados dibujados por Antonio Mingote de la manera más alejada posible a cualquier atisbo de verosimilitud. Como ocurre con los vehículos igualmente dibujados que aparecen o incluso la vestimenta de sus personajes, que apuesta por la irrealidad y por la atemporalidad, ya que resulta imposible fechar la obra por la presencia de sus protagonistas.

Lo siguiente que capta la atención del cinéfilo es la interpretación de Narciso Ibáñez Menta, impresionante actor, padre de Chicho y que no nos ofrece un derroche menor que el propuesto por José Luis López Vázquez en ya citada “La cabina”.

La historia que se nos cuenta, aterradora tanto cuando discurre por caminos cómicos durante su primera mitad como cuando transita hacia la tragedia en su tramo final, es sencilla: un hombre, paseando por la calle en mitad de un sofocante mediodía de verano, se queda pegado al asfalto y, poco a poco, se va hundiendo ante la incomprensión general, la apatía de quienes pasan por allí, el clasismo social irrespirable, las crueles burlas infantiles y… la burocracia, la lentitud artificial y exasperante de la burocracia, contra la que carga el film, con guión del propio Ibáñez Serrador (bajo el pseudónimo habitual de Luis Peñafiel) adaptando un cuento de Caros Buiza.

Todo ello acompasado por la música de Waldo de los Ríos, quien se encargaba de este aspecto en casi todos los episodios de “Historias para no dormir”.
Sergio Berbel
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10
14 de diciembre de 2023
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Era imposible que el experimento saliera mal, pero superó todas las expectativas. Una de las grandes novelas de todos los tiempos, “Al Este del Edén” de John Steinbeck, fue encomendada al genial Elia Kazan para su traslación al cine. Para encarnar a su protagonista, se eligió a James Dean, que también dejó al mundo boquiabierto en “Rebelde sin causa” de Nicholas Ray y que a las órdenes de Elia Kazan nos ofreció la mejor interpretación de su corta trayectoria interpretativa. Lo demás, es pura historia del cine.

Hay dos elementos que resultan especialmente llamativos: por un lado, la impresionante modernidad en la caligrafía visual de Kazan, incluso basando parte de sus escenas en interiores en un arriesgado y portentoso ejercicio desprejuiciado de plano holandés, forzando el ángulo de visión del espectador para incomodarlo y generarle aún más tensión (la escena del columpio es mucho más que brillante, es histórica). Por otro lado, y desde un aspecto menos positivo, la adaptación de la obra maestra de John Steinbeck por parte del guionista Paul Osborn fue demasiado osada, utilizando tan sólo las últimas 200 páginas de un texto literario de más de 800 y prescindiendo de algunos de los personajes más fundamentales de la novela. A pesar de ello, el guión de esta obra maestra resulta colosal considerado en sí mismo desvinculado de la novela.

De la obra literaria original, guarda la concepción de metáfora bíblica, de la lucha del bien contra el mal a través de la confrontación de dos hermanos, de unos modernos Caín y Abel, que en la California de 1917 se llaman Carl y Aron. Pero quizás el malo sea el bueno y viceversa, quizás la historia nos la hayan contado al revés, quizás el padre terrateniente protagonista haya sido injusto con el hijo díscolo y quizás éste necesite más cariño que el vástago ejemplar. Y lo que ambos hermanos no merecen y se convertirá en germen de la tragedia que presidirá el film es descubrir que su madre no está muerta, sino que huyó y regenta un prostíbulo en una ciudad cercana a Salinas, donde habitan los protagonistas.

A pesar de la deslumbrantemente saturada y maravillosamente colorista la dirección de fotografía de Ted D. McCord e inolvidable la partitura musical de Leonard Rosenman, todo palidece ante la interpretación de James Dean, la mejor del actor más mítico de la historia del cine, un derroche de expresividad, gestualidad, dicción y sentimiento como se han visto muy pocos delante de una pantalla. Sencillamente un dios hecho actor.

Intentan estar a su altura sin conseguirlo (ello resulta imposible) una angelical Julie Harris (Abra, la novia de Aron) , un sólido Raymond Massey como el implacable padre, una espléndida Jo Van Fleet como la madre, por la que ganó el Oscar a la Mejor Actriz Secundaria) y un siempre interesante Richard Davalos (Aron, el hermano “bueno”). Pero nada ni nadie está a la altura de James Dean, dueño y señor de una de las mejores interpretaciones jamás vistas en una pantalla de cine. La escena del cumpleaños del padre, sobre la que la leyenda cuenta que hubo muchísima improvisación no presente en el guión por parte de James Dean, rodada en plano holandés por Elia Kazan, es sin duda una de los mejores momentos de la historia del cine.
Sergio Berbel
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