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España España · malaga
Críticas de alvaro
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Críticas 82
Críticas ordenadas por utilidad
6
15 de junio de 2023
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James Whale, cuyo retrato se esboza en la excelente “Demonios y monstruos” (1998), oscila entre la consideración de autor de culto, sobre todo por sus adaptaciones de Frankestein, y también la de mero operario al servicio de la Universal. Ni tanto ni tampoco pero, en cualquier caso, contaba con buen oficio como se aprecia en este drama.

Constreñida por un escenario que evoca su claro origen teatral, “Un beso ante el espejo” narra la eterna e irresuelta fatalidad del duplo infidelidad-celos desde una perspectiva que hoy puede resultar añeja, pero que sin embargo entraña los resortes psicológicos que operan en la ceguera pasional que nos conducen al delirio y a la obcecación. Otra cosa es cómo se resuelvan esos demonios.

El entramado de la historia es atractivo, apostando fuerte por un lance ingenioso en el que un abogado, el protagonista, convierte la defensa de su amigo íntimo en un psicodrama con el que él indaga en sus propias inseguridades descubriendo así sus represiones y sus instintos.

El planteamiento puede chocar por trasnochado pero estamos apenas en un tiempo -1933- en el que un hombre era capaz de morir por su patria pero también de matar por su honor, y ambos eran igualmente bien vistos por hombres y mujeres. Menos convincente resulta la estrategia urdida para alcanzar los fines cuyo ardid jurídico argumental resulta tan cándido que se presta más bien a los recursos de la fábula que a la de la intriga dramática. Esta debilidad resiente el conjunto en su consistencia y verosimilitud.

Asimismo, la aún cercanía del film con el cine mudo se evidencia en el plano interpretativo: un exceso de gestualidad que en ocasiones roza el histrionismo junto con declamaciones engoladas que empañan la naturalidad del discurso.

Mención aparte merece la presencia de Karl Freund, expresionista alemán, que fotografió prodigios tales como El último (1924) Metrópolis (1927) Drácula (1931) o Las manos de Orlac (1935) y que, para mí, es el artífice de lo mejor de la película: la iluminación, el juego de luces y sombras que resalta la presencia y la acción de los personajes en una animación de claroscuro que transmite tanto o más que las palabras. Particularmente acertada resulta la filmación de los interiores carcelarios que nos evocan las mazmorras frankensteinianas con unos juegos de luces y sombras que de por sí convierten la imagen en mensaje. Y eso, se llama cine.
Interesante y entretenida.
alvaro
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4
4 de junio de 2023
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La educación sentimental no es precisamente la cumbre de Flaubert. Henry James dijo que leerla es como masticar ceniza y serrín. Pero, esperen a ver la película.

Aquí, lo de “libremente basada en” es sinónimo de “libremente a mi antojo”, lo que no deja de sorprender en un Alexander Astruc que ya había llevado al cine a Maupassant y a Saint-Laurent en adaptaciones bastante acertadas.

En esta adaptación, el equívoco de Astruc estribaría en tres desajustes. A saber
La descontextualización de una obra que sacada de las claves del Romanticismo (revolución, clasismo, amores imposibles, fatalidad) pierde la motivación pasional de los personajes, más aún, transportados a una época -los sesenta- dada a la moda del existencialismo y a las veleidades de lo esnob. Probablemente, la época más cargante de la tradición francesa, que ya es decir.

El análisis caracterológico flaubertiano (y Flaubert es una cumbre del psicologismo literario) queda supeditado a una puesta en escena que pretende ser muy actual en su contemporaneidad con las corrientes de inicios de los sesenta: Nouvelle vague y el expresionismo de Antonioni, lo que desubica el discurso de los personajes y, por ende, el argumento.

La inapropiada dirección de actores, y también interpretación, probablemente sesgada por lo antes apuntado sobre la puesta en escena. Uno piensa que Brialy y Nat se han equivocado de película y se han colado en “Hiroshima, mon amour” (1959). En situaciones propicias para la confesión o en momentos que requieren de intimidad, los intérpretes hablan como si declamaran al cielo o se extasían ante el horizonte, lo que produce un resultado de ridículo patetismo.

En conjunto, desubicada, desfasada y mal interpretada. Mejor visionar al Astruc de los años cincuenta en, por ejemplo, “Una vida” (1958) o “Les mauvais rencontres” (1955).
alvaro
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5
7 de abril de 2023
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Dearden fue uno de esos incombustibles, multivalentes y desiguales cineastas en cuya carrera cinematográfica descuellan, para mí, dos títulos cimeros Nowhere to go (1958) y Víctima (1961), también se acercó con buen pulso al negro británico, además de componer uno de los mejores relatos del psicoterror cinéfilo, El muñeco del ventrílocuo (1945).

En A place to go se apunta, y desconozco si fue por encargo, al Free Cinema, corriente temática que adoptó la dramaturgia del “drama de fregadero (kitchen sink realism) al cine ilustrando las vicisitudes miserables de la unfashionable low class británica, un movimiento que, si bien generó títulos memorables, en el caso de Dearden incurre en el desatino.

No sabemos si Dearden se encontró una joya y la pifió o, por el contrario, le encargaron un sancocho que levantó a duras penas. Lo cierto es que la novela de Michael Fisher en la que se basa el argumento es más negra y marginal y con unos personajes de perfiles más acerados que los de la adaptación fílmica.

El principal reproche es que si bien el Free Cinema trata con desenfado, en forma y fondo, temas agrios y comprometidos rehúye la comedia y por el contrario escenifica en segundo plano un sabor amargo que el espectador descubre aunque esté esbozando una sonrisa. Así no es infrecuente que aunque se insinué el humor de la picaresca y el burlón sarcasmo de los perdedores el resabio amargo sirva de caldo donde se cuece la crítica social que abandera esta corriente.

Asistimos pues a un desfile de peripecias domésticas que desde una perspectiva dramática revestirían cierta gravedad pero que aquí son tratadas livianamente, incluso con aire de comedia, lo que produce cierto distanciamiento con los personajes que se perciben algo desprovistos de convicción.

Discreta en su conjunto y prescindible en relación con otros títulos más logrados y representativos de este movimiento.
alvaro
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4
16 de marzo de 2023
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Ni el vestuario de Nina Ricci ni la música -extemporánea- de Narciso Yepes animan esta letárgica adaptación, por completo prescindible, del tercer episodio de “historia de los Trece” de H. de Balzac.

Deslavazada, hueca, pretenciosa, su puesta en escena resulta la antítesis del argumento balzaciano que en su original literario narra una historia dramática y pasional entre dos mujeres dentro de un ménage à trois fatídico.

La frialdad de la narración, la absurdidad ampulosa de los diálogos, el desentendimiento de las actuaciones se distancia del espectador que asiste primero confuso y luego aburrido a una historia plana solo sobresaltada por algunos histerismos intempestivos.

Albicoco parece haber reducido todo su proyecto a filmar los hipnotizantes ojos de la que iba a ser su mujer, Laforêt, quien a la sazón tomaría su alías del título de la película.

Aprovechable para nostálgicos, la visión fugaz, casi esquiva, de un París nubloso y solitario.
alvaro
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7
29 de enero de 2023
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Con todos los excesos de que es capaz el melodrama y con cierta tradición de fábula, “El castillo del odio” nos cuenta la semblanza no necesariamente realista , pero tampoco alejada de la realidad, de la perversidad de las convenciones -ambientadas en la época victoriana- de que es capaz la condición humana encarnada en una serie de prototipos: el déspota, la sumisa, la inocente, el arribista, la intrigante, el oportunista…todos ellos pivotando en torno a un tirano -una especie de remedo aventajado del Félix Grandet de Balzac-, cuyo delirio de grandeza coincide con su miserabilidad, condición que ejerce en los ámbitos familiar, empresarial, social y vecinal como una estrategia catártica con la que superar su origen menesteroso y medrar entre una burguesía a la que detesta tanto como por la que tanto es despreciado.

Este juego de maldad, como argumento, sirve a Lance Comfort para componer una galería de personajes de caracteres extremos en su polaridad en la medida en cada uno de ellos es capaz de expresar los polos opuestos de su dimensión psicológica: el déspota inseguro, el halagador vengativo, la inocente imprudente, el emprendedor ruinoso, la servil manipuladora, caracteres que en su juego de vanidades, que por momentos parece resultar airoso, abona el porvenir de sus ruinas hasta extremos siniestros.

Esta componenda está lograda en ambientes perfectamente escenificados donde los escenarios y la iluminación personifican, como otro personaje más, el espíritu asfixiante y asfixiado de los actuantes; un mérito plasmado gracias a la fotografía de Mutz Greenbaum, proveniente del expresionismo y responsable de las maravillosas “So evil my love (1948) o “Night and the City” (1950).

Lance Comfort narra con sobriedad y acierto una historia no siempre manejable por el riesgo de caricatura que conlleva el aire fabulesco y de moraleja con moralina al que aludimos al principio y en el que el propio autor incurrirá en alguna de sus obras, p.ej. “Brumas de tentación” (1947). Aquí, por el contrario, el dramatismo y la caracterización de los personajes acentúan la tensión de la trama con un ritmo, además, constante que no decae desde el principio al desenlace. Toda una lección.

En el capítulo interpretativo puede hablarse de armonía coral, si bien destacan el imponente Robert Newton, admirable por odioso en su exacta recreación de lo execrable, y como su contrapunto, Beatrice Varley en el perfecto papel de la abnegación sumisa.

De lo mejor del british de los cuarenta, aunando melodrama, algo de “noir”, costumbrismo y estudio psicológico de personajes y de época. A propósito, el accidente ferroviario del puente del río Tay ocurrió realmente (1879).
alvaro
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