Después de muchos años, he vuelto a ver este gran thriller británico de 1964 dirigido por Basil Dearden sobre un tórrido triángulo, con Ralph Richardson como un despótico millonario, Gina Lollobrigida como su enfermera y Sean Connery como su ambicioso sobrino (con un personaje con varios rasgos de Bond, en el año de Marnie y Goldfinger ), ambos conspirando para heredarlo (y ambos en su mejor momento).

Cine negro con diálogos agudos, una trama bien armada y la música de Beethoven, Berlioz, Mozart y Rimsky-Korsakov acompañando elocuentemente la acción, ya que el personaje de Richardson es además un melómano.

Lola (Umbra Colombo, bella protagonista con cierto parecido con Jessica Lange)) es una médica que va de vacaciones con su marido ingeniero o arquitecto (Beto Bernuez) y cuatro hijos de vacaciones a Mar del Plata en los años 90s.
Enseguida notamos que en Lola. los momentos de diversión y plenitud familiar comienzan a alternarse con otros de malestar y distanciamiento. ¿se trata de una crisis matrimonial o de algo más general y profundo?

En esta breve opera prima de la cordobesa Sabrina Moreno las escenas del grupo familiar se alternan con otras de la protagonista en soledad rodeada por el entorno marítimo, con carácter de ensoñación e impronta poética, a veces inquietante, que los amantes del mar y de Mar del Plata valorarán aún más.

Aceptando que se trata de una película de climas, no hay una progresión dramática lograda (y acaso tampoco buscada) ya que la estructura narrativa del filme se torna un tanto reiterativa.

Colombo logra transmitir su mundo interior y sus rápidas transiciones de humor casi sin hablar, lo que constituye un mérito.

¿Logrará Lola encontrar al fin un espejo que le devuelva su imagen y las respuestas que necesita?

Con mucho y evidente retraso, ayer vi El gran Lebowski, comedia de 1998 de los hermanos Coen, que en algún punto me desilusionó.

Como siempre, una historia con planes que salen mal e ineptos víctimas del azar que son utilizados en conspiraciones que los exceden.

Medio canchera, chonga, white thrash, algo misógina, fumeta, con grados de maldad, violencia o acidez menores que en otras películas mejores de ellos, con algunas buenas escenas lisérgicas a veces deudoras de los Monty Python, algunos diálogos exasperantes con el personaje insoportable de John Goodman y una longitud acaso excesiva. Claro que siempre hay detalles (por ejemplo las transiciones entre algunas escenas) muy logrados.

Está en Netflix.

En 1947 arriban a la India el Vizconde Mountbatten (Hugh Bonville, envarado como en Downton Abbey) como virrey, su esposa Edwina (Gillian Anderson, haciendo lo que puede) y una de las hijas de ambos, con el objeto de acelerar el trámite de la independencia de ese país de la Corona británica. La India se hallaba virtualmente en una sangrienta guerra civil entre los hindúes liderados por Pandit Nehru, los sijs -asentados sobre todo en la provincia de Punyab) y los musulmanes liderados por Muhammad Jinnah. Para ello el virrey debe sentarse a negociar contrarreloj y tratar de conciliar las posturas de ambos líderes para la salida independentista. También tiene una entrevista con el Mahatma Gandhi. Se entrelaza con esto la historia de dos empleados indios de la corona, Aalia y Jet, ella musumana y él hindú, en una subtrama estilo Romeo y Julieta.

A quienes conozcan la historia de la independencia india es muy poco lo que esta película de la directora de ese origen Gurinde Chadha puede aportar ya que su interés reside sólo en cómo se desarrollan las negociaciones entre el virrey y los líderes locales (con inserts de pasajes documentales intervenidos al estilo Zelig) y, sobre todo, su desenlace . Hay algunas menciones críticas a la política colonial británica y no falta algún personaje "de los malos" en el entorno de Mountbatten.

Las tramas de la intimidad de la pareja virreinal (que al parecer eran nobilísimos y buenísimos) y la de Aalia y Jet, en cambio, son rutinarias y carecen de interés. Casi parecen el relleno de un docudrama histórico.

El despliegue de producción es generoso. y, de a ratos, espectacular, con una directora que demuestra, en definitiva, nostalgia por el esplendor imperial.

En la ciudad donde se erige el Taj Mahal, un funcionario de Imperio Británico elige a dos personas indias para llevarlos a Londres a que le entreguen una medalla hindú a la reina Victoria (Judi Dench) en ocasión de su jubileo. Uno de ellos es Abdul (Ali Fazal), un empleado de poca monta en una cárcel, a quien eligen porque “es alto”. La reina queda impresionada por Abdul y lo toma en un primer momento como su sirviente personal.

En esta película, basada mayormente en hechos reales, Stephen Frears vuelve a encontrarse con la realeza británica desde su abordaje de Isabel II en La Reina, pero con un abordaje menos serio o solemne. Encontramos a una Victoria muy anciana y aburrida que entabla una cálida relación con el apuesto Abdul, quien despierta su interés por la cultura urdu (musulmana) de la India. La presencia de este “intruso” va generando un malestar creciente en el entorno de la reina.

Sin dudas que el personaje de Abdul se presta a la polémica ¿es sólo un ejemplo de admiración y obsecuencia del oprimido por el opresor?

Frears reserva algunos dardos contra la corona y el Imperio para el compañero de Abdul, Mohammed, que también queda empleado en la Corte -suerte de Sancho Panza, es un personaje secundario cuya deriva en la trama es muy significativa- y también contra la Casa Real, aunque el director promueve una empatía innegable con la crepuscular reina.

Como siempre, la actuación de la octogenaria Dench es notable y el despliegue de producción y de locaciones es impresionante. Ella y Fazal configuran dos personajes entrañables en este, en definitiva, amable cuento de reyes y cenicientas.