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Críticas de Luis Ángel Lobato
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Críticas 377
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
17 de agosto de 2014
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Blade Runner no es solo una película de culto; es una película de supervivencia. De supervivencia de unos personajes desamparados y –al menos en mi caso– de nosotros, los espectadores, contagiados por ese vacío existencial que muchas veces nos convierte en seres que deambulan sin vida.
Está basada en la novela Do Androinds Dream of Electric Sheep?, del gran escritor estadounidense Philip K. Dick, donde se reflexiona sobre el significado de lo que consideramos realidad y, sobre todo, donde se abre la gran interrogación del sentido de lo humano: ¿qué es lo que verdaderamente distingue al hombre de otros seres o entidades?
Bien; el director, Ridley Scott, al que debemos otra obra maestra, Alien, combinó de forma inteligente y admirable dos de los géneros clásicos del cine clásico norteamericano: el de ciencia ficción y el negro.
El protagonista –estupendo Harrison Ford– un policía típico de la narrativa “hard boile” –solitario, desesperado, sentimentalmente vacío– tiene que eliminar a unos androides (replicantes), idénticos a los seres humanos tanto en presencia física como en sentimientos, que han vivido esclavizados trabajando en los colonias extraterrestres más allá del Sistema Solar, y que ahora se han escapado y han regresado a la Tierra en busca de su creador –Tyrell– para exigirle respuestas sobre su identidad, ya que les queda un breve plazo de vida y desean conocer el porqué de su existencia; son seres con caducidad.
Hay, en el film, dos acciones paralelas que se convierten en tangenciales en diversas secuencias: la investigación y persecución del detective de los replicantes y la búsqueda de estos de respuestas a su condición, sobre todo por parte del replicante Nexus 6 llamado Roy –impresionante Rutger Hauer– que encuentra a su creador –Tyrell-Dios– y le asesina por su indiferencia hacia él y por haberle creado como un ser que va a perder la vida sin ningún sentido y, con ella, todos sus recuerdos (cerca de aquí tenemos la famosa aseveración de Nietzsche sobre la muerte de Dios).
Y está claro; los replicantes son como ángeles caídos que se rebelan contra Dios: abandonados por su creador han descendido de los cielos –las distantes estrellas– al infierno del planeta Tierra en busca de una salvación que les será negada. Pero, al final, el replicante Roy salva de una muerte segura al que va a ser su ejecutor. “Ya conoces lo que es el miedo. Esto es lo que significa ser esclavo” le dice el replicante, redimiendo con su propia muerte a esa Humanidad degradada donde las clases pudientes viven en el campo y la mayoría de los hombres habitan en minúsculos apartamentos en la ciudad de Los Ángeles contaminada y superpoblada. Son moradores de distintas razas, culturas y sectas que sobreviven hacinados en el año de gracia de 2019.
Y dejando un poco de lado frases célebres del film por todos conocidas quiero resaltar el tema del amor.
El perseguidor implacable Deckard, hombre triste, solitario y carente de una vida sentimental, logra llenar esa oquedad enamorándose de una replicante especial: ella no sabe que no es humana, ya que tiene implantados recuerdos artificiales de una vida familiar ilusoria que la han hecho vivir una completa quimera.
Este amor actúa en el espectador como contraste con la misión del protagonista. Ama a un ser diferente, se acuesta con un androide –¿una máquina; o quizás una auténtica mujer?– de la misma clase que los que debe destruir.
Vida y muerte se aúnan.

Pero… ¿Quién vive y a quién se puede amar en un mundo desesperado?
Luis Ángel Lobato
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9
14 de agosto de 2014
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es curioso cómo actúa la memoria.

Tengo un recuerdo más vívido de la primera vez que vi esta película inmortal titulada Alien, el octavo pasajero, allá por 1980, en el cine Marvel de Medina de Rioseco (Valladolid) que, por ejemplo, y por no apartarme mucho del género, de The Messengers, película que puede ver hace un par de meses en la oscuridad de mi habitación.
Al margen de la enorme diferencia de calidad estética, una y otra nos hablan de lo mismo: de una presencia extraña que acecha la existencia de unos personajes en un interior: una nave espacial y una casa.

Qué diferencia hay, pues, para que una se perpetúe en la memoria como algo ya íntimo, intrínseco a mi vida y la otra se vaya desmoronando como finas capas de arenisca. Sin duda la credibilidad. Una, Alien, habla de un terror que más tarde o más temprano podría aparecer en nuestras vidas, la de los hombres y mujeres de un futuro a todas luces posible, dentro de nuestro propio universo observable, mientras que la otra, The Messengers, el horror proviene de una región intangible e ilusoria, y sin duda improbable (así lo espero).
En Alien –obviaré en este pequeño comentario las características y anécdotas de su trama por todos conocida– se combinan y se complementan a la perfección dos de los más característicos géneros del cine fantástico: el de terror y el de ciencia ficción.

Su director, Ridley Scott, autor de otra obra maestra, Blade Runner, y un puñado de films de gran interés (los títulos siempre aparecerán en la versión distribuida en España) como Los duelistas, La sombra del testigo, Thelma y Louise o Gladiator –el resto de su filmografía no es muy de mi agrado–, toma con sabiduría una estética prestada por el cómic para crear el principal personaje de la cinta: la nave espacial Nostromo que recuerda más a los castillos de las novelas góticas de los siglos XVIII y XIX que a los vehículos futuristas a los que nos ha acostumbrado el cine; la misma literatura.

En este recinto, que es un mundo en sí mismo, lleno de pasadizos, rincones en penumbra, galerías laberínticas, enormes cámaras como siniestros sótanos de tortura, acecha un ser que simboliza los terrores ancestrales de la propia Humanidad, representada por los viajeros estelares que habitan en la nave, pero que es, pese a que nunca se nos muestra en su totalidad hasta el final, más bien se nos insinúa su forma antropomórfica femenina, tan real y reconocible como un tigre en la jungla del que solo escuchamos su rugido.

Siempre se ha hablado de sus paralelismos argumentales con la mediocre Terror en el Epacio, de Mario Bava. He vuelto a ver esa película hace unos meses y muy poco me ha recordado su historia –quitando una secuencia– con la de Alien. Para mí, la base de Alien –los autores del argumento son Dan O’Bannon y Ronald Shusett– hay que buscarla en la literatura, en la literatura con mayúsculas: La Línea de Sombra, del gran Joseph Conrad y los relatos de August Derleth y de H. P. Lovecraft. No es ahora el momento de hablar de Conrad, de su excelente novela ni de los cuentos de Lovecraft –supongo que los lectores tendrán sobrado conocimiento de todo ello–, pero sí insistir en esa base literaria en su argumento, y origen estético en el cómic, más que en esas posibles influencias de películas de serie B.

Con todo ello, aparte de conmocionarnos a muchos con sus memorables títulos de crédito (para mí unos de los mejores de los últimos treinta y cinco años), con la tensión de su trama, con los personajes perfectamente diferenciados psicológicamente, con el ritmo interno del propio film y, como no, con uno de los sustos mayores e la historia del cine (la apertura del huevo en las bodegas de la nave extraterrestre en el misterioso planeta y la incrustación del alienígena en el casco del astronauta) Alien marcó una nueva forma de aproximarse a la ciencia ficción en el cine.

Como bien apunta José María Latorre en su indispensable monografía El Cine Fantástico, si La Guerra de las Galaxias (1977) era la visión amable y clara de la ciencia ficción espacial, Alien representaba la mirada tenebrosa y oscura de esos posibles viajes a través de las estrellas.
Luis Ángel Lobato
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