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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 182
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
21 de noviembre de 2023
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En «Backtrack» (2015), la tensión gira en torno a la disyuntiva entre trastorno psicótico y lo sobrenatural, manteniendo al público en suspense. Este dilema, que desafía a discernir entre la realidad y la ilusión, es central en la narrativa. El guion entrelaza lo psicológico y lo paranormal, creando constante incertidumbre. Esta ambigüedad, similar a otras obras del género, plantea si las visiones del protagonista son síntomas de una mente perturbada o algo más. Este vaivén mantiene el interés a lo largo de la película, prometiendo un desarrollo donde predominan elementos dramáticos sobre los sobrenaturales, aunque ambos se entrelazan en el metraje. En este contexto, lo sobrenatural parece tan real como la psicosis, generando un juego equilibrado de explicaciones. Esta incertidumbre, que alimenta la tensión, juega con miedos y expectativas. La audiencia, sin certeza de lo real, cuestiona constantemente lo que ve, impulsando la narrativa y el compromiso con el misterio a resolver.

La cinematografía de Stefan Duscio establece el tono y atmósfera del suspense sobrenatural. Sus interiores, en sombras tenues, reflejan la turbulencia de los personajes, contrastando con exteriores más naturales y menos claustrofóbicos. Los ángulos y encuadres de Duscio intensifican el misterio y la desorientación, esenciales en el género. La paleta de colores, con tonos fríos y desaturados, evoca alienación, mientras que destellos de colores cálidos ofrecen un respiro visual efímero. Su trabajo no solo es estético, sino que también amplifica los procesos psicológicos y las percepciones sobrenaturales del protagonista, reflejando y amplificando su tormento interior.

En muchas películas, la tensión entre lo sobrenatural y lo psicológico impulsa la trama. «Lo que la verdad esconde» (2000) y «El Sexto Sentido» (1999) usan lo paranormal para revelar secretos y explorar la pérdida, respectivamente. «Los Otros» (2001) presenta a Nicole Kidman enfrentando verdades familiares ocultas, mientras «Shutter Island» (2010) juega con la percepción de la realidad. En «El Orfanato» (2007), lo sobrenatural se entrelaza con el drama, llevando al personaje de Belén Rueda a confrontar su pasado. Se usa la ambigüedad entre lo sobrenatural y lo psicológico para crear suspense y guiar a los personajes en un viaje de resolución de traumas, ofreciendo una experiencia de visionado que conduce a la catarsis o redención.

En cambio, en «Afliction» (1997), de Paul Schrader y protagonizada por Nick Nolte y James Coburn, carece de elementos sobrenaturales, pero comparte un esquema narrativo muy similar con «Backtrack» en su exploración de los traumas pasados y su impacto en el presente. En «Afliction», la historia se centra en la vida de un hombre, interpretado por Nick Nolte, que lucha contra los fantasmas de un pasado turbulento, marcado por el abuso y la violencia paterna. A lo largo de la película, se observa cómo este pasado aflige al protagonista, afectando profundamente su vida adulta y sus relaciones. Al igual que en «Backtrack», el personaje principal de «Afliction» se ve impulsado a confrontar y desentrañar los misterios y traumas de su pasado para encontrar algún tipo de resolución o redención. Pero mientras que «Backtrack» utiliza elementos sobrenaturales como vehículo para explorar y revelar los traumas, «Afliction» se mantiene en el ámbito de lo realista.

Según la teoría del apego de John Bowlby, en ambas películas hallamos un apego inseguro o ansioso, que lleva a dificultades en la regulación emocional, desconfianza en las relaciones y una imagen de sí mismo negativa, lo cual se refleja claramente en los personajes: la pérdida traumática, la ansiedad de separación... que se manifiesta en formas de comportamiento evitativo o en la búsqueda de reemplazos simbólicos para la figura perdida.

La referencia a Carl Gustav Jung a través del personaje de Sam Neill es clave. La «sombra» de Jung, aspectos reprimidos como culpa o traumas, es central para Brody, quien enfrenta eventos que reflejan su psique oculta. La «sincronicidad» de Jung también aparece, con coincidencias que llevan a Brody hacia el autoconocimiento y la resolución de conflictos internos. Estos conceptos junguianos ayudan a explorar la complejidad de su personaje y su viaje hacia la integridad personal.

«Backtrack» revela prematuramente aspectos clave de su misterio, disminuyendo el impacto del suspense y horror hacia el final. Revelar temprano las pistas sobre el trauma de Peter reduce la sorpresa, pudiendo el público sentir que ha resuelto el misterio antes del clímax. La película se enfoca más en el drama psicológico que en el horror, desviándose de las convenciones típicas y, aunque ofrece una narrativa rica y profunda, puede no satisfacer a quienes esperan un enfoque más tradicional. Petroni compensa esto con una escena de acción al final, revitalizando la trama y manteniendo el interés. Esta táctica sirve para reenergizar la historia y mantener el compromiso del espectador. La habilidad de Petroni para manejar estos cambios de tono es notable, equilibrando drama, acción y suspense para crear una narrativa coherente y atractiva. Su enfoque demuestra una comprensión sofisticada de cómo adaptar la narrativa para satisfacer o incluso superar las expectativas.

La actuación de Adrien Brody en «Backtrack», así como la de su homónimo adolescente (el guapísimo Jesse Hyde) destaca por transmitir emociones intensas, compensando limitaciones del guion. Su habilidad para evocar tristeza y dolor sin apoyarse en narrativas explícitas muestra su talento. Sin embargo, esto crea un desequilibrio con personajes secundarios, interpretados por actores como Sam Neil, quienes no logran un desarrollo completo, quedando subutilizados en la trama y limitando la complejidad de la historia.

«Backtrack» opta por un diseño sobrio y minimalista, enfocándose en el relato y las actuaciones. Esta simplicidad visual, reflejando la naturaleza interna y psicológica de la película,
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Jordirozsa
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6
20 de noviembre de 2023
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Antes de ver «Ataúd Blanco: el juego diabólico» (2016), del argentino Daniel de la Vega, tenía tan solo la referencia fugaz del tráiler y algunos comentarios y críticas de la red, en varias plataformas y medios que, más que expectación, me dejaron un mal sano prejuicio hacia la cinta.
Esto se debía a que varios sostenían la presencia de influencias «tarentinianas» y de otros renombrados directores, como Sam Raimi, en la fresca idea del argumento de esta pequeña joya de las «tierras de la plata».
Me imaginé, no sé por qué, una especie de comedia de terror que siempre procuro evitar por la disonancia que me causa la combinación de ambos géneros (llámenme puritano). No denuesto los productos de este lenguaje, que a mí siempre me sabe a espaguetis con mermelada, pero, para gustos colores. Y he de decir que con «El Ejército de las Tinieblas» (1982) de Sam Raimi; «Mordiscos Peligrosos» (1985), de Howard Storm; o «El Día de la Bestia» (1995), de Álex de la Iglesia, por poner algunos ejemplos, he llegado a disfrutar.
Así que decidí desprenderme de mis ideas preconcebidas y me dispuse a darle un espacio de mi tiempo a una película que se me antojaba cómica, al esperar una especie de «gincana», con una de sus protagonistas haciendo el «Fórmula 1» en un coche fúnebre, al estilo de «La carrera del siglo» (1965), de Blake Edwards, con sus toques humorísticos.
Sin embargo, la cosa iba en serio, y de la Vega elabora algo tan tonificante cómo ingenioso, y no tanto por una supuesta originalidad temática, sino por su capacidad de saber coser la multiplicidad de retazos de los que bebe su telar.

Ahí tenemos un montón de tópicos de los que bebe e incorpora en su entramado: «road movie», «slasher», cultos y ritos satánicos, historias de ultratumba (que le dan un especiado muy gótico, innovador en los parajes argentinos), y un largo etcétera de componentes con los que el realizador tiene la habilidad de recrear algo que logra, no solo entretener, sino hasta cierto punto entusiasmar al espectador (hablo en general, no solo del fan del terror), en un escaparate del género que ofrece muchas posibilidades creativas, pero del que muy pocos saben aprovechar los recursos, ya sea por desidia o por imposición de los intereses, las demandas sociales o las limitaciones de presupuesto y de mercado.

Presentada en el festival Fantasia de 2016 en Montreal, «Ataúd Blanco: El Juego Diabólico», hace honor a su subtítulo por lo menos en dos sentidos. En primer lugar, la aparentemente enrevesada trama que los hermanos García Bogliano hilvanan alrededor de la historia de una madre que, huyendo de un asfixiante y castrador pasado (como no podía ser de otra manera, un marido presuntamente tirano del que sale escapando en su coche con su hija), se verá sumida en el desafío de tener que rescatar al retoño del tan implacable como despiadado destino que le quiere deparar una comunidad de culto (pagano, maligno, satánico... no me quedó claro el origen de la secta, a pesar de lo que se pueda presuponer).
Ahí falla el factor contextual, así como otros aspectos del sustrato vital de los protagonistas. Tenemos a otras dos señoras que se ven igualmente metidas en el enredoso plan. Me supo a poco guisado y elaborado, un filme que apenas llega a los 80 minutos. Y aún no concluida la presentación del planteamiento, se desarrolla y consume a un ritmo trepidante y angustioso, en el que no se escatiman truculentas escenas (sin caer, eso sí, en el abuso y desparpajo de la hemoglobina). Un tiempo que requiere de la más total y absoluta concentración en la pantalla, y no permite desviar la vista, el oído, el gusto ni el tacto (mejor no estar en un ágape viendo la peli), y, aún así, no nos permite perder detalle de cosas que quizás habrían requerido alguna explicación o reflexión más profunda.

Otro aspecto por el que podemos hablar de un auténtico «juego diabólico» es la inversión o perversión de algunos valores personales y sociales de las «concursantes», así como los dilemas a los que éstas se van a someter en la comisión de sus acciones, las cuales, en principio, no llevarían a cabo por mor de estos valores. Por lo tanto, se echa de menos un proceso narrativo de desarrollo más concienzudo de los personajes de Julieta Cardinali (Virginia) y sus competidoras: otra madre interpretada por Eleonora Wexler y una profesora a la que da vida Verónica Intile. Las tres, curiosamente mujeres, en nuestro imaginario colectivo, especialmente el mediterráneo, latino y el de nuestros primos hispanoamericanos, representan las imágenes arquetípicas de la maternidad protectora, capaz de desplegar la furia necesaria para proteger a la prole. Con un irregular espectro de logros, sus actuaciones llevan el encargo implícito de pelear cada una de ellas por el menor que tienen bajo su protección, desde su condición.
Esto implica que en tal empresa salga lo peor de cada una de ellas como ser humano y, ojo ahí, porque según cómo queramos interpretarlo, podemos ver intenciones caricaturescas o burlonas en el papel de la mujer como madre custodia. De hecho, se produce un proceso de transferencia, pues (ya sea uno de «los caídos» o de «los celestiales»), Virginia tendrá su propio ángel guardián en el personaje de Rafael Ferro (Masón).
Es un tema pantanoso desde la perspectiva de género, pues tras la máscara del papel de «mamá heroína», también se puede entrever la puesta en escena de un ser. De las conversaciones del inicio, logramos adivinar que la protagonista se lleva a su niña, a pesar de que su padre tiene la custodia legal.

Así pues, asistimos a una especie de «show» macabro muy parecido en formato a esos programas tipo «Supervivientes» que, a modo de concurso, ponen en liza a varios competidores (en este caso ellas), de los solo uno (o una) podrá salir victorioso (o victoriosa), tras demostrar sus habilidades por encima de las de los demás. Por razones obvias, en este caso resultará muy previsible, puesto que la cámara de Alejandro Giuliani,
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Jordirozsa
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6
15 de noviembre de 2023
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Si alguno de los pocos a quienes considero mis amigos intentara engarbarme en un proyecto de la misma naturaleza que el del protagonista de la película que nos ocupa, el guapísimo de ojos azules y seductora sonrisa, el actor y cantante Chris Minor, no me quedaría más remedio que quedarme sin palabras. Ante tal desatino, seguramente plantearía cualquiera de estas opciones: A) si no tuviese pareja, le sugeriría buscar una (o uno); B) derivarlo a un colega, psicólogo o psiquiatra; C) decirle que esperarse a que yo realizara un curso de exorcismo y liberación en el Vaticano, D) llevado por la conciencia de no dejar solo a mi fumqdo compañero, me aventuraría con él, previa contratación de un seguro, siempre que la póliza cubriese las posesiones, y llevarme unos cuantos recambios de calzoncillos limpios en la maleta.

Chistes aparte, cualquier director como Scott B. Hansen, que solo contaba con un cortometraje de 8 minutos protagonizado por Danny Trejo, como única experiencia previa en dirección antes de su primera incursión en el largometraje, no solo se atreve con el terror, sino que además se adentra de lleno en el complejo campo de las posesiones. Entre los cientos de filmes realizados sobre el tema, no tengo constancia de ninguno que pueda mirar todavía a los ojos a Friedkin, ni siquiera de puntillas. Por lo tanto, no se puede negar el valor de Hansen, ni tampoco su humildad para no caer en pretensiones. Hay que reconocer que, ante la inmensidad de variantes, tópicos y clichés que se han explotado en el mundo de las posesiones, Hansen es hábil al dar, o al menos hacernos creer, un toque de originalidad a su planteamiento.

Un atípico, pero aplicado, alumno de una clase de teología, llamado Brandon (Chris Minor), está tan implicado y decidido con su tesis sobre la existencia del demonio y el debate respecto a la cuestión del bien y del mal (más que un servidor), que decide, aun las advertencias de su ecosistema social de relaciones (profesor, familiares...), mostrar la realidad de la posesión en sus propias carnes. Lo cual, de por sí, ya crea un rollo bastante malsano, picando la curiosidad del espectador. Éste se identificará por lo menos con alguno de los compañeros que irán de la mano de Brandon hasta el final, ni que sea manteniendo una distancia operativa de anclaje en la realidad ante lo increíble nouménico que se manifiesta con la posesión. Por ejemplo, la estudiante de medicina que actúa como asistente médico en el experimento (Leda), o Clay (interpretado por Jake Brinn), quien se encarga de la cámara.
Éstos no son solamente colaboradores, supuestamente pagados —se lanzan a un «crowdfunding» en las redes sociales, donde también pretenderán hacer viral el experimento, y reunir los 10.000 dólares necesarios para llevarlo a cabo—, sino que también se presentan como (o evolucionan a) leales amigos, que harán todo lo posible por Brandon en el caso de que las cosas se tuerzan.

Este enfoque que nos parece tan atractivo y novedoso de entrada es tan falaz como inconsistente por dos razones fundamentales. En primer lugar, ¿a quién se le ocurriría, en caso de que fuera realmente posible y veraz, prestarse para ser poseído por uno o varios demonios con bastante mala leche, solo para probar una tesis? Ojalá mis alumnos de bachillerato tomaran tan en serio sus trabajos de investigación.

El segundo error fundamental es plantear que los asuntos relacionados con Dios o el demonio sean materia de laboratorio. Hasta donde yo sé, la teología, como rama de la filosofía, no utiliza el método científico en su hermenéutica ni en su forma de aproximación a la realidad como objeto de estudio.
Otro desacierto de Hansen, considerando lo delicado de las posesiones, fue querer demostrar a toda costa su capacidad para el «multitasking», es decir, meter mano en demasiadas cosas: dirección, fotografía, guion (que comparte con Mary J. Dixon), e incluso incursiones en la edición. Ya saben el dicho: «quien mucho abarca, poco aprieta». Al hombre solo le habría faltado interpretar al propio demonio.

No es sorprendente que, atendiendo a tantos frentes, algo de la cena se le quemara a Hansen: el montaje, la dirección de actores, y un guion poco consistente que termina descontrolándose, así como unos diálogos que, teniendo la fantástica oportunidad de situarse en el contexto de una Facultad de Teología y un exorcismo fallido que sucedió hace 20 años, desaprovechan la imperiosa necesidad de elaborar un debate más interesante y profundo en el aspecto religioso, lo cual habría enriquecido la calidad del metraje.

No estoy seguro de si creer en la tesis del bajo presupuesto; hay indicios que la respaldan y otros que no. Por un lado, elementos como la multifunción de Hansen o los actores poco conocidos, sugieren que no andaba muy holgado de «cash». Sin embargo, la presencia, aunque breve, del reconocido actor Bill Moseley, una banda sonora muy bien elaborada y de calidad por Dirk Ehlert, con la orquesta, y la participación de múltiples productores, no apoyan tal posibilidad.

Aunque los patrocinadores pudieran aportar cantidades relativamente pequeñas, incluso si hay evidencia concreta de ello, podría darse la coincidencia de que el «crowdfunding» dentro de la película refleje de manera diegética y metafórica el proceso de producción por parte de Hansen. Un curioso paralelismo entre la narrativa del filme y los desafíos reales de financiar un largometraje en el mundo del cine independiente, donde los recursos suelen ser limitados y los creadores a menudo tienen que ser ingeniosos y multifacéticos. De todos modos, si ese fuera el caso, no solo se podrían achacar los fallos a la falta de recursos económicos. Los errores suelen ser una combinación multifactorial de restricciones presupuestarias y decisiones creativas y artísticas que contribuyen a dar al traste con el asado.

Dicho esto, a pesar de garrafales y descarados errores, el producto final es mucho más digno y provechoso que otras cintas de reciente producción,
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Jordirozsa
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7
14 de noviembre de 2023
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La estrategia narrativa del cine irlandés de terror es notablemente efectiva por su habilidad para entrelazar la realidad con elementos del folclore, permitiendo que los espectadores experimenten el terror tanto en un sentido literal como metafórico. Esta dualidad entre realidad y fantasía transforma la enfermedad mental, no solo en un fenómeno clínico, sino en algo potencialmente místico o sobrenatural. La ambigüedad resultante de esta mezcla mantiene al espectador en constante duda sobre lo que es real y lo que es imaginario, intensificando así la experiencia del miedo y la ansiedad. Al mismo tiempo, estas películas utilizan el folclore y la mitología local para explorar temas profundos y a menudo tabúes de la sociedad irlandesa, como la salud mental, de una forma accesible y emocionalmente resonante. Esta aproximación no solo se aleja de los clichés, sino que también aporta una nueva dimensión al género de terror, ofreciendo una experiencia más rica y matizada, e invitando a la reflexión sobre temas complejos y a menudo inquietantes. Sin ir más lejos, podemos evocar en este sentido piezas como «A Dark Song» (2018), de Liam Gavin.

En Irlanda, la percepción de los trastornos mentales ha sido históricamente tabú, influenciada por factores culturales, religiosos y sociales, incluyendo la prominente influencia de la Iglesia Católica (RTE, 2022). Estigmas y malentendidos han relegado estos temas al ámbito privado, marcados por la vergüenza. Sin embargo, recientes esfuerzos han fomentado un cambio significativo en esta percepción, con campañas de concienciación y reformas en el sistema de salud mental (St Patrick’s Mental Health Services, 2020; 2022; Epidemiology and Psychiatric Sciences, 2021).
«You are not my mother» refleja este cambio, entrelazando la salud mental con los mitos irlandeses. Explora el acoso escolar y su impacto en la salud mental, la transmisión hereditaria de trastornos como la bipolaridad, y el Síndrome de Capgras, donde un individuo cree que un ser querido ha sido sustituido por un impostor. Estas representaciones enriquecen el entendimiento público de la salud mental, utilizando el imaginario colectivo para simbolizar las luchas internas y proporcionando un contexto cultural único.

«You Are Not My Mother» (2021) comparte temáticas con «The Hole In the Ground» (2019) y "The Hollow Child" (2017), centradas en la suplantación o reemplazo de seres queridos. La película explora la relación entre madre e hija en un contexto de terror psicológico. Char, la protagonista, enfrenta un cambio alarmante en su madre tras su misteriosa desaparición, evocando el Síndrome de Capgras. Esta transformación crea tensión y misterio, desafiando al espectador a discernir entre realidad y lo sobrenatural. Usa el horror para explorar miedos humanos, identidad y percepción de la realidad, demostrando el poder del cine en la exploración de aspectos psicológicos profundos.

En «You Are Not My Mother», «The Hole In the Ground» y «The Hollow Child», se reflejan conceptos junguianos como el inconsciente colectivo y arquetipos. La figura transformada de la madre simboliza el arquetipo de la Gran Madre y la Sombra, representando aspectos nutricios y aterradores, así como miedos e inseguridades reprimidos. Estas películas también exploran la individuación, mostrando luchas internas y externas que enfrentan los personajes con elementos sobrenaturales, vitales en el inconsciente colectivo. Las secuencias oníricas subrayan el análisis junguiano de sueños como comunicaciones del inconsciente. Estas narrativas son vistas como exploraciones de la psíque, destacando las transformaciones internas de los personajes.

Kate Nolan, como directora y guionista, aborda su narrativa con sensibilidad, que podríamos comparar con «Hereditary» (2018) de Ari Aster, atrayendo a un amplio público, mezclando drama familiar y salud mental, con mitos y leyendas. Nolan utiliza el inconsciente colectivo para conectar con las audiencias, invitándolas a reflexionar sobre miedo, consciencia y herencia cultural, logrando un alcance que engloba desde el drama hasta el terror.

Nolan opta por enfocarse en la herencia pagana y céltica de Irlanda, un contraste con la influencia católica dominante en la cultura de este país. Profundizando en las tradiciones célticas, explora aspectos del «sí mismo» y de la relación de éste con el entorno social. Esta inmersión en el paganismo habla de la tensión entre modernidad y tradición, mostrando cómo lo antiguo sigue resonando en la vida contemporánea.

La elección de Nolan de utilizar el simbolismo pagano y céltico, en lugar de elementos cristianos, resalta las raíces ancestrales de Irlanda, creando un vínculo con un pasado menos explorado y un contraste cultural significativo. Esto no solo intensifica la atmósfera de misterio y terror de la película, aprovechando simbolismos menos familiares, sino que también ofrece una nueva perspectiva sobre la identidad cultural irlandesa y sus complejidades. Nolan sugiere que entender el presente y sus desafíos, como la enfermedad mental, requiere reconocer todas las capas del pasado, incluyendo aquellas pre-cristianas, proporcionando una narrativa rica y profunda que refleja la complejidad de la sociedad y su historia.

El tratamiento del agua y el fuego en la película subvierte su simbolismo tradicional. El agua, típicamente asociada con la purificación, se convierte en un medio para el engaño y la confusión, reflejando la naturaleza perturbada de la madre. Por otro lado, el fuego, a menudo ligado a la destrucción, actúa como un agente purificador, sugiriendo métodos no convencionales de sanación y resolución de conflictos. Esta inversión simbólica resalta la complejidad del viaje emocional y psicológico de los personajes, donde lo temido y destructivo se convierte en salvador y curativo.

La cinematografía de Narayan Van Maele profundiza la narrativa. Van Maele capta detalles que reflejan la depresión social y pobreza en la vida de los personajes,
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Jordirozsa
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7
13 de noviembre de 2023
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Ross Richardson, como director de fotografía, crea una atmósfera cautivadora y significativa utilizando el interior de la casa victoriana. Su enfoque se centra en sumergir al espectador en un ambiente oscuro de aislamiento y soledad, reflejando no solo el espacio físico sino también el estado mental de la protagonista, Alice. La manera en que juega con la iluminación —creando sombras profundas y rincones oscuros— establece un tono de misterio y peligro potencial, y alimenta la expectativa.
La oscuridad se convierte en una metáfora de la lucha interna y los miedos de Alice, manteniendo a la audiencia en un estado de alerta. Además, logra una inmersión más profunda en la historia permitiendo que la audiencia acompañe a Alice en su exploración de la casa.
Esta técnica de «mostrar» el entorno es efectiva para construir suspense y familiarizarnos con el espacio. A través de la cámara, descubrimos gradualmente la envergadura y los detalles de la mansión, lo que no solo sirve para establecer el escenario, sino que también da una comprensión más clara de dónde y cómo ocurren los eventos.
El uso de la plantación de elementos en la narrativa visual es particularmente hábil. A medida que la cámara explora, se introducen objetos y espacios que luego se revelan como esenciales.

Si comparamos entre Alice en «Deadline» y Jack Torrance en «El Resplandor» (1980), vemos que ambos personajes se encuentran en situaciones similares de aislamiento extremo y fragilidad mental, lo cual es agravado por su entorno. En «Deadline», al igual que en «El Resplandor», el aislamiento y la presión de cumplir con una tarea creativa bajo circunstancias difíciles juegan un papel crucial en la desintegración psicológica del personaje principal. En el caso de Alice, su lucha interna se ve intensificada por el abuso que ha sufrido, lo cual se refleja en su dependencia de los medicamentos y en su vulnerabilidad emocional. Esta situación resuena con la de Jack Torrance, cuya propia psique se va desmoronando bajo la influencia maligna del Hotel Overlook. En ambos casos, los personajes se enfrentan a un entorno que parece amplificar sus peores miedos y tendencias, llevándolos a un estado de desequilibrio mental.

La dualidad de la experiencia de Alice es una representación fascinante de la lucha entre la cordura y la locura, y entre la realidad y la ilusión. A lo largo de la película, vemos a Alice equilibrando su deseo de mantenerse anclada en la realidad a través de su trabajo con el impulso creciente de explorar los misterios y las manifestaciones extrañas que surgen en la casa. Por un lado, Alice intenta aferrarse a la cordura y a la normalidad, concentrándose en su tarea de escribir. Este enfoque en el trabajo es una forma de mantenerse conectada con el mundo exterior y con su sentido de identidad y propósito. Sin embargo, la presencia constante de fenómenos inexplicables en la casa actúa como un imán que la atrae hacia un viaje de autodescubrimiento y confrontación con su pasado y sus miedos más profundos. El entorno de la casa victoriana, con sus rincones oscuros y su atmósfera opresiva, simboliza las «fauces de su mente», un laberinto de recuerdos y traumas que Alice debe navegar. La búsqueda de la fuente de las manifestaciones extrañas se convierte en una metáfora de su lucha por comprender y enfrentar sus propios demonios internos.

El tópico en el que el protagonista se enfrenta al dilema de tomar o no su medicación psiquiátrica, es de hecho un elemento recurrente en muchas películas que exploran temas de salud mental, realidad versus ilusión, y el enfrentamiento de miedos internos. Este momento simbólico, a menudo representado por el protagonista contemplando un bote de pastillas, encapsula una encrucijada crítica tanto para el personaje como para la trama. Este momento representa más que la decisión de tomar una pastilla. Es una lucha interna entre mantenerse en la realidad aceptada o arriesgarse a sumergirse en una experiencia que, aunque potencialmente perturbadora y desorientadora, podría revelar verdades ocultas o permitir un enfrentamiento necesario con traumas o miedos. La medicación, en este contexto, simboliza la seguridad y la estabilidad, pero también puede ser vista como una barrera que impide al personaje enfrentar y procesar completamente sus experiencias y emociones internas.

La banda sonora original orquestal de Carlos José Álvarez se convierte en la representación del equilibrio mental de Alice, apoyando su lucha por mantener la cordura frente a las manifestaciones fantasmales. Cada tono y melodía refleja sus cambiantes estados emocionales y su conflicto interno, añadiendo una capa emocional profunda a su viaje. La música no solo establece el ambiente y el tono, sino que también actúa como un narrador silencioso, conduciendo al espectador a través de la historia y enfatizando los momentos decisivos. El uso del piano, en particular, aporta una sensación de intimidad y vulnerabilidad, resonando con la fragilidad emocional y mental de Alice. Estas melodías, que fluyen suavemente sobre la tensión subyacente de la película, sirven para enfatizar el estado de ánimo y los conflictos internos del personaje.

El uso simbólico del agua, y en particular de las bañeras, en películas de terror y suspense que tratan sobre fantasmas mensajeros o vindicadores de justicia es una rica fuente de interpretación desde perspectivas psicoanalíticas y psicológicas. El agua, especialmente en el contexto de una bañera, a menudo simboliza la exploración del subconsciente, un retorno al seno materno, o una forma de purificación y transformación. Desde un punto de vista freudiano, el agua podría interpretarse como un símbolo de los deseos reprimidos y las emociones ocultas. La bañera, en este contexto, se convierte en un espacio donde estos aspectos subyacentes pueden emerger a la superficie. En el ámbito de lo cinematográfico, esto se manifiesta a menudo en escenas donde los personajes experimentan revelaciones,
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Jordirozsa
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