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España España · Badajoz
Críticas de Weis
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Críticas 185
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
5
21 de marzo de 2014
7 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un tambor recorre una línea recta imaginaria por un salón hasta caer de forma lateral por su propia inercia. Segundo de Chomón sonreiría desde su tumba. Una hoja de afeitar posada en un lavabo de higiene tiene un remate en forma de crucifijo en su empuñadura. Luis Buñuel se revolvería desde la suya. Como una estrella fugaz que recorre el cielo, un instante efímero y a la vez eterno, Luis Miñarro expone un estimulante abanico de guiños y propuestas referenciales a la pintura, la música, la escultura y, por supuesto, al propio cine. El subtítulo de la película reza ‘divertimento’, y es precisamente esta apariencia la que se logra vislumbrar tras las cámaras de sus creadores: un vehículo de reflexión artística con alarde de encanto, frivolidad y jovialidad compartida.

Así como los films basados en hechos reales incluyen un rótulo de crédito inicial para prevenir o advertir a las audiencias, en este caso la enunciación vendría a decir: esta película no debería tomarse tan en serio como puede parecer. El breve y caótico reinado de Amadeo de Saboya en España es tratado por Miñarro tan solo como una coartada, un plantel expuesto en primer término, que le sirve de excusa para exhibir una sucesión de situaciones de pretendido tratamiento hilarante y emergente humor negro entre la aparente frialdad expositiva, que no deja de ser un complemento más del show. La comedia en bruto desprioritiza la fábula histórica y el concepto didáctico para devolvernos el brote más amargo de una crisis política, con un estado de ebullición ciudadana que en todo momento permanecerá fuera de campo, y una pérdida de identidad personal movida por la reclusión y la impotencia inmovilista ajena.

Miñarro da rienda suelta a la condensación de su bagaje cultural y rechaza concienzudamente tratar a su película como un aparato discursivo para saldar deudas con la memoria histórica. Quizás esta concepción hubiera resultado más convencional bajo semejante contexto, pero el director opta por hacer suyo el relato y compartirlo solo en pequeñas dosis, a través de guiños y sonrisas de complicidad. El resultado es una armoniosa comunión entre el cine de género y el cine de autor, pues la deserción expuesta discurre como un caudal que cruza pasado, presente y futuro sumergiendo al espectador en una especie de extraña embriaguez. El cineasta barcelonés, en su primera incursión en la ficción, da forma a un arte futuro mientras canaliza una sabiduría antigua, si bien relamida en su propia extrañeza, uniforme en su expresión.

Dentro de este juguetón recorrido por la historia española, no faltan los llamativos anacronismos, principalmente musicales, y los juegos psicosexuales insertados en la narración. Música pop francesa de los años setenta e incursiones en variopintas prácticas eróticas (con una más que destacada Lola Dueñas haciendo uso de una descarada carnalidad) aderezan un cierto espíritu camp que sobrevuela por los cuatro costados mientras las imágenes, de una belleza casi pictórica, nos remiten al origen de la composición fotográfica (desde la puesta en cuadro de Courbet y su origen del mundo hasta la filosofía de trabajo de Peter Greenaway) en un interesante ejercicio de depuración narrativa y ética.

Decir que cada plano de esta película supone una continua exhibición de maestría formal resultaría, para muchos, una afirmación pedante y sesgada. Recomiendo, a los más escépticos, que se suban a bordo de este barco y lo comprueben por sí mismos. Su rechazo a lo convencional otorga una de las cimas a las que todo director aspira: narrar sin ningún tipo de atadura, sin pagar peaje por los códigos del género. Junto a ello, enrareciendo la función, extrañando al personal, subyugando las mentes más aturdidas y, contra todo pronóstico, divirtiendo. Quizás sea esta la última y más importante de las consecuencias.

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@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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3
21 de marzo de 2014
11 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre he creído que las personas tímidas son las que no lo reconocen abiertamente. Si lo hacen, no son tímidas: son orgullosas. Del mismo modo, pero por el contrario, el verdadero suicida es aquel que no avisa de cuánto se irá al otro barrio. El que insiste una y otra vez en que se va a suicidar, nunca acaba por hacerlo. En el mundo del cine, parece ocurrir algo semejante a esa timidez: un director te puede reconocer su incapacidad en su trabajo si le dejas tan solo unos minutos de intervención. Asegura la directora Claire Denis, en una entrevista, que le cuesta explicar cómo cristalizan en ella las ideas que llevan tiempo en su cabeza, y más aún ordenarlas. Para más detalle, afirma que al concebir Los canallas se encontraba en un momento vacío de su vida. Cuando uno escucha estas palabras, se pregunta si la francesa está justificándose a sí misma, en el peor sentido de la expresión, por la soberana chapuza que ha perpetrado en su última película, que no deja de ser tan solo un relieve más de los severos problemas que esta realizadora demuestra al asimilar esa cosa abstracta, caprichosa y carente de valor, entiéndase la ironía, llamada ‘narración’.

Algunas voces amigas que simpatizan con su cine me aseguran que Claire Denis no es una directora convencional, que su fuente de inspiración está más ligada a la vertiente experimental y que sus grandes bazas son la composición de atmósferas y el trabajo de fotografía, con tendencia a la transgresión y la hipnosis. Esto es, a mi juicio, una interpretación contradictoria: el auge del cine experimental, a nivel técnico, se produjo principalmente en la década de los sesenta, donde los principales soportes de filmación eran VHS y 16 mm. Pese a ser producciones epilépticas, rodadas en la clandestinidad y con muy poco presupuesto, en ellas lucían no solo una libertad creativa absoluta sino también una reflexión por las formas, los contornos, las luces de colores creando emociones. Tenían un gran sentir artístico.

Contrario a esto, Denis introduce en Los canallas el soporte digital por primera vez en su filmografía, un recurso que tiene que ver más con el control de sus productores y las limitaciones económicas que con el objetivo de servir a un fin plástico. Que su pulsión creadora sea más cercana a lo experimental no justifica la sensación de dejadez constante durante toda la película, con diálogos horriblemente escritos, situaciones turbias y grotescas que carecen de hilo conductor o justificador, una trama que se sigue a trompicones –si es que puede llegar a seguirse- en un avanzar hacia ninguna parte. La línea argumental está tan mal ensamblada que los parámetros mínimos concebidos en un film –los lazos de unión entre personajes, su parentesco o relación- ni siquiera se entienden en esta cinta. El espectador, más perdido que un gato en un matadero, acaba por desconectar de semejante inconexión y empieza a preguntarse qué es lo que pretende Claire Denis con su cine; qué espera conseguir o a qué tipo de público va destinado.

Conocido en ella son sus espasmos dramáticos injustificados, su limitación explicativa y sus finales inconclusos que dejan mil preguntas por resolver. En el caso de Los canallas, todas esas preguntas se reducen a una sola: el por qué de todo esto. El resultado es una película que dejaría algún tipo de poso si se llegara a entender, que presenta una especie de trama criminal y una conspiración donde la premura en los sucesos y la incapacidad de establecer nexos de unión entre las partes –calamitoso montaje, que a estas alturas ya se da por sentado- impiden por completo seguir el orden del relato. O lo que es peor aún: que no solo no satisfaga ni emocione ni interese en sus casi 100 minutos de metraje, sino que simplemente irrite. Profunda y soberanamente.

Crítica para www.cinemaldito.com
@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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5
17 de marzo de 2014
25 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una ocasión, tuve la oportunidad de charlar personalmente con Jan Svankmajer. El célebre director checoslovaco de películas en animación stop-motion presentaba su última obra hasta la fecha, Surviving Life, y el Cine Doré de Madrid le rendía un sentido homenaje proyectando una retrospectiva completa de su trabajo. Así, entre la timidez y el rechazo al contacto público, el artesano realizador destapó y compartió algunos de los secretos más arraigados al proceso creativo de sus labores. Mi carencia de sorpresa fue total al escucharle decir que, más allá de sus influencias directas a Edgar Allan Poe, Sigmund Freud o Marqués de Sade, su inspiración era ni más ni menos que el recuerdo de su propia infancia. Si le pedían que pensara en una mesa, no lo haría sobre una perfectamente pulida, grande y rectangular, sino sobre una vieja, corroída por las termitas, con agujeros e imperfecciones, que ha tenido que soportar el paso de muchos años de uso.

Las películas de Carlos Iglesias como director están planteadas bajo este mismo símil. Fuera del tiempo y las modas de las épocas que se van sucediendo, con una mirada particularmente añeja y apegada a la reconstrucción de las costumbres de cada zona geográfica. Casi podría decirse que su tono es costumbrista aunque no sería este el término más acertado. Más bien busca el apego y consuelo en unas generaciones de mayores, ahora abuelos y bisabuelos, cuyas rutinas y expresiones constituyeron el estilo de vida que más caracterizó su porvenir. Como el director checo, el hombre envejece pero la timidez del niño interior continúa resguardándose, como aquel que sigue recordando con cierto cariño el castigo con tirón de orejas, los calcetines hasta las rodillas manchados al pisar charcos o las aventuras espía para ver a la vecina cambiarse de ropa interior.

En la película que precede a esta continuación, 1 franco, 14 pesetas, el madrileño trazaba el fenómeno de la inmigración desde un punto de partida melodramático innato pero aderezado con tintes cómicos, pues su trampolín televisivo provenía de este sistema. Allí ya primaban las voces corales, el nutrido reparto de estereotipos identificables y el aroma a nostalgia de pensamiento y palabra. En 2 francos, 40 pesetas, ese dramatismo inherente se desdibuja solemnemente y la visión cambia radicalmente a una comedia pura desposeída de maldad, donde se producen situaciones variopintas, absurdas y reiterativas de otrora camaradería y ceremonia familiar. Lo que antes era crítica social ahora da paso a un humor más refinado que se solapa por encima de aquella. Según afirma su director, la película es un homenaje inconsciente al particular universo tragicómico de los guiones de Rafael Azcona. Parte del mismo puede antojarse o incluso identificarse pero Iglesias rechaza la salvaje mordacidad de la que aquel hacía gala y presenta una película mucho más liviana y fluyente.

Pese a ser una secuela, o parecer serlo, la metamorfosis del género tratado es una cuestión que puede despistar en base a la línea temática de la primera entrega. A razón de la crisis económica y laboral española y la evasión de capital hacia Suiza, uno de los problemas más flagrantes de la sociedad en los años setenta, Iglesias lo afronta con mayor optimismo e ironía en esta continuación, donde la inmigración no es tomada como tragedia sino como acercamiento de iguales en un territorio ajeno. El festejo y la simpatía quizás resulten un tanto excesivas y relamidas en el intento por dejar buen sabor de boca al mayor número de generaciones que contemplen la película. Si bien, esta pretensión hace que las interpretaciones, en especial las de los más adultos, estén desfasadas de histrionismo y revoluciones, haciendo que el relato no se perciba con realismo o naturalidad.

Pese a ello, la película se muestra en todo momento abierta a la comunicación, de luminosa transmisión y sencillez formal, con un curioso baile de idiomas que revelan en Iglesias su particular vocación de trascender culturas y dialectos, entroncando estilos de vida y aproximando personas a las que les une el gusto por la buena vida. Más allá de sus limitaciones o sus errores, esta obra puede ser apreciada por aquellas audiencias que no busquen tanto la brillantez técnica y narrativa sino el eco resonante de una época en la que, entre tanta lucha y tanta insuficiencia, las raíces daban cobijo y sentido a uno mismo.

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@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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5
17 de marzo de 2014
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
No solo hay morbo y exposición en el cine de temática homosexual. Frecuentemente, esta suele ser tan solo un puente o una coartada para trazar caminos derivados a otras cuestiones críticas. No lo había en Mambo Italiano pues aquella albergaba el ansia de la juventud por independizarse, madurar y vivir una vida sin atadura paternal. No lo había en Happy Together pues aquella hablaba de las raíces y el sentimiento de pertenencia a un lugar. Tampoco lo había en Aimée & Jaguar pues en ella se reflejaba la imposibilidad de sentir en una de las épocas más cruentas en las que lo único que se exhalaba era odio e ira. Ya sea en el bando masculino o el femenino, la orientación sexual ha tenido desde siempre una repercusión desdoblada hacia un amplio abanico de argumentos y valores sociales puestos en juicio.

Si hace pocos meses, Miguel Alcantud ofrecía una mirada gélida y comprometida acerca de los tejemanejes del tráfico de menores en el mundo del fútbol, convertidos en diamantes negros de ilusiones rotas al servicio del mejor postor, el deporte Rey también es el foco de atención en la película de Antonio Hens, La partida. En este caso, no como turbio negocio sino como vía de salvoconducto y evasión temporal para unos adolescentes obligados a formar parte de otro negocio más oscuro aún: la prostitución. El director cordobés no es ajeno ni principiante en el retrato homosexual pues en base a ello giraba su exitoso cortometraje Malas compañías, allá por principios de la pasada década. El tema no es tratado en la película de forma manida sino consecuente con el conocimiento que se tiene de que Cuba es un auténtico foco de destino de turismo sexual. De hecho, la naturalidad y veracidad de su realización se fundamenta en una crónica diaria de unos jóvenes cubanos que, sin miedo ni pudor, pasean de la mano públicamente con sus adinerados acompañantes. En este sentido, más allá de lo grotesco del asunto, se trata de un espejo donde el realizador refleja la sociedad cubana.

Observa con cierta distancia el entorno social y el comportamiento plastificado de las creaciones sobre las que más aversión deposita para crear una doble función moral de creador y juez. Esta posición de compromiso con su ficción, pero de una naturaleza iniciática también documental, la reafirma en la constante búsqueda del feísmo y la morbidez en zonas periféricas inhóspitas y desoladas. Emerge, por su propio peso, la miseria como encuentro entre la melancolía impresionista de la degradación, física y mental. Esta comunión la ejecuta con la intensidad y el dinamismo de su incesante cámara al hombro, constituyendo una filosofía de trabajo basada en la relación entre ética y estética. Su dispositivo técnico y su calculada puesta en escena tienen un lugar esencial como creadores de tensión y lazo caótico en la interioridad de los personajes. Alrededor de estos, la cámara parece perseguirlos más que guiarlos, filmando y mostrando acciones y modos de vivir que otros realizadores más pulcros desecharían.

La recreación plástica es lo suficientemente sucia y áspera como para resultar incómoda, pues dicho fenómeno ayuda a dar máxima credibilidad a la marginalidad económica de los caracteres, el reflejo de sus adversidades y la lucha diaria por la supervivencia. Una película con la que Antonio Hens firma todo un ejemplo de cine alérgico a la obviedad, malsano e improcedente como cualquier injusticia diaria, sustentado en la dureza y la ternura de sus escenas, que se van alternando con espontaneidad e imprevisibilidad, y pregonado por un dúo protagonista de actores hiperrealistas y de carácter penetrante. Todo ello conforma un robusto conglomerado con voluntad de denuncia y hechuras del mejor cine independiente hispano de mirada comprometida y pretensión crítica.

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@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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4
12 de marzo de 2014
6 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuenta la historia que un puñado de críticos de cine de Cahiers du Cinéma, a finales de los años cincuenta, decidieron dar el salto a la dirección de películas para romper, según decían, con una época inocua, en la que los films no tenían una identidad propia de sus creadores. Con ellos se instauraba ampliamente el concepto de autor. Hay quienes refutan esta afirmación, pues décadas antes ya había realizadores cinematográficos que presentaban un lenguaje visual único e irrepetible. Welles, Murnau, incluso Porter o G riffith. Estos historiadores, con un talante de credibilidad discutible, se podrían referir a la Nouvelle Vague, en sus aspectos técnico-productivos, como la explosión del control, por parte del director, de todos los procesos de elaboración de una obra cinematográfica. Una criatura nacida de las entrañas y no de un proceso en serie del sistema de grandes compañías.

Y me remonto a esta época porque el nacimiento del cine de autor dio como consecuencia la instauración del cine egocéntrico. Por encima del legado artístico intachable de Godard, Truffaut o Rivette, extendiéndose a la Nueva Novela de Resnais, Varda o Duras, estos creadores tenían como precedente un enfermizo orgullo y una repugnante competitividad. No se soportaban entre ellos, echaban pestes del cine del otro y asumían que el suyo siempre era mejor. Su egolatría les hacía considerar que eran llamados a crear arte que repercutiera en la posteridad. Si bien esto ha ocurrido, la prepotencia es un atributo que en la creación del cine se antoja caprichosa e innecesaria. Y dicha prepotencia parece ser un valor histórico al que los nuevos cineastas franceses se siguen apegando.

Andre Techiné, François Ozon, Bertrand Bonello, Leos Carax… son solo unos pocos ejemplos de interesantes filmografías cuya satisfacción solo alcanza hasta llegar al trato personal con sus directores, que en sus apariciones públicas se muestran apáticos, hieráticos y con pocas ganas de dar explicaciones o conocer a sus audiencias. Christophe Gans, el director de la nueva adaptación de La bella y la bestia, es otro cuya chulería y falsa modestia resultan del todo inaceptable. No por un capricho empático sino porque, en ocasiones, esto solo actúa como una ceguera restrictiva que hace que el creador se ahogue en las limitaciones de su propio orgullo. Anticipaba Gans que su máxima aspiración era Cocteau (cuyo respecto hacia él ya pone en entredicho al proponer mejorar su adaptación de 1946) y que en esta reinterpretación del cuento de hadas literario desarrollaría un universo completamente nuevo con unas imágenes de una calidad sin precedentes. Después de ver el resultado, su película dista mucho de sus pretensiones iniciales.

Si en Cocteau, la magia lírica estaba movida por la artesanía de su puesta en escena y del rico tratamiento imaginativo que cumplimentan los efectos especiales con la escenografía, el supuesto nuevo universo de Gans está servido a partir de un anodino batido de proteínas digitales que, además de obviar y pasar por alto cualquier encanto de la fuente original, insiste en los tópicos visuales más sosos y perezosos. Así, el relato está servido en un garrafón que hace mala mezcla de la grandilocuencia y la parodia por la ausencia temática, presentando un cúmulo de situaciones expuestas con soporífera incapacidad de trascender los cimientos precedentes: diálogos anabolizados, trámite enamoraticio, épica ñoña tratada con infantilidad. Especialmente flagrante es la sensación de premura narrativa, en un primer acto que se extiende con errática reincidencia en la nada y que se come casi los dos tercios del metraje, en un intento por remontar el vuelo en el tercero en que es precisamente la velocidad apresurada la que se deja en el tintero balances y matices que deberían darse por sentados.

Entre incidencias y reincidencias, la narración se sucede en un estadio perpetuo de olvido sobre las tramas más relevantes que las adaptaciones precedentes supieron valorar. Si bien, la barroca pedrada visual de Gans tiene que ver más con los frondosos exteriores en 3D que con la reconstrucción de la experiencia interior del castillo de la Bestia, el cual se muestra bajo la ley del mínimo esfuerzo. Como visitar Marte y que el director te lo enseñe desde la ventana de tu habitación. No colaboran de cara a la espectacularidad el contraproducente abuso del croma, el desfasado diseño de guardarropa y la siderurgia plastificada (que, como digo, no tiene que ver con la artesanía sino con la actual mitología del píxel para acabar rápido). Ni tan siquiera la labor de Patrick Tatopoulos (diseñador de criaturas y make-up, entre otros títulos, de la saga Underworld) logra aportar un mínimo de humanismo a esta incontinencia, pues el Vincent Cassel velludo y con garras también ha sido digitalizado por captura de movimiento.

La carencia en la trama de personajes secundarios que otorgaban mayor viveza al relato, por poner a Gastón en la adaptación de la Disney, resulta casi mera anécdota. La película es, por sí misma, previsible, aburrida, inconexa y, a través de la sensación de dejadez constante, lo que es peor: un encargo despersonalizado, apresurado y realizado con el fin de ensanchar, más si cabe en Gans, sus particulares ínfulas de gran creador.

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