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España España · Barcelona
Críticas de Ulher
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Críticas 151
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
18 de agosto de 2016
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Situarnos frente al cine de Michael Haneke implica un ejercicio de autocrítica. No dejar de mirar en el espejo por muy empañado que esté y escarbar en la conciencia. Obliga a liberar los fantasmas de una sociedad hipócrita, autoindulgente y vacía. El llamado primer mundo ante la mirada inquina de sus habitantes. Sus películas conforman un potente revulsivo, una patada al estómago y un posterior quebradero de cabeza. Haneke introduce al espectador en cada una de sus películas. Les tacha de culpables pero ofreciéndoles la libertad que encontrarán en la inteligencia. Jugador empedernido, fotógrafo de la violencia, maestro carcelero.

Unas cintas de video acompañadas de unos escalofriantes dibujos sirven como mecanismo para sembrar la amenaza en un matrimonio francés de clase media-alta. El contenido de las mismas se centra en la fachada de su apacible hogar. Sus movimientos son controlados pero en todo momento el autor permanece en una sombra a la que Haneke no ha querido dar luz. Comienza el juego. En un primer instante "Caché" luce como un thriller sin adrenalina, un Hitchcock pausado, que parece anquilosarse ante los caprichos de determinado cine de autor. Sin música, sin apenas movimientos de cámara, optando por el plano fijo como recurso aniquilador de cualquier espectador paciente. Nos empuja a divagar sobre quien está detrás de esa cámara y por qué. ¿Qué esconden los protagonistas? ¿Son víctimas o verdugos? Y cuando parece que la película discurre por el mismo rumbo, un elemento ambiguo hace acto de aparición y cualquier idea preconcebida se va por la borda. Una sombra de un equipo de filmación a medio metraje pone en guardia a un espectador confuso. Ni es arbitrario ni es un gazapo del equipo de producción de la película. Esa sombra es una pista para pasar a la siguiente pantalla que nos ha preparado la mente lúcida y perversa de Haneke. A partir de ahí el filme adopta un cariz malsano al considerar al propio director como el autor de las inquietantes grabaciones. Referencia explícita a la cuestionada libertad individual. Y ahí es donde radica el punto de vértigo de esta enigmática obra.

Si en "Funny Games", Haneke rompía la cuarta pared acojonando al personal ante la gélida mirada de un adolescente, en Caché la tortura se antoja más sibilina. Los pasos apenas se escuchan pero la amenaza está presente en una atmósfera enfermiza que logra construir a través de prolongados planos fijos. Planos ante los que se requiere paciencia y sobre todo curiosidad. Planos que disparan preguntas y reciben respuestas mayormente subjetivas, como esos minutos que preceden a los créditos finales. La ambigüedad de ese fresco compuesto por un grupo de estudiantes poniendo el lacre a la misiva que Haneke ha firmado. ¿Nos encontramos ante una mirada optimista al futuro por parte de las nuevas sociedades? ¿Todo ha sido un nuevo divertido juego de adolescentes macabros? Nunca lo sabremos.

Lo que sí es evidente es que no podemos apartar la mirada. Somos conocedores del peligro pero desconocemos cómo protegernos. Ante el cine de Haneke nos encontramos en la intemperie. Nos manipula y nos abandona. Nos conduce al precipicio con una venda en los ojos y nos la retira. Su sadismo sólo conoce la cordura en la redención. En la autoflagelación, en la confesión de la culpa, encuentra nuestra libertad
Ulher
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8
9 de junio de 2016
7 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Violaciones, incesto, coprofagia, zoofilia, voyerismo, exhibicionismo, fetichismo, inseminación artificial involuntaria, mímica anal, secuestros, asesinatos, canibalismo. Todo esto y lo que una mente ávida de recibir impactos visuales pueda llegar a imaginar, se dan cita en este peculiar ejercicio fílmico de John Waters. Si nos quedamos contemplando la fachada, podemos asegurar que estamos ante la cinta más repugnante que se ha podido comercializar. Imágenes insanas para el recuerdo que obligan a este hito del cine independiente a ser la cumbre del cine trash. Ante tanta provocación y repulsión sería conveniente pararse un instante a considerar si toda la porquería que transita en la pantalla es arbitraria o por el contrario responde a algún tipo de denuncia, a evidenciar un momento o a dar voz a un género. Waters presenta la carta y el espectador decide el resultado.

Vomitiva, abyecta, repugnante, de mal gusto. Son muchos los adjetivos y no positivos los que Pink Flamingos cosechó. Es evidente que Waters contaba con ello. Hasta el momento pocos se habían atrevido a filmar con semejante zafiedad una retahíla de tabúes. Ahí es donde reside la fuerza del filme. La libertad con la que se creó. Término con el que cada vez cuesta más tropezar. Libertad no sólo en gritar al mundo que lo diferente tiene su espacio, que la basura no es más que los cristales rotos en dónde tantas veces nos hemos reflejado. Waters filma sin convencionalismos, rompiendo las reglas, abogando por la vulgaridad. Nada en Pink Flamingos permanece encorsetado. Cuanto más feo sea un movimiento de cámara mejor. Si el micro se cuela en el plano, no importa, seguimos grabando. Esa apreciable espontaneidad es la que mantiene viva una película de hace cuatro décadas. La criatura se gestó en 1972 y a día de hoy, la escasa evolución mental del ser humano permite que esta bizarrada siga impactando como entonces. Tal vez esto resulte más incómodo que la propia cinta.

Encontrar frescura entre tanta hediondez se hace necesario. Bajo el influjo de la comedia, Waters vomita ácido hacia el conservadurismo a través de diálogos improvisados sobre los que no cabe más que la rendición con personajes de un magnetismo valioso – esa madre obesa, postrada en una cuna y adicta a los huevos – El histrionismo, siempre patente, encuentra el camino adecuado para calar hondo en un espectador que no deja de cavilar sobre lo que está presenciando. Un público que se revuelve ante actos naturales, obligaciones fisiológicas que, una vez pasadas por el barniz de la civilización, molesta contemplarlas. De ahí que esta película genere controversia. Estamos ante todo un panfleto contracultura y ya se sabe que no es fácil nadar a contracorriente.

Quien va a un vertedero es consciente de lo que va a encontrar pero entre la mugre puede haber algo que le sorprenda, que le haga entender que lo diferente tiene cabida. Pink Flamingos es esa cloaca, pero qué delicia deslizarse por ella. Ya lo saben, no se queden en la superficie, imprégnense de mierda, laman cada recodo y en la ducha hablamos.
Ulher
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7
9 de junio de 2016
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
El denominado cine de impacto o incómodo no deja de ser subjetivo pero si tuviéramos que pensar en el paradigma del cine irritable que aúne molestia tanto en fondo como en forma, enseguida nos vendría a la cabeza Salò o los 120 días de Sodoma. Una obra polémica por lo explícito de su contenido y contundente crítica social, que vio la luz tras el asesinato de su creador. No estamos, por tanto, ante un trabajo de fácil visionado. Culpa de ello recae en las continuas vejaciones que se suceden dominando a un espectador noqueado ante tanta barbarie, llegando a preguntarse hasta qué punto la condición humana pierde su significado. Acercarse a esta angustiosa obra no es tarea sencilla y mucho menos salir airoso de ella. Porque detrás de tanta tortura y humillación, Pier Paolo Pasolini no plantea un lavado de estómago, al contrario, quiere una digestión lenta, tortuosa, defendiendo la autocrítica que debe plantearse una sociedad sumisa, subyugada por la tiranía del poder, por las estructuras jerárquicas que sólo obedecen al abuso desmedido de la autoridad.

Un presidente, un magistrado, un obispo y un duque, máximos representantes de la supremacía, firman un acuerdo que versa en la falta de libertad de dieciocho jóvenes a los que secuestran y someten a todo tipo de torturas con el único objetivo de la autosatisfacción. Una metáfora que Pasolini hace servir con maestría para arremeter con saña ante el régimen fascista, utilizando para ello la obra del Marqués de Sade, “Los 120 días en Sodoma” El espectador horrorizado se revuelve al enfrentarse a prácticas que van desde la sodomía hasta la mutilación pasando por un banquete de coprofagia. Imágenes grabadas a fuego, orquestadas con toda intención incriminatoria. Todo un aquelarre repulsivo que condena la bajeza del ser humano.

Más allá del marcado acento de denuncia omnipresente en toda la cinta, Salò, en su vertiente formal, deja abatido a quien se acerca a ella. Es cine extrasensorial. El asco se padece. La sumisión se palpa en cada plano. Las miradas de esos jóvenes que han perdido su identidad se recibe con dolor. El olor del sexo constreñido, el hedor de la mierda, la locura de la prisión, se mezclan en este paseo por el infierno desesperanzador. No hay escapatoria, ni siquiera mental. Tan sólo la muerte fortuita como escape. Asistimos al funeral de la humanidad dispuesto por el caos del poder.

Salò conforma una experiencia de obligada lectura, irreductible a etiquetarla de escatológica. Una experiencia cruda que permanece en la retina y que en contadas ocasiones se prodiga por las pantallas. Cine que es vida y, por tanto, muerte
Ulher
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9
19 de mayo de 2016
28 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un delicado y sentenciador "porque me gusta" sale de los labios de Christine (Riley Keough) como respuesta a la mirada condenatoria e incrédula de su hermana. También a la del espectador que, desde la tranquilidad de su sofá, no se detiene a entender sino a juzgar. Hablamos de una joven estudiante de derecho que de la noche a la mañana opta por compartir su sexualidad con desconocidos a cambio de dinero. Una actitud que no responde a una necesidad económica ni a una extorsión como la actualidad y el cine nos ha hecho ver a lo largo de su historia. Christine se prostituye porque le gusta.

The Girlfriend Experience se adentra en el mundo de la prostitución de lujo desde un prisma casi documental con un efecto hipnótico. Sencilla en su planteamiento pero con múltiples lecturas, la serie transita por recovecos turbios de la mentalidad capitalista, donde la oferta y la demanda juegan una partida con serias consecuencias. Y es que lejos de abogar por un relato feminista donde la figura de la mujer sólo funcione como objeto reivindicativo en un mundo gobernado por hombres, Steven Soderbergh desde la producción y Amy Seimetz y Lodge Kerrigan detrás de la cámara, orquestan un elegante y seductor thriller, incómodo y adictivo, que embauca al espectador y termina zarandeándole. Y es ahí, precisamente, en esos momentos en que recibimos un guantazo, cuando la serie dista del largometraje del que nace, adquiriendo un significado más compacto y menos frívolo.

Tremendamente provocativa, la serie vuelca todo su potencial en un lenguaje incisivo y en una protagonista perturbadora. De apariencia gélida y carácter aséptico, Riley Keough- magnética como pocas actrices han desfilado por la pantalla en la última década - construye un personaje complejo, una adivinanza en manos del espectador. Y es que estamos poco acostumbrados a que una presencia femenina, con tendencias sociópatas se corone en la cúspide del dominio. Christine tiene el poder. Ella es sexo y el sexo domina el mundo. Pero ¿qué ocurre cuando nuestras carencias afectivas las suplimos con adicciones ya sea al sexo individual o compartido? La limitación del tiempo en la serie no indaga en la psique de Christine pero sí entrega pequeños detalles, ahí tenemos esa incómoda visita familiar para desarrollar cierta empatía hacia un personaje imperturbable. Un personaje sin prácticamente carisma y que, sin embargo, logra con su potente presencia cautivar. No importan sus acciones, tampoco sus motivaciones, simplemente somos consumidores, clientes seducidos, marionetas volátiles en manos del deseo.
Ulher
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8
14 de febrero de 2016
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta complicado el proceso de creación cuando el arte no responde a un sentimiento, cuando se corrompe la naturaleza de la autenticidad, en definitiva, cuando subyace a otros intereses. Desde su anterior y laureada obra, Birdman, Alejandro González Iñárritu ha sufrido una notable pérdida de identidad. Más preocupado por el continente que por el contenido, por una fachada deslumbrante en pro de una desgastada escalera. Lejos quedan las delicadas autopsias sobre el dolor en las que cada plano, cada frase aupaban la historia hasta rozar la belleza más incomprensible. Un cine imperfecto, menos definido, pero racial. No puede negarse que ahora no suframos de síndrome de Stendhal, más bien es inconcebible, porque para ello se han alineado los astros en perfecta comunión. Iñárritu se ha marcado un tanto importante con la colaboración de su compatriota, Emmanuel Lubezki, prodigioso director de fotografía, empedernido trilero de la luz, y verdadero protagonista de The Revenant. Y es que el último trabajo de Iñárritu vuelca toda su fuerza en la opulencia de las imágenes alimentadas de una luz natural, eficazmente seleccionada, bañando cada escena de una hermosura que asusta. Ahora inunda las pantallas con precisión, fiereza, para hacer un retrato nada intimista de la figura del hombre frente a su origen. La naturaleza como el otro.

The Revenant seduce al espectador desde una impotente primera escena a la que da pistoletazo de salida un plano secuencia que surge de las gélidas aguas de un amenazante río. La cámara se sabe elegante, sus movimientos coreografiados hasta la extenuación no dejan ningún recodo por cubrir. Todo está orquestado desde el milímetro y, aun así, no se percibe frialdad. La labor de Iñárritu como director adquiere aquí todo su significado, sin embargo, cuando el relato se aleja de esa lucha del hombre contra la fuerza de la naturaleza y se vuelve más místico homenajeando a Tarkosvki o transcribiendo a Malick, pierde fuerza narrativa, la cual no tarda en recuperar al centrarse en la venganza del héroe. Porque eso es The Revenant, un actualizado western que sigue a rajatabla los códigos del género. La advertencia de peligro siempre está latente aunque el ritmo se antoje lento para una cinta con semejante acabado. Las miradas de los personajes, desconfiadas, y sus pasos premeditados conviven con una melodía alarmante.

Estamos ante la obra más ambiciosa, excesiva y épica de Iñárritu. Tanto como la interpretación de un excelso Leonardo Dicaprio, cuyo desgarro traspasa la pantalla confiriendo a la cinta una entrega y valía respetables. Tal vez se espere más acción, puede que su exceso de metraje constituya un obstáculo o que el espectador se quede obnubilado ante su poderío visual sin poder regresar al filme pero ante todo The Revenant es puro deleite sin mayor intención de crear cátedra. Cine de aventuras, disfrute evasivo.
Ulher
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